sábado, 7 de marzo de 2020

El sentimiento de ser una carga para otros y el deseo de adelantar la muerte

Inmersos como estamos en el proceso legislativo para despenalizar la muerte asistida en España y dado que, hasta el momento, no parece que se haya profundizado suficientemente en las condiciones del contexto real en que dicha prestación va a llevarse a la práctica, son muchas las dudas que surgen al respecto para quienes su labor cotidiana se desarrolla en contacto con el proceso de morir.

El hecho de que la prestación de la ayuda a morir, tal y como está planteada en el Proyecto de Ley, se incluya en la cartera de servicios del Sistema Nacional de Salud y contemple el sufrimiento constante e intolerable en el marco de un pronóstico de vida limitado y fragilidad progresiva como motivo para solicitarla, en una Sociedad marcadamente ageísta y con enormes inequidades en el acceso a los servicios asistenciales sociosanitarios como la nuestra, me hace cuestionarme hasta qué punto la muerte asistida podría convertirse en una salida más o menos obligada para muchas de esas personas en situación vulnerable y discriminadas por la incapacidad del Sistema para asegurar la adecuada cobertura de sus necesidades.

El deseo de adelantar la muerte: un fenómeno complejo y poco estudiado

El deseo de adelantar la muerte (DAM) puede aparecer hasta en 4 de cada 10 personas con enfermedad avanzada y/o en situación terminal y, de acuerdo con estudios recientes, parece que surgiría más como una reacción de respuesta a un sufrimiento extremo, físico, emocional o espiritual, muy relacionado con el concepto de "sentido vital", y no tanto como un objetivo en sí mismo. Así, se interpreta que su expresión, bien sea espontánea o provocada, no implicaría necesariamente la acción literal de querer morir, sino más bien una solicitud de ayuda y, al tiempo, un mecanismo de control y autodeterminación.

Los expertos reconocen, no obstante, que el DAM constituye una realidad compleja y multifactorial, con múltiples significados y condicionado por instancias psicológicas, culturales y sociales no suficientemente exploradas, y menos aún en nuestro contexto, pues la práctica totalidad de los datos disponibles proceden de estudios realizados en países de cultura anglosajona.

Sabemos que el DAM puede verse desencadenado por la aparición de condiciones específicas en determinados puntos de transición dentro de la trayectoria de la enfermedad avanzada, como pueden ser la irrupción de síntomas graves y distresantes, la necesidad de acometer medidas extraordinarias de cuidado o un empeoramiento brusco y mantenido que condicione una gran dependencia, entre otros.

Sin embargo, no existen mucha información acerca de si las condiciones de vulnerabilidad social o económica podrían influir de una forma importante en la decisión de adelantar la muerte. Algunos estudios iniciales no encuentran asociación significativa al respecto pero, más recientemente, esta posibilidad está empezando a señalarse con mayor insistencia en algunos territorios donde la muerte asistida está despenalizada, como es el caso de Oregón o Bélgica.

Y, de hecho, los datos de la Oregon Death with Dignity Act, referidos a 2018, muestran que el 79,2% de las personas que se acogieron al suicidio asistido ese año tenían 65 o más años de edad, y el reconocimiento de sentirse una carga para sus familiares o personas cercanas estaba presente en un 54,2% de los casos. Esta proporción ha ido aumentando progresivamente desde el 34% inicial, en el período 1998-2002.


Ageísmo, vulnerabilidad y sufrimiento

Es un hecho contrastado que una gran parte de nuestra población mayor vive en condiciones de vulnerabilidad social. En un entorno como el actual, en el que para dar respuesta a las exigencias del consumo y de una tecnología globalizada se privilegia la productividad, la salud, la competencia, la inmediatez y la eficiencia y, en consecuencia, la sociedad enaltece la juventud, la fuerza y el rendimiento, no sorprende el predominio de una imagen generalizada de la vejez plagada de importantes connotaciones y significados negativos, elementos simbólicos que generan representaciones sociales de los mayores como "seres inútiles", "débiles", que "estorban" y son "prescindibles".

Estos juicios son percibidos e interiorizados por esas personas y pueden condicionar en gran medida un sentimiento de desvalorización que se refleja en su relación con las personas que les rodean y en su propio autoconcepto, más aún en la vejez avanzada, cuando el deterioro funcional y la necesidad de cuidados son mayores.

Perder la autonomía supone un mayor riesgo de sentirse devaluado y estigmatizado por tener que depender de otras personas para subsistir, sentimiento que se construye bajo la influencia de elementos culturales, ideológicos, de valores y de clase social. Si a esto le añadimos los importantes cambios en la estructura familiar, las difíciles condiciones laborales, que condicionan seriamente la posibilidad de mantener los cuidados en el domicilio, y las dificultades para acceder a las ayudas sociales a la dependencia, no es difícil que el "sentimiento de ser una carga" para las personas de su entorno pase a condicionar el día a día de quienes se encuentran en esta situación.


Sentirse una carga para otros es, de hecho, frecuentemente experimentado por quienes reciben atención paliativa, ya sea por procesos oncológicos como por no oncológicos, que hasta en un 65% de los casos reconocen sentimientos fuertemente negativos de culpabilidad, pesar, vergüenza, decepción, desconfianza y autodesprecio, entre otros, así como un importante sufrimiento por ello. Este sentimiento se considera un importante factor de influencia en la toma de decisiones al final de la vida como, por ejemplo, con respecto a la elección del lugar de cuidados o a la aceptación de determinados tratamientos, pero también se ha identificado como un posible factor determinante de DAM en estas personas, aunque se desconoce su verdadera influencia.

¿La muerte asistida como alternativa para el alivio del sufrimiento potencialmente evitable?

En el contexto europeo, Heike Gudat et al. han publicado recientemente un artículo en el que exploran, desde un enfoque bioético, las razones subyacentes a la autopercepción de ser una carga en el entorno familiar, incluyendo su impacto en las relaciones cuando se expresa el deseo de morir. De acuerdo con sus resultados, en torno a la mitad de las personas entrevistadas reconocieron sentirse una carga para su entorno sