martes, 31 de agosto de 2021

Muerte, pérdida y duelo en los tiempos de la COVID-19: ¿Otra amenaza silenciosa?

"El hombre muere tantas veces como pierde a cada uno de los suyos".
Publio Siro

"La muerte es una amarga pirueta de la que no guardan recuerdo los muertos, sino los vivos".
Camilo José Cela


La pérdida de un ser querido es una de las experiencias más traumáticas a las que podemos enfrentarnos a lo largo de nuestra vida. Y, aunque la mayor parte de las personas son capaces de seguir un proceso adaptativo de duelo, aproximadamente en un 10% de los casos de fallecimiento por causas naturales y hasta en un 49% de las muertes violentas existe un alto riesgo de desarrollar un duelo complicado.

Los complejos y rápidos cambios obligados por la pandemia por COVID-19, especialmente en las fases más duras de la misma, han impactado de forma importante sobre el proceso de duelo, tanto alterando profundamente las experiencias habituales, ya de por sí complejas, como imponiendo nuevos aspectos en relación con las medidas de control de la enfermedad, fundamentalmente de distanciamiento social y aislamiento.

Estas medidas de seguridad han venido complicado enormemente la participación de la familia en los cuidados de final de vida y han supuesto una grave disrupción en el necesario abordaje del proceso de duelo, al impedir en la mayoría de los casos el acompañamiento y la presencia en el momento del fallecimiento de su ser querido. La idea de morir en soledad es contraria al concepto de una "buena muerte" en muchas culturas y la imposibilidad de despedirse en un factor conocido de riesgo de una mala calidad del duelo

Por otra parte, el auge exponencial en el uso de las redes sociales durante los últimos años ha facilitado que se conviertan en espacio y cauce para la expresión de emociones, en unas condiciones de espontaneidad e inmediatez que hacen de ellas un verdadero entorno de experiencias y subjetivación, más allá de un mero instrumento o medio de comunicación. 

Existe, de hecho, un "régimen emocional tecnológico", que coexiste con la vida social tradicional, y es, sobre todo, un régimen de intensidades emocionales, en el que que importa más la cantidad de emoción, mientras que el régimen tradicional es principalmente un régimen de cualidades emocionales.

No debe extrañarnos, por tanto, que las redes sociales hayan transformado también el modo en que la gente vive y expresa el duelo, minimizando la separación entre las prácticas públicas y privadas.

Fuente: @htrueta

Teniendo esto en cuenta, y con la intención de profundizar en el posible impacto de la pandemia sobre la experiencia del duelo, Lucy Selman y su equipo han realizado un curioso estudio en el que han recopilado y analizado las expresiones emocionales de personas afectadas por el fallecimiento por COVID-19 de un allegado, a través de los mensajes particulares publicados en Twitter durante el pico de la primera ola de la pandemia, en abril de 2020.

Los datos obtenidos se codificaron en 5 temas principales:

  • Restricciones: En uno de cada cuatro mensajes se hace mención a las restricciones de visitas, tanto en el hospital (especialmente en las UCI) como en el ámbito comunitario (especialmente en las residencias), así como a las debidas a la vulnerabilidad o estado de salud del doliente y las condicionadas por la limitación de desplazamientos en y entre poblaciones.
  • Final de vida: La expresión "morir sólo" aparece en la mitad de los mensajes y se remarca como un aspecto particularmente impactante, asociándose a una "muerte cruel", por más que se agradezcan los esfuerzos de los profesionales sanitarios por acompañar en lo posible al paciente en su final. En uno de cada tres, se asocia el verse privados de la posibilidad de despedirse con expresiones de profundo dolor. Asimismo, en el caso de haber podido emplear medios técnicos como las videollamadas, por más que se aprecie la oportunidad, son muchas las personas que no lo consideran un medio suficiente.
  • Impacto emocional: Las expresiones más comunes fueron tristeza (48.5% de los mensajes), ira o frustración (32%), desesperanza o desesperación (30%) y sentimiento de injusticia (28%). Las expresiones de ira se orientaron tanto hacia el propio virus como contra la inacción o ineficiencia de las medidas gubernamentales, así como hacia las instituciones sanitarias y lo profesionales por transmitir o por no diagnosticar la enfermedad, y también contra la gente en general, por no cumplir con las normas de confinamiento o control de la enfermedad. Fueron muchos para quienes la muerte de sus seres queridos tuvo un carácter súbito e inesperado, traumático e impactante. Y, en no pocos casos, se expresaron también remordimientos.
  • Disrupción del proceso de duelo: En uno de cada ocho mensajes, los dolientes refieren como fuente añadida de sufrimiento la falta de apoyo social tras el fallecimiento, por el carácter forzosamente atípico de funerales y otros rituales. Muchas personas expresaron frustración y tristeza por no haber podido brindar a su ser querido el funeral que deseaban y con la dignidad y respeto que merecían. Y, de nuevo, las adaptaciones tecnológicas vuelven a ser consideradas como un pobre sustitutivo de la asistencia en persona. Asimismo, la imposibilidad de ver el cuerpo o incluso de asistir a las honras fúnebres en los casos de autoaislamiento del doliente por ser también clínicamente vulnerable, se describe con tristeza y desesperanza, incluso como una vivencia de "tortura".
  • Función explícita del tweet: La función más habitual de los mensajes, no obstante, fue expresar apoyo a las medidas de contención y de distanciamiento social, así como transmitir condolencias y rendir tributo a la persona fallecida.

En mi opinión, este estudio debería suponer una seria llamada de atención, tanto de los profesionales sanitarios como de los gestores y responsables administrativos, pues muestra cómo las muertes por COVID-19 entran realmente en conflicto con las concepciones culturales de lo que supone una "buena muerte" y acerca de las prácticas tras la misma, así como permite comprobar el intenso impacto que parece tener sobre los procesos de duelo de muchas personas, con el riesgo más que probable de que se multipliquen los casos de duelo complicado.

A esto debemos añadir el gigantesco desafío que la pandemia ha venido suponiendo para el proceso de apoyo formal al duelo, con suspensión de los servicios profesionales específicos durante un largo período de tiempo, además de las limitaciones al apoyo del voluntariado en hospitales, que aún persisten en numerosos casos, lo que ha propiciado una tremenda bolsa de personas sin oportunidad de acceder a dichos servicios, a pesar del empleo de métodos remotos, en línea o telefónicos, que, si bien permiten aumentar las oportunidades de apoyo y suelen ser bien recibidos en especial por niños y jóvenes, añaden una sobrecarga difícil de asumir sobre los profesionales, a menudo con acceso limitado al equipo necesario y una capacitación limitada en su uso.

A la vista del tremendo número de víctimas y si consideramos que, en promedio, por cada fallecimiento se estima que hay 9 personas directamente afectadas por la pérdida, no debe extrañarnos que sean ya numerosos los expertos que alertan de un posible "tsunami" de sufrimiento y duelo patológico en caso de no abordarse adecuadamente esta situación, que podría llevar a un importante incremento de la morbilidad física y mental con serias repercusiones sobre los servicios asistenciales, ya que muy probablemente vendría a sumarse a otras consecuencias de la pandemia como el impacto a medio-largo plazo sobre las personas con enfermedades crónicas, por ejemplo.

Una de las principales enseñanzas que nos está dejando la pandemia es que la atención al duelo ha de dejar de ser, de una vez por todas, un asunto de escasa prioridad en las políticas de salud y pasar a ser considerada una parte integral de la provisión de cuidados sociales y sanitarios. El tiempo dirá hasta qué punto seremos capaces de adaptar nuestra asistencia para hacer frente con garantías a la situación y evitar otra grave amenaza sobre nuestro sistema sanitario.


domingo, 15 de agosto de 2021

Medicina Paliativa: medicina de frontera, en la esencia de la profesión

 "La muerte no es más que un punto en el horizonte, irreductible al poder de nuestro dominio, inaccesible a la ambición conquistadora de nuestra curiosidad"
Emmanuel Lévinas

"Nuestro objetivo final, después de todo, no es una buena muerte, 
sino una buena vida hasta el final"
Atul Gawande


Hace unos días, en animada conversación con un buen amigo y colega, recordábamos un ya clásico artículo de Marie-Charlotte Bouësseau en el que, partiendo de la interpretación del pensamiento de Emmanuel Lévinas y de otros filósofos, se describen los fundamentos y criterios éticos que justifican el desarrollo de los cuidados paliativos.

De acuerdo con el planteamiento de Bouësseau, el cuidado de las personas en situación de final de vida surgiría como un desafío ético frente a la moderna tecnomedicina, sustentado sobre dos aspectos fundamentales. Sería, en primer lugar, la expresión de un compromiso social y profesional ante las necesidades de los más vulnerables, que exige mantener la atención, la presencia y la búsqueda de medios para mejorar la calidad de vida por más que nos hallemos ante un pronóstico de supervivencia limitado en el tiempo.

Asimismo, representaría una propuesta alternativa frente a dos planteamientos polarizados que constituyen expresiones de un mismo peligro, que no es otro que la ilusión de una medicina omnipotente con dominio pleno sobre la vida. 

Se trataría, por un lado, de la actitud que Marcos Gómez Sancho denomina “activismo terapéutico sistemático”, estrechamente asociado a futilidad y conducente a distanasia, a obstinación terapéutica, que se fundamenta en la defensa de la vida como un bien absoluto en sí, aún en perjuicio de su calidad; y, por el otro, de la muerte médicamente asistida, eutanasia y suicidio asistido, cuya base es la defensa a ultranza de la calidad de vida, en perjuicio de la vida en sí.

Marie-Charlotte Bouëssau (Foto: José Ramón Ladra)

Resalta Bouësseau cómo la tecnocracia imperante en nuestra sociedad ha dado pie al progresivo desarrollo de una concepción científica fragmentaria y reduccionista en el acercamiento a la persona enferma que tiende a relegar a un segundo plano su autonomía y bienestar, con lo que ello supone de importante riesgo de despersonalización; y, en consecuencia, dado que cada vez nos es posible intervenir con mayor agresividad en los procesos de enfermedad, a concebir la ilusión de que, con el tiempo, todos los límites podrán ser superados.

Daniel Callahan (Foto: The Hasting Center)
Daniel Callahan
(Foto: The Hasting Center)

Así, y en palabras del gran Daniel Callahan, la medicina ha alcanzado un punto en que prácticamente contempla la muerte como una deficiencia biológica corregible, como un accidente reparable, menospreciando todo planteamiento que suponga restringir el uso del vasto armamento tecnológico disponible, cuyo potencial a menudo se fuerza hasta el máximo para intentar prolongar la vida de los sistemas orgánicos, sin tener en cuenta el bienestar de las personas a quien pertenecen.

La muerte, en suma, se rechaza como parte de la vida y es contemplada como derrota. Y, en este contexto, no pocos médicos hacen de la lucha contra ella su razón de ser, de modo que cuanto más medios tienen a su disposición y más convencidos están del deber de utilizarlos, más difícil les resulta aceptar las limitaciones de su poder.

Ahora bien, conviene no olvidar que la responsabilidad última de todo médico tiene un carácter dual, que debe perdurar durante todo el proceso asistencial: preservar la vida, sin duda, pero también aliviar el sufrimiento. Y ello compromete a una búsqueda continua de equilibrio entre los valores de un “ethos de la curación”, que exige el no darse por vencido, la perseverancia y también un cierto componente de dureza, y los propios de un “ethos de los cuidados”, centrado en la dignidad humana y que enfatiza una actitud solidaria entre paciente y profesionales sanitarios que resulta en una “compasión efectiva”, como ya se ha comentado con anterioridad en esta bitácora.

Según se va aproximando el final de la vida, en la medida en que la preservación de la vida se va haciendo progresivamente imposible, el alivio del sufrimiento adquiere cada vez mayor importancia. Pensemos que, en la fase terminal de su enfermedad, la persona percibe la amenaza del final de su vida, toma conciencia de que en breve va a abandonar para siempre a sus seres queridos y perderá todo lo que ha conformado su experiencia vital, asociándose a menudo un profundo temor acerca de cómo será ese final, temor que, con mucha frecuencia, hunde sus raíces en el calvario que han presenciado en familiares o amigos antes de morir. En este punto, si no le es posible contar con recursos adecuados para afrontar esta amenaza, continuará percibiéndola cada vez de forma más presente e intensa, lo que le provocará un sufrimiento profundo que va mucho más allá del propio malestar físico.

Es por ello que, como nos recuerda Jacinto Bátiz (@JBtiz), por más que seamos capaces de controlar médica y farmacológicamente la sintomatología clínica, la persona continuará sufriendo, pues la mayor parte del sufrimiento en este proceso final de la vida tiene que ver con aspectos emocionales, espirituales, existenciales, con la percepción sobre la propia enfermedad, sobre cómo interfiere en su trayecto vital, en su sentido de control y su probable significado, con su incapacidad para resolver los interrogantes más profundos de la vida. Todo aquello que conforma lo que, desde los albores de nuestra disciplina, conocemos como “dolor total”.

Concepto de "dolor total"

Nos encontramos ante un momento trascendental de la vida caracterizado por una enorme vulnerabilidad, por una atroz soledad interior y por una más que comprensible ambivalencia, en el que poder compartir los miedos, angustias y otras preocupaciones con alguien que ofrece la promesa de intentar ayudarle en ese enfrentamiento con lo desconocido, sin prejuicios y de una forma imaginativa, tiene para el paciente un indudable efecto terapéutico.

Muy al contrario, obcecarse en el vano intento de domesticar el morir y la muerte, puede convertir la agonía en una situación cruel, desproporcionada, injusta e inútil, tanto para el paciente como para su familia, de igual manera que, en el otro extremo, la falta de atención adecuada a las necesidades del enfermo y de su familia o el abandono sin más a la libre evolución del proceso; aspectos ambos de esa injustificable “incompetencia terapéutica del sufrimiento”, como la denomina Jacinto Bátiz, que atenta contra los más elementales principios de la praxis médica y que, de ninguna manera, puede tener cabida en una medicina verdaderamente humana.

Jacinto Bátiz

Así pues, la esencia de los cuidados paliativos no es sino una preocupación permanente por la calidad de vida de la persona, entendida como un valor hasta el final de sus días que está vinculado tanto con la condición de vida individual, a menudo malherida por la propia enfermedad y su abordaje terapéutico, como con la expresión de su dignidad, con la posibilidad de afirmarla a pesar de su dependencia y debilidad y sin renunciar a su derecho a la autonomía, todo lo cual hace posible construir un sentido para su historia vital, allí donde en apariencia no hay tal. 

Nos recuerda Bouësseau que, por su carácter de “frontera” por excelencia en nuestro camino como humanos, la muerte cumple la función esencial de ayudarnos a dar sentido a todo lo que nos mueve internamente, a nuestra vida y expectativas; ser conscientes de nuestra finitud, de hecho, nos ayuda a vivir una existencia más auténtica. 

Ahora bien, para las personas, en general y más aún cuanto más próximo se percibe su final, la vida tiene sentido en tanto es una historia, en términos de un todo, cuya amplitud, como puntualiza Atul Gawande (@Atul_Gawande), viene determinada por los momentos significativos, aquellos en los que algo sucede. En consecuencia, asumir la responsabilidad de cuidar a quien se está acercando a la muerte, y a su familia, supone también buscar maneras de engranar esta última etapa con el continuo del proceso vital y la historia personal, de modo que ayudemos a que esa construcción de sentido sea realidad.

Y es llegado este punto donde se revela de una forma definitiva la condición eminentemente cualitativa de nuestra disciplina, mucho más preocupada por el “cómo” que por el “cuánto”, explícitamente orientada la persona y centrada en dar respuesta a la complejidad de sus necesidades y aspiraciones, que no lucha en contra del tiempo, sino que lo respeta y trata de dotarle de mayor densidad, y que, por su enfoque integral, permite modificar la relación con el cuerpo, que deja de contemplarse como algo fragmentado y reducido casi a objeto.

Emmanuel Lévinas

En este verdadero tránsito desde un conocimiento centrado en el intento de dominio de la vida, de la muerte y del cuerpo a otro orientado a la búsqueda de sentido de la persona, el elemento fundamental para Bouësseau es una “deferencia respetuosa”, una actitud de acompañamiento fundamentada en la paciencia y en la compasión, entendida ésta como la capacidad de compartir el sufrimiento del otro con una intención proactiva de ayuda (compassio, de cum más patior, “padecer con”), desde el reconocimiento y reivindicación de la dignidad de la persona precisamente en su máxima vulnerabilidad y no sólo en su fuerza, en el convencimiento de que la vulnerabilidad humana nunca es indigna mientras alguien sea capaz de acogerla, de aceptarla sin condiciones en su singularidad.

Este conocimiento orientado a la creación de sentido y, por tanto, a la afirmación de la dignidad humana como principio absoluto, se fundamenta en la preeminencia de la alteridad, concepto que Lévinas define como la capacidad de alternar o cambiar la propia perspectiva, de ponerse en el lugar del otro, haciendo posible establecer relaciones basadas en el diálogo, el respeto, la tolerancia y en la valoración y aceptación de las diferencias existentes, y no sólo de la semejanza. No debe sorprender, por tanto, que esta alteridad pueda ser considerada la base de nuestra identidad humana y la expresión máxima de una libertad responsable.

Desde esta perspectiva, el proceso de morir puede ser un espacio en el que la trascendencia de la persona se nos haga patente precisamente a partir de su vulnerabilidad, dependiendo de nosotros contribuir a que sea un tiempo de intercambio y reconciliación en el que se elabore el duelo, se entretejan los recuerdos compartidos por el paciente y sus seres queridos, se haga memoria y se abra la posibilidad de perdón.

Coincido plenamente con la opinión de Bouësseau de que necesitamos seguir luchando para transformar la cultura médica de modo que se reconozca naturalmente en la enfermedad avanzada y terminal un sentido de límite, sin que ello conlleve connotación alguna de pasividad, resignación prematura ni derrotismo ante la enfermedad, sino tan sólo desde la aceptación de nuestra finitud y de que llega un momento en que los profesionales debemos dejar de lado la fantasía de milagro médico y centrarnos en el trascendental asunto de ayudar a vivir, y a morir, con una enfermedad incurable.

Toda actuación profesional en medicina requiere siempre un compromiso con nuestros valores esenciales, con la ciencia médica y con los enfermos, cuyos intereses deben situarse siempre por encima de los nuestros. Y ello exige tratar a cada paciente como único e irrepetible, hacer todo lo posible para asegurar que reciba una atención adecuada a sus necesidades y a las de su entorno familiar, reales y potenciales, procurando su bienestar, ayudándoles a mejorar su calidad de vida, previniendo y abordando su sufrimiento, acompañándoles durante todo el proceso, cuidándoles y consolándoles cuando la curación no es posible, brindándoles los cuidados físicos, psicológicos, sociales y espirituales que les permitan llevar hasta el final una vida lo más cercana posible a la normalidad, con la máxima independencia y libertad, y vivir con sentido de dignidad su proceso de final de vida hasta morir en paz.

Porque, desde los albores de nuestra profesión, el buen cuidado tiene que ver con confortar, explicar y escuchar, con estar presente cuando se es necesario, compartiendo con quien sufre su humanidad, con todas sus debilidades, máxime cuando afronta el viaje más solitario de su vida. Principios ancestrales, mantenidos en la filosofía de la atención paliativa, incluso más allá de las presiones sociales, políticas o económicas propias del complejo y cambiante entorno en que nos ha tocado vivir; principios que constituyen la esencia más preciada de nuestro quehacer.

(Foto: gettyimages.com)

domingo, 18 de abril de 2021

El deseo de vivir, como indicador a considerar en la valoración del sufrimiento espiritual-existencial


"Pensé que me estaba muriendo. Y esa idea me llenó de una extraña y oscura esperanza"
Gabriel García Márquez


El bienestar de las personas frágiles y vulnerables que se ven sometidas a los demoledores efectos de una enfermedad avanzada y terminal depende del acceso a unos cuidados multidimensionales, coordinados, sostenibles y orientados a la autonomía relacional, que hagan posible la prevención y alivio del sufrimiento desde el reconocimiento y respeto al valor intrínseco de cada persona como individuo único.

En este sentido, la identificación de los factores que pueden causar sufrimiento espiritual-existencial y la activación de los recursos psicosociales con potencial para mejorar la calidad de vida de estas personas y sus familias va ganando progresivamente importancia tanto en la práctica clínica como en la investigación en cuidados paliativos. El establecimiento de una comunicación abierta sobre las condiciones emocionales, la vivencia de enfermedad y su afrontamiento o el sentido de la vida, entre otros aspectos, así como el estudio de indicadores relacionados con la percepción subjetiva de bienestar o sufrimiento, constituyen aspectos importantes del abordaje paliativo, necesariamente centrado en la persona y orientado a recursos.

Uno de estos indicadores, el deseo de morir, asociado o no a intención de adelantar la muerte, ha despertado el interés de clínicos e investigadores en las últimas décadas, en buena parte debido a la dificultad para abordarlo. Por el contrario, el estudio del deseo de vivir se ha visto dificultado por una cierta falta de coherencia conceptual que le ha condenado a un segundo plano hasta hace relativamente poco tiempo, y ello a pesar de que, ya en los años 80 del pasado siglo, Sol Levine promulgó su "paradoja de la discapacidad", al comprobar que personas con enfermedades graves y limitaciones funcionales significativas pueden continuar refiriendo una alta calidad de vida.

El deseo o voluntad de vivir constituye una dimensión compleja y multifactorial de la experiencia de final de vida y un importante indicador de bienestar subjetivo. Se ha definido como la expresión psicológica de la motivación existencial, del compromiso personal, por vivir y el deseo de continuar viviendo, que incluye componentes tanto innatos o instintivos como cognitivos. Su autoconciencia surge al percibir la proximidad del final de la propia vida y, a diferencia de la simple motivación por la longevidad personal, que tiene que ver con la expectativa de vida preferida y explora cómo nos proyectamos hacia el futuro, se focaliza más en el presente. 

También es diferente del simple gusto por disfrutar de la vida, por vivir bien y, en contra de lo que podría pensarse y aunque se encuentren relacionados, no es simplemente lo opuesto al "deseo de morir" y, de hecho, ambos pueden coexistir en la misma persona. Estamos, por tanto, ante un fenómeno complejo y dinámico, que puede fluctuar y cambiar a lo largo del tiempo, incluso en la cercanía de la muerte.

Al igual que la calidad de vida, el deseo o voluntad de vivir se incardina en la profundidad del ser individual y viene conformado por la suma de las más íntimas dimensiones biopsicosociales y espirituales de la persona. No debe extrañar, por tanto, que se vea sólo parcialmente influido por condicionantes internos y externos y que, mientras que factores relativos al estatus socioeconómico o educacional no parecen tener un efecto importante sobre él, no ocurre lo mismo con variables psicológicas como la resiliencia o la satisfacción con la vida.

Para intentar evaluar la prevalencia y factores asociados con el deseo de vivir en personas con enfermedad avanzada, Julião et al. han analizado retrospectivamente los datos de 112 pacientes oncológicos adscritos a una unidad especializada de cuidados paliativos.

De acuerdo con sus resultados, coincidentes con la evidencia previa disponible, la mayor parte (60.7%) mantenía un fuerte deseo de vivir, lo que parece indicar que es algo que tiende a sustentarse por sí mismo incluso ante la inminencia de la muerte. Se trataría, en general, de personas que reciben cuidados de confort que alivian su sufrimiento mientras se esfuerzan por mantener el sentido vital desde una conexión genuina y reconciliación con lo que se es, con su proyecto de vida, y valoran el momento presente como un trance único de ser y vivirse desde una expresión plena y auténtica en relación con los demás.

Por el contrario, prácticamente una de cada tres personas referían un débil deseo de vivir, y son éstas las que podrían considerarse más vulnerables ante la alternativa de poder adelantar su muerte. No en vano, se sabe que el deseo de vivir se asocia inversa y significativamente con el "deseo de morir", así como con tentativas de suicidio y síntomas depresivos, todos ellos mediadores importantes a la hora de solicitar adelantar la muerte.

Analizando más en profundidad los resultados, en relación a factores sociodemográficos y clínicos, un deseo de vivir débil se asocia significativamente con:

  • Una menor probabilidad de mostrar una adecuada adaptación a su enfermedad (35.5%)
  • Una mayor probabilidad de sentirse una carga para los demás (96.8%)
  • Un mayor respaldo al deseo de morir (59.4%)

Es remarcable que no se observaron diferencias significativas entre los diferentes grados de deseo de vivir y variables como: edad, sexo, estado civil, número de hijos, religión, apoyo social, vivir solo o acompañado, tipo de cuidador principal, seguimiento previo paliativo y psicológico y duración del mismo, tipo de diagnóstico y tiempo transcurrido desde el mismo, lugar preferido de fallecimiento, conocimiento del pronóstico, presencia de conspiración de silencio, existencia de directivas anticipadas, visitas a urgencias, hospitalizaciones y número de visitas domiciliarias del equipo paliativo. 

Por lo que respecta a los factores psicosociales, las personas con un deseo de vivir menos robusto refirieron con mayor probabilidad sentimientos de depresión (86,7%) y ansiedad (75%), observándose diferencias estadísticamente significativas en la puntuación de la subescala de ansiedad de la Hospital Anxiety and Depression Scale (HADS), pero no así en la de depresión.

En relación con los factores físicos, quienes refirieron un inferior deseo de vivir mostraron una asociación significativa con mayor intensidad de dolor y peor bienestar autoevaluado. 

A pesar de las limitaciones debidas a las características de diseño del estudio, estos hallazgos sugieren la utilidad de la valoración del deseo de vivir como parte del abordaje práctico del sufrimiento espiritual-existencial. No en vano, existe actualmente un suficiente cuerpo de evidencia que nos permite su inclusión en nuestra rutina clínica para promover una atención paliativa de mayor calidad. 

Así, ante la debilitación del deseo de vivir al aproximarse la muerte, los autores llaman la atención sobre la necesidad de implementar una estrategia amplia que asegure que todos los pacientes en esta situación tengan acceso a unos cuidados de final de vida adecuados, que no pasen por alto esta faceta del sufrimiento.

En un momento como el actual, ante la inminente irrupción de la muerte médicamente asistida como alternativa asistencial, no cabe duda de que nuestro compromiso con la búsqueda de la excelencia en los cuidados paliativos debe ser aún más fuerte. Y el abordaje del sufrimiento espiritual-existencial en absoluto puede quedar en un segundo plano.


domingo, 7 de febrero de 2021

La "campana del superviviente", una moda a erradicar

"Pero querer el bien no es lo mismo que hacer el bien; por eso, aunque a veces se confundan, benevolencia no es lo mismo que beneficencia”
Salvador Centeno

"Campanas -qué metáfora-
o cantos de sirena
o cuentos de hadas
cuentos del tío -vamos.
Simplemente no quiero
no quiero oír más campanas".
Idea Vilariño

"Hay sonrisas que hieren como puñales"
William Shakespeare


Corría el año 1996 cuando Irve Charles Le Moyne, contraalmirante de la Marina estadounidense, al terminar el tratamiento radioterápico para el cáncer cervical que padecía, decidió donar al centro sanitario en donde había sido atendido la campana de bronce de su barco junto con un poema, dando origen al ritual de tocarla tres veces, en compañía de familiares, personal médico y otros pacientes, para celebrar el haber llegado al final de la terapia.

Desde entonces, esta práctica se ha propagado por todo el mundo, como un ritual compartido de alegría y esperanza ante la posibilidad de vencer al cáncer, a modo de cierre simbólico del arduo proceso del tratamiento específico, ya superado, para dar paso a una nueva etapa vital más positiva y plena.


Suele considerarse que este pequeño gesto ayudaría a los pacientes a centrar su atención, a contextualizar y organizar esa impactante experiencia vital, permitiéndoles dotar de nuevos significados al proceso de enfermedad y a su propio proyecto vital, mitigando el dolor de quienes participan en él y restaurando los sentimientos de control.

Al tiempo, también se cree que, por el hecho de hacer partícipes a otros pacientes, compañeros de camino y sufrimiento, representaría una fuente de esperanza, al trasmitirles que un día ellos también podrán encontrarse en ese mismo lugar, aliviando la ansiedad que conlleva el tratamiento y animándoles a perseverar en su esfuerzo. Y, de igual manera, fortalecería la unión entre pacientes, acompañantes y personal sanitario, además de contribuir a cambiar la percepción que la sociedad tiene sobre la enfermedad.


El momento en que una persona llega al final del tratamiento oncológico activo marca, sin duda, un hito relevante en el curso de la vivencia de la enfermedad y conlleva una enorme carga emocional asociada. En parte por ello, supone también una ventana de oportunidad para asegurar una transición ventajosa en términos de calidad de vida a quienes llegan hasta allí. Para los oncólogos, suele ser habitual referirse a ese momento en términos positivos como "graduación", mientras que, por el contrario, los pacientes a menudo describen sentimientos de temor o abandono, al vivirlo como una transición desde los cuidados activos a una fase más pasiva en el abordaje de la enfermedad.

Más aún, se sabe que quienes superan el período de tratamiento activo, los denominados "supervivientes", han de afrontar importantes desafíos a largo plazo en términos psicosociales, presentando una peor funcionalidad social y un mayor deterioro de su salud psicoemocional, que les lleva a consumir medicación psicotrópica más frecuentemente que la población general.

En este contexto, debemos tener también en cuenta que la ceremonia del toque de campana contiene todos los ingredientes necesarios para convertirse en un recuerdo permanente para los pacientes, pues incluye su participación activa en un hecho de carácter único y de enorme importancia personal.


Se trata, no obstante, de un rito sometido a controversia, siendo cada vez más las voces de pacientes y expertos que se alzan en su contra, al considerarla inadecuada. Ciertamente, el fin de la terapia activa puede constituir un momento biográfico importante, pero no supone necesariamente el final del tratamiento ni de los efectos adversos para muchos. En cada sala de infusión también hay otras personas cuyo cáncer se ha extendido, que nunca finalizarán su tratamiento, que no podrán "vencer" a la enfermedad, que simplemente tratan de prolongar su vida a expensas de tremendos efectos secundarios, y para quienes este ritual puede tener un impacto emocional demoledor, al recordarles lo desafortunados que son, ahondando su sufrimiento.

Más aún, parece que tampoco los pretendidos efectos beneficiosos sobre los principales protagonistas serían tan universales como pretenden sus defensores. Así, en un estudio realizado sobre más de 200 pacientes, Williams et al. han analizado el impacto psicológico que provoca dicha ceremonia, observando que los pacientes que celebraron de esa forma el fin de su tratamiento evocaron el mismo con un significativamente mayor nivel promedio de angustia y sufrimiento, y que dicho recuerdo empeoraba más aún con el paso del tiempo, en comparación con aquellos que no la realizaron, y ello con independencia del tipo de tumor y esquema de tratamiento seguido o de la analgesia pautada para el control sintomático, entre otros posibles factores de confusión.

Los autores sugieren que la ceremonia de la campana crearía un "recuerdo destello", un tipo de recuerdo muy nítido y duradero, en el que las conexiones entre memoria y emoción anclarían este hecho más con el sentimiento negativo de "haber sido tratado de cáncer" que con el positivo de "haber superado el tratamiento".

Debe tenerse presente que el distrés psicológico asociado al cáncer a menudo es el resultado de una compleja interacción entre los múltiples estresores que se han de ir enfrentado durante la trayectoria de la enfermedad y los mecanismos de regulación emocional implicados, con la intervención de factores tanto individuales como contextuales, como pueden ser:

  • Tipo de tumor, siendo mayor en los cánceres de pulmón, ginecológicos o hematológicos, y estadio, mayor en la enfermedad avanzada.
  • Género femenino, situación personal (no vivir en pareja) y edad inferior a 50 años.
  • Estar siguiendo tratamiento activo, en especial quimioterapia, o presentar mayor carga sintomática.
Y se trata de un una condición nada despreciable, pues pueden observarse niveles elevados de distrés en más de la mitad de los pacientes, y hasta en uno de cada tres "supervivientes" pueden mantenerse crónicamente incluso durante años, aumentando significativamente el riesgo de depresión y afectando en gran medida tanto a los resultados clínicos como a la calidad de vida.

En mi opinión, y al igual que sucede con el empleo del lenguaje bélico-heroico, estamos ante un claro ejemplo de mala práctica, por más que se plantee con buenas intenciones, que puede tener un considerable impacto negativo, tanto sobre los participantes activos como, muy especialmente, sobre los testigos involuntarios del acto.

Existen algunas alternativas  propuestas, como trasladar la ceremonia al inicio del tratamiento, a modo de símbolo del comienzo del camino, un momento de alta tensión emocional y en el que, ahí sí, podría contribuir a restituir el sentimiento de control perdido tras el diagnóstico de cáncer, proporcionando un recuerdo positivo y duradero.

Aunque, desde luego, siempre podría recurrirse a ceremonias más tranquilas y discretas, como la entrega de un pequeño obsequio o certificado de recuerdo, sensibles y respetuosas hacia el proceso de afrontamiento y las emociones de los demás pacientes.

Estoy convencido de que es esta una moda innecesaria, perfectamente prescindible, que aún estamos a tiempo de erradicar. Seamos activistas, sí, pero de la compasión. No nos limitemos a adoptar sin más cualquier iniciativa, sino analicemos previamente cada una desde el esfuerzo por imaginar y respetar aquello por lo que los otros están pasando, por asegurar que cuanto hagamos contribuya a mejorar su situación y, desde luego, que no estemos agravando inadvertidamente su sufrimiento.

Jamás olvidemos que, como escribió Judy Blume, nuestras huellas no desaparecen de las vidas que tocamos.

jueves, 7 de enero de 2021

La mirada paliativa: ¿con ojos infantiles?


"Saber asombrarse es lo que hace al hombre""
Jeanne Hersch

"Sabio es aquel que constantemente se maravilla"
André Gide

"A los ojos de un niño, no hay siete maravillas en el mundo; hay siete millones"
Walter E. Streightiff

¿Cuándo fue la última vez que nos paramos extasiados a contemplar lo que nos rodea?, ¿con qué frecuencia algo súbito e inesperado nos sorprende, conmueve y maravilla hasta el punto de hacernos sentir como si resonara en nuestro interior?; ¿quizá al observar una obra de arte, o al escuchar una composición musical, al visitar un enclave monumental, o al percibir la majestuosidad de un paisaje?. Pero, ¿y qué sucede en nuestro quehacer cotidiano?; ¿acaso no estamos expuestos continuamente a nuevas y desconocidas vivencias?, ¿de verdad no hacemos, vivmos, algo nuevo cada día?.

No es difícil evocar un tiempo, más o menos remoto, en el que prácticamente a cada instante algo esencial, delicado y mágico nos fascinaba, en el que nuestro mundo era una continua aventura, llena de oportunidades singulares para descubrir y compartir. Esa casi ilimitada capacidad de asombrarse de los niños es la chispa que enciende la curiosidad, la necesidad inherente a nuestra naturaleza humana de seguir descubriendo el mundo que nos rodea pues, desde que nacemos, somos buscadores y exploradores activos, y lo somos por pura y simple supervivencia, porque estamos evolutivamente programados para sobrevivir en un entorno social, volátil y cambiante.

La curiosidad es, por tanto, un impulso motivador natural e interno, aunque se ve muy influido por algunas características de los estímulos externos, como la novedad, la imprevisibilidad o la complejidad que, al modificar nuestras expectativas, hacen necesaria una adaptación. El asombro refleja la respuesta emocional a ese estímulo y pone en marcha la capacidad de acercarse con impulso despierto y vivo, en palabras de José Carlos Ruiz, a la reflexión, al cuestionamiento, llevándonos al deseo de profundizar en aquello que nos ha fascinado. 

Asombro, curiosidad y cuestionamiento son los tres elementos esenciales del pensamiento crítico, la esencia de un impulso que es una puerta abierta al aprendizaje y al conocimiento, uno de los recursos fundamentales con que contamos para crecer y desarrollarnos como personas y que, en suma, es lo que nos ha traído al lugar que ocupamos en el planeta como especie.

Más aún, el asombro genera múltiples efectos fisiológicos, relacionales, anímicos y afectivos que condicionan un sentido aumentado de la conexión con otros y estimula la coordinación y cohesividad grupal, al tiempo que disminuye la estimación de la importancia individual. Es, pues, una emoción prosocial que, adicionalmente, promueve la generosidad y el deseo de ayudar a los demás, valores todos ellos cruciales en un profesional sanitario.

La capacidad de apreciar la belleza y la excelencia, de asombrarnos ante lo ordinario, nos conecta también con la trascendencia, con la sensación de estar unidos a algo más grande que nosotros en cuanto a propósito y significado, la virtud que nos recuerda nuestra pequeñez pero que, al mismo tiempo, también nos eleva por encima de la insignificancia. Al reconocernos humildemente en una posición de inferioridad ante el conocimiento, pues nadie tiene el saber absoluto, podemos optar por ignorarlo o bien por intentar entender aquello que se nos escapa y aprender. Y no olvidemos que, en nuestra labor diaria, cada uno de nuestros pacientes es experto en su vivencia única de enfermedad y una fuente de lecciones sobre cómo ver y afrontar la vida.

No hace mucho tiempo, tuve la fortuna de leer una deliciosa reflexión, en la que tres paliativistas, Miguel Julião, Matías Najún y Ana Bragança, reivindicaban, desde su experiencia personal, la importancia de recuperar la capacidad de asombro como parte fundamental del currículo del paliativista que, nos dicen, es en buena parte una colección perpetua de lugares, palabras, silencios, instantes, impresiones e historias de vida; en suma, un cofre repleto de asombros.

Y es que, ciertamente, los valores de los cuidados paliativos se anclan en el encuentro, sincero y abierto, con los aspectos profundos y latentes de las vidas de los pacientes, más allá de su estado, de sus propias condiciones de enfermedad; valores intangibles que, como dice Twycross, se expresan en acciones concretas que transmiten la aceptación incondicional y la afirmación como persona, en su globalidad y complejidad, de nuestros pacientes.

Esta intangibilidad, conjunto inmaterial de ideas, consideraciones e ideales que nos impulsan a ser mejores, a buscar la excelencia en nuestra atención, a ver el valor máximo en cada historia de vida a la que tenemos el privilegio de asomarnos, tiene también su reflejo en la importancia que el paciente otorga a sentirse cuidado, a poder recuperar la individualidad a partir de las sombras de la vulnerabilidad y desaparición social asociadas a su condición de enfermo, estableciéndose una conexión bidireccional que impronta, de vuelta, su huella en nosotros.

Imagen: Mark Tamer

Capacidad de asombro, conexión con la trascendencia y puerta abierta a la intangibilidad. Probablemente, aquí resida el secreto de la verdadera atención centrada en la persona, de una relación auténtica y basada en la confianza que asegure la armonización de las intervenciones con las creencias, valores, deseos y expectativas de pacientes y familiares. Es por ello que la medicina en su conjunto, y los paliativistas en especial, haríamos bien en reclamar y reaprender la importancia de la admiración, de la sorpresa, y esforzarnos por ser diligentes en la práctica del asombro en cada encuentro clínico.

En el ejercicio de nuestra actividad como paliativistas, la capacidad de asombro nos ayuda a percibir el profundo respeto por cada vida, basada en su dignidad y en su carácter único e irrepetible. Nuestros pacientes tienen derecho a transmitirnos sus relatos vitales más allá de su situación y condición clínica, y el asombro nos regala la oportunidad de captar momentos singulares y contribuir a la construcción de su legado de vida.

Ahora bien, en un entorno que tiende a ser cortoplacista y resultadista y que muchas veces se nos revela como gris y escasamente inspirador, la saturación y sobreestimulación, la falta de tiempo, la sobrecarga de trabajo y las preocupaciones, el hábito y la costumbre de lo cotidiano, han ido haciendo mella progresivamente en nuestra capacidad de asombrarnos, anestesiándonos emocionalmente. El asombro lo relacionamos con algo muy excepcional, con lo que dejamos de buscarlo en lo cotidiano y miramos a la realidad como si ya lo hubiéramos visto, experimentado y conocido prácticamente todo, protegidos por lo que creemos es una distancia segura.

Esta falta de sensibilidad al asombro nos aparta del estado de curiosidad hacia aquello que queda más allá de nuestros ojos, convirtiéndonos en meros testigos aletargados, como si viviéramos con una especie de piloto automático permanentemente conectado, de una visión meramente fugaz de cuanto nos rodea. Y la práctica de la medicina no es en absoluto ajena a esta situación.

La mirada paliativa requiere asombro y entusiasmo, pasión y compasión, volver a aprender a mirar con el corazón, para poder ver lo esencial. Es tiempo, por tanto, de intentar retornar a la emoción de los primeros encuentros con la primordial e intangible realidad de la vida, de recuperar de nuevo la amplitud de miras y el estado de alerta ante los matices de lo cotidiano, de mantener la curiosidad por un mundo en el que siempre hay cosas por las que maravillarse, asombrarse y preguntarse los porqués, de contribuir con nuestro empeño a desarrollar una nueva cultura médica que haga aflorar uno de sus más preciados objetivos como es cuidar genuinamente de los demás.

Despertar nuestra capacidad de asombro exige, sin duda, una buena dosis de predisposición y aprendizaje para desarrollar una actitud mantenida de conciencia receptiva hacia cualquier disrupción de nuestra rutina que nos invite a descubrir la singularidad de momentos, personas y relatos. En este sentido, practicar la conciencia del momento, con apertura y curiosidad intelectual, en cualquier instante y lugar; aprender de nuestros pacientes a centrarnos más en nuestro "modo de ser" más que en nuestro "modo de hacer", a ser capaces de sentir alegría en nuestra labor cotidiana y consuelo en los momentos más adversos; y aprender a identificar y sentir nuestras emociones, sin autojuicios ni culpabilización, evitando el efecto deshumanizador de pensar que la expresión emocional es poco profesional, son algunos métodos propuestos por los expertos que pueden resultar de utilidad.

Sea como fuere, y parafraseando a Julião, Najún y Bragança, si conseguimos viajar a través de las vidas de nuestros pacientes, pintar ese último retrato de las mismas, asombrarnos ante las cosas sencillas de la vida como cuando éramos unos críos, si nos esforzamos en cultivar nuestra capacidad de asombro, podremos humanizar mucho más nuestra rutina y, de esta forma, retornar a la esencia de la medicina, de los cuidados paliativos, y al corazón de nuestras propias vidas.

¿Aceptamos el desafío?




domingo, 20 de diciembre de 2020

Muerte médicamente asistida: Nuevos desafíos, compromiso reforzado

 
"Hay dos modos de afrontar las dificultades: 
o cambias las dificultades o te cambias a ti para hacerlas frente"
Phyllis Bottome

"Ningún mar en calma hizo experto a un marinero"
Proverbio inglés


Los paliativistas desempeñamos un importante papel a la hora de explorar y facilitar los deseos y preferencias de las personas a nuestro cuidado en relación al final de vida y, con la aprobación de la ley que incluye la eutanasia y el suicidio asistido en la cartera de servicios del sistema nacional de salud, este aspecto va a tener que incorporarse a partir de ahora en las conversaciones sobre planificación de cuidados.

Como sucede en otros países, estamos ante un asunto tremendamente polarizado, que sitúa en el punto de mira la relación entre cuidados paliativos y muerte médicamente asistida y, más concretamente, el papel específico al respecto de los profesionales implicados. 

En este sentido, se ha hecho algún intento por clarificar los mecanismos de esta relación allí donde se han implantado leyes similares, lo que ha permitido constatar una gran variedad de modelos tanto entre diferentes países como entre regiones de los mismos, si bien no es mucho lo que se sabe acerca del impacto de la introducción de esa legislación sobre la práctica de la atención paliativa en el día a día.

En Canadá, cuya legislación sobre muerte asistida está en vigor desde junio de 2016, Mathews et al. han analizado este efecto a través de las opiniones de 23 paliativistas (13 médicos y 10 enfermeras) que venían desempeñando su actividad en diversos recursos hospitalarios y comunitarios con acceso a la muerte asistida durante al menos 6 meses antes y después de la entrada en vigor de la legalización de la misma.

A partir de los resultados de su análisis, los autores identifican un total de 6 aspectos principales en que la implantación de la muerte médicamente asistida puede condicionar la práctica paliativa:

  • En primer lugar, su propio carácter de alternativa controvertida a la muerte natural que, al desencadenar visiones enfrentadas, parcialmente influidas por las opiniones personales previas a su legalización, podría repercutir muy negativamente sobre la calidad del proceso de morir y del duelo. Así en el estudio se remarca, por ejemplo, la aparición de importantes tensiones en las relaciones entre los pacientes que solicitan la muerte asistida y aquellos de sus familiares que no son capaces de empatizar con esa decisión y aceptarla.
  • En segundo lugar, el efecto de la normativa como factor de dificultad para mantener las estrategias tradicionales de control de síntomas, en particular en lo relativo a la necesaria retirada de toda medicación que pueda causar sedación y/o confusión a fin de poder asegurar la máxima capacidad de consentimiento en el momento de comenzar el procedimiento de muerte asistida. Esta dificultad para poder ofrecer un control sintomático óptimo puede suponer un incremento importante en la carga emocional de pacientes y profesionales.
  • Seguidamente, la obligada aparición de nuevos desafíos en la comunicación, incluyendo cómo determinar el momento y curso temporal más adecuado para el procedimiento de la muerte asistida. A este respecto, son muchos los pacientes que desearían retardar el momento de para poder pasar más tiempo con sus familias, pero les preocupa que si esperan demasiado puedan ser finalmente declarados no aptos para consentimiento por causa del deterioro cognitivo terminal, pues sólo en torno a un 20% de los canadienses tienen redactado un documento de voluntades anticipadas. Asimismo, muchos participantes describen importantes dilemas éticos y morales a la hora, por ejemplo, de abordar la muerte asistida como alternativa cuando no lo ha planteado previamente el paciente, por temor al efecto que podría tener en pacientes vulnerables así como sobre la confianza de los familiares.
  • Otro punto importante a tener en cuenta es el impacto emocional y personal adicional sobre los profesionales, que puede ser intenso y duradero, y con posibles interferencias sobre la relación asistencial. La irrupción de la muerte médicamente asistida, por sí misma, es percibida por muchos profesionales como algo tremendamente exigente en términos emocionales, lo que vendría a añadirse a la habitual sobrecarga de los enormes desafíos existenciales y afectivos intrínsecos que conllevan los cuidados de personas vulnerables y necesitadas en el proceso de morir, de la importante tensión interna que produce la lucha por equilibrar el autocuidado con el autosacrificio requerido para tan tremenda responsabilidad, 
  • Asimismo, el cambio en la relación entre paciente y paliativista, que tiende a complicarse cuando los pacientes y sus familias interpretan que los cuidados paliativos incluyen necesariamente la muerte asistida, poniendo serias trabas en ocasiones a la edificación de la necesaria confianza, base de nuestro trabajo. En este sentido, llama poderosamente la atención la duda u oposición de muchos participantes a ser identificados como objetores de conciencia, a pesar de tener reparos de índole moral o religiosa, porque consideran que dicha identificación puede ser un factor añadido de estigmatización que complique aún más su relación con los pacientes.
  • Y, por último, pero no de una menor trascendencia, la distracción efectiva de recursos paliativos, médicos y de enfermería, que se han de dedicar específicamente a la preparación e intervención en el proceso de muerte asistida, detrayéndose de la atención a otras necesidades y sobrecargando una actividad ya situada bastante al límite por la escasez de recursos.


A la vista de estos resultados, y a pesar de las limitaciones metodológicas que condicionan su extrapolación, parece que la implantación de la muerte médicamente asistida podría conllevar un impacto nada despreciable en nuestra práctica profesional, máxime si tenemos en cuenta la situación actual de la atención paliativa en España, en un nivel de calidad y disponibilidad de recursos muy inferior al existente en Canadá, tanto en general como en particular en el entorno en que se realizó el estudio.

Más allá de las importantes dudas que me siguen suscitando no sólo la forma en que se ha planteado en España la tramitación del proyecto de ley sino también algunos aspectos de su aplicación práctica en el contexto actual, tengo claro que el afrontamiento de los nuevos retos a que nos vamos a ver enfrentados a partir de ahora va a hacer necesario el desarrollo de estrategias de soporte profesional, en forma de programas específicos de comunicación avanzada que aborden en detalle las conversaciones en torno a la muerte médicamente asistida, así como de servicios de apoyo bioético a la toma de decisiones y de medidas de ayuda suplementarias para hacer frente al posible distrés moral, entre otras.

Por otra parte, y en el actual marco de rápido aumento del envejecimiento y de la comorbilidad crónica, con vergonzosas carencias, inequidades y agravios territoriales en el acceso a la cobertura sociosanitaria, y aún con una nada despreciable estigmatización de nuestra disciplina, visible entre otros modos a través de la pírrica implantación de la atención paliativa en fases tempranas de la enfermedad avanzada, me parece que es momento de un mayor esfuerzo por reivindicar los lazos existentes entre cuidados paliativos, justicia social y derechos humanos.

El derecho a la salud, entendido como derecho a un adecuado nivel de bienestar físico, emocional y social, incluye necesariamente la potestad de acceso equitativo a una atención paliativa de calidad. En este sentido, y dado que hablamos de poblaciones tremendamente vulnerables, no parece posible garantizar una real autonomía de decisión si, al tiempo que se articula la provisión de la muerte asistida, no se asegura el acceso efectivo a otros recursos de apoyo socio-sanitario que permitan abordar las necesidades complejas de las personas afectadas con el máximo respeto a sus valores, deseos y prioridades.

En este punto, y ante el escaso compromiso al respecto por parte de las diferentes y sucesivas administraciones, creo que todo esfuerzo dirigido a mejorar esta situación debe pasar por potenciar lo más posible la sensibilización, el conocimiento y la participación de la sociedad con respecto al significado y los beneficios de los cuidados paliativos, pues siguen siendo, aún hoy, grandes desconocidos para la población. Sólo así se podrá aumentar su capacidad para interesarse por ellos, para reclamar su acceso y para movilizarse en su propio entorno social y familiar a fin de optimizar la calidad de la asistencia recibida. Y quizá sólo así, se genere una suficiente presión social que haga posible por fin que se dote económicamente a las inertes estrategias territoriales de cuidados paliativos. 

Coincido plenamente en que, como bien señala Darren Cargill, los cuidados paliativos necesitan, en términos generales, una mejor política de relaciones públicas. Pero también creo que una de las mejores estrategias en este sentido probablemente sea que, además de contribuir activamente en las actuaciones que pongan en marcha nuestras organizaciones profesionales, quienes nos dedicamos a esta labor redoblemos nuestro esfuerzo por actuar como comprometidos "embajadores de marca", tanto mediante la calidad en nuestra actividad profesional diaria como aprovechando el maravilloso altavoz que nos facilitan las redes sociales para compartir conocimiento y reivindicar la importancia social de nuestro quehacer, como medio de intentar cambiar las cosas desde abajo.

Se abre ante nosotros una nueva realidad a la que, como paliativistas, nos tendremos que adaptar. Emprendemos un viaje de aprendizaje y, en cierto modo también, de búsqueda de sentido, de renovación y fortalecimiento de nuestro compromiso con la excelencia. De nosotros depende, en buena parte, que cada vez más gente conozca y valore en su justa medida la importancia de nuestra labor. Y, desde luego, es nuestra responsabilidad que ninguna de las personas que nos confíen su atención a partir de ahora tenga que terminar recurriendo a solicitar la muerte asistida por no haber sido capaces de cumplir con nuestra tarea.

Nuevos horizontes, nuevos desafíos, compromiso reforzado. Ahora, más que nunca.




lunes, 14 de diciembre de 2020

Abordaje paliativo en los pacientes oncológicos: ¿Soplan vientos de cambio?



El buen médico trata la enfermedad; 
el gran médico, trata al paciente que tiene la enfermedad.
William Osler

Cuando soplan vientos de cambio, algunos construyen muros; otros, molinos.
Proverbio chino


A pesar de las crecientes y sólidas pruebas acerca de sus beneficios para los pacientes y sus cuidadores y de su reconocimiento explícito por parte de las principales instituciones científicas y asistenciales, demasiado a menudo los cuidados paliativos continúan siendo infrautilizados e iniciados muy tarde en la trayectoria de la enfermedad oncológica. 

Detrás de este patrón de intervención tardía, se pueden identificar diversas razones, como son:

  • Comunicación y coordinación deficiente entre los diferentes ámbitos asistenciales. 
  • Escaso conocimiento acerca de las prácticas paliativas y de su valor complementario, así como falta de familiaridad con los criterios estandarizados, las recomendaciones de práctica clínica y las medidas de calidad relativas al proceso de interconsulta y derivación.
  • Escasez de recursos de atención paliativa, tanto básicos como especializados, y/o variaciones importantes en la calidad de la asistencia.
  • Percepción por parte de algunos oncólogos de que las necesidades complejas de sus pacientes pueden y deben ser atendidas sin recurrir a intervención adicional, viendo incluso los cuidados paliativos como un último recurso, "cuando ya no hay nada más que hacer".
  • Incomodidad entre algunos paliativistas a la hora de atender a personas en tratamiento oncológico activo.
  • Estigmatización de los cuidados paliativos entre los pacientes y sus familiares, así como entre algunos oncólogos.

No cabe duda de que el concepto de "cuidados paliativos" sigue teniendo connotaciones fuertemente negativas para muchos enfermos oncológicos y sus familias, que los contemplan como sinónimo de cuidados terminales y muerte inminente, en ocasiones sin una distinción clara con la muerte médicamente asistida. 

Por otra parte, y por más que en los últimos años se haya empezado a vislumbrar un cambio de perspectiva, parece que no pocos oncólogos continúan opinando que incluir la atención paliativa en una fase no estrictamente terminal de la enfermedad supondría reconocer un peor pronóstico y una menor supervivencia, lo que temen podría conllevar efectos perjudiciales para sus pacientes, reduciendo su adherencia a los tratamientos específicos, sumiéndoles en la desesperanza o causándoles un intenso sufrimiento emocional por el sentimiento de abandono, provocando en cualquier caso una fractura en su relación terapéutica. 

Asimismo, en ocasiones, la remisión a cuidados paliativos puede ser vivida en términos de conflicto con su rol curativo, identificándola como un fracaso terapéutico frente a sus pacientes, máxime cuando en absoluto es excepcional que se tienda a considerar a la medicina paliativa como una disciplina "menor", con escaso bagaje científico, y cuyos profesionales no dispondrían, en general, de la adecuada formación para poder diferenciar entre un paciente oncológico recuperable y uno terminal.

La necesaria interconexión entre paliativos y oncología, por tanto, se sigue viendo a menudo entorpecida por una compleja amalgama de presuposiciones, relaciones de poder, cuestiones de confianza y desafíos asociados al propio procedimiento en sí, lo que puede afectar muy negativamente al abordaje de las necesidades complejas de pacientes y familiares y ser causa de un importante sufrimiento evitable.


Para intentar mejorar el patrón temporal de estas interconsultas, se han propuesto algunas actuaciones, como renombrar a los equipos paliativos como de "cuidados de soporte", "control sintomático" o "atención integral", a fin de poder introducir su intervención de una manera más "gradual y cuidadosa". Otras propuestas pasarían por el desarrollo de un modelo asistencial integrado, con vías de derivación "automática" sobre la base de criterios específicos y con equipos multidisciplinarios especializados de atención paliativa incluidos en la estructura y dinámica de las unidades oncológicas.

Ahora bien, dado que los puntos de vista de los oncólogos parecen condicionar con fuerza las decisiones relativas a la intervención paliativa y que una de sus presuposiciones con influencia al respecto sería la supuesta carencia de suficiente respaldo científico de la disciplina, se ha planteado también la cuestión de hasta qué punto el patrón temporal de las derivaciones podría verse mejorado por la evidencia acumulada al respecto, sin necesidad de recurrir a modificaciones en la naturaleza actual de los equipos paliativos.

En este sentido, a partir de la publicación del estudio de Bakitas et al. en 2009 y, en particular, del de Temel et al., un año después, se ha ido acumulando un amplio y consistente corpus científico acerca de los beneficios de la integración de la atención paliativa especializada y multiprofesional de forma concurrente con el abordaje oncológico estándar, en términos de mejoras en la calidad de vida, en el control sintomático, en el abordaje de la planificación anticipada de decisiones, en la satisfacción con la atención recibida, en el estado de ánimo, e incluso en la supervivencia, así como en los costes asistenciales.

Se ha determinado también que la intervención paliativa jugaría un papel distinto, complementario, en la provisión de cuidados a las personas con enfermedad oncológica avanzada. Así, los paliativistas tenderíamos a centrarnos, más frecuentemente que los oncólogos, en algunos aspectos concretos como: la valoración y elaboración del grado de conocimiento y expectativas del paciente y su entorno acerca del proceso de tratamiento y el pronóstico, el afrontamiento efectivo del paciente, las experiencias y necesidades de los cuidadores y la planificación anticipada y compartida de los cuidados.

De hecho, los efectos beneficiosos de la intervención paliativa temprana se extenderían también a los cuidadores y familiares, contribuyendo a mejorar su situación psicoemocional y su calidad de vida, reduciendo sus niveles de estrés, disminuyendo las alteraciones del estado de ánimo y limitando su carga de trabajo como cuidador.

Existe un amplio acuerdo, por tanto, en que la intervención paliativa temprana vendría a añadir valor al abordaje oncológico, principalmente en tres aspectos:

  • Ayudando a edificar una relación de apoyo sólida con pacientes y cuidadores desde la comprensión de la experiencia personal.
  • Facilitando la comprensión e interpretación de los pacientes acerca de su situación, pronóstico y tratamiento.
  • Proporcionando herramientas concretas de afrontamiento efectivo para ayudar a los pacientes y a su entorno en el abordaje activo de su situación de enfermedad.

Pues bien, con la intención de profundizar en el posible impacto que este conocimiento podría tener sobre el momento en la trayectoria de la enfermedad en que se realiza la derivación a cuidados paliativos desde oncología, Hausner et al. han estudiado comparativamente el patrón de intervención paliativa integrada con la atención oncológica estándar, antes y después de la publicación de diversos estudios de calidad a favor de la primera.

Para ello analizaron los datos de 24 consultas externas de un servicio de oncología médica durante un período de 9 años (2006-2015), antes y después de la publicación, entre otros, de los dos trabajos paradigmáticos antes mencionados.

Los resultados muestran que las derivaciones tardías, realizadas dentro de los 6 meses previos al fallecimiento, se redujeron en casi un 25% (desde el 68,8% inicial hasta el 44,8%). Al tiempo, se incrementaron las tempranas, realizadas con anterioridad a los 12 meses previos al fallecimiento, desde el 13,4% hasta el 31,3%, de manera mucho más significativa en aquellos casos en que los pacientes presentaban tumores coincidentes con las localizaciones estudiadas en los ensayos publicados (ginecológicos, gastrointestinales, genitourinarios, pulmón y mama).

Asimismo, la mediana de tiempo entre la derivación a paliativos y el fallecimiento del paciente aumentó desde los 3,5 meses hasta situarse en 7, y la mediana del tiempo entre el diagnóstico y la derivación se redujo. Por otra parte, la cantidad de pacientes derivados para control del dolor y otros síntomas aumentó de manera importante, desde un 19,3% hasta un 58,1%.

Parece, por tanto, que la demostración de los beneficios asociados a una integración de la atención paliativa temprana en la trayectoria de la enfermedad podría influir significativa y positivamente sobre las prácticas de derivación desde oncología, si bien los autores advierten de la necesidad de avanzar en la demostración de los beneficios de la intervención paliativa temprana en otro tipo de tumores, en particular neoplasias de cabeza y cuello y hematológicas, así como intentar perfilar qué grupos de pacientes se beneficiarían más probablemente de la misma.

Una atención integral, coordinada e integrada al paciente oncológico, desde el momento del diagnóstico y con especial énfasis en las fases avanzadas, se considera hoy en día un componente esencial en el abordaje de la enfermedad. A pesar de los grandes avances en el tratamiento del cáncer a lo largo de las últimas décadas, los pacientes continúan experimentando una morbimortalidad significativa, siendo habitual que puedan presentar entre 8 y 12 síntomas, muchos de los cuales están infradiagnosticados y mal tratados. A esto hay que añadir otras necesidades asistenciales, como la ansiedad por su proceso, la necesidad de información y la planificación de su atención, entre otras, cuya complejidad tiende a aumentar a lo largo de la trayectoria de la enfermedad.

Esta necesidad de apoyo adquiere cada vez una mayor importancia como consecuencia del aumento de incidencia del cáncer en general, con una población que envejece progresivamente y con mayor cantidad de supervivencias prolongadas gracias a la mayor efectividad de las terapias disponibles. De hecho, en España, actualmente más de la mitad de los pacientes con cáncer se encuentran en estas fases avanzadas, cuya atención supone para el oncólogo en torno a las 3/4 partes de su tiempo, y las previsiones a veinte años vista contemplan un aumento del 37% en los casos diagnosticados, lo que supone un aumento en 100000 pacientes, hasta llegar a rondar los 400000.

La mejora de la atención a los enfermos con cáncer en fase avanzada es uno de los retos que sigue teniendo planteados nuestro sistema de salud y, en nuestro actual contexto asistencial y al margen de otras consideraciones, existen diversos factores, como la sobresaturación de las consultas y la consiguiente limitación temporal de las mismas, que dificultan enormemente que los oncólogos puedan dedicar el tiempo necesario a pacientes y familiares, en el día a día y a lo largo de la trayectoria de la enfermedad, para asegurar un adecuado abordaje de sus necesidades.

Por otra parte, hay un muy amplio consenso acerca de que una atención de calidad, centrada en la persona, en sus necesidades y deseos, y considerando las diferentes esferas de su realidad global (física, psicoemocional, sociofamiliar, laboral y espiritual), requiere necesariamente de un modelo asistencial coordinado, capaz de brindar atención compartida en función del grado de complejidad de las necesidades del paciente y cuyas intervenciones se basen en la complementariedad de actividades de diversos profesionales capacitados.

La intervención paliativa temprana, concurrente y coordinada con el abordaje oncológico específico, permite ofrecer una atención centrada en el paciente y la familia, optimizando su calidad de vida al poder anticipar, prevenir y tratar mejor el sufrimiento, abordar de manera más adecuada sus necesidades integrales y contribuir a facilitar la autonomía del paciente, su acceso a la información y su capacidad de elección, 

Existe, en consecuencia, una práctica unanimidad entre los expertos sobre la necesidad de facilitar la implementación de programas de atención paliativa oncológica temprana, recurriendo para ello a aquellos recursos que puedan complementar a los que ya disponga el programa asistencial. Y un paso necesario para ello sería hacer un esfuerzo por parte de ambas disciplinas para modificar la percepción tradicional de los cuidados paliativos como sinónimo de atención al final de la vida. 

En este sentido, intentar mejorar la definición de los conceptos relacionados y de los roles de los paliativistas dentro de un enfoque de cuidados integrados, así como diseñar y poner en marcha campañas públicas de educación que mejoren el conocimiento de la población general acerca de en qué consiste y qué aporta la atención paliativa, sin duda ayudaría a superar la imagen tradicional de la misma, mejorando la aceptación de sus intervenciones. 

Debemos seguir trabajando en sembrar y diseminar el por qué, sin descuidar los esfuerzos por concretar el cómo.

¿Soplan vientos de cambio?: ¡Construyamos molinos!.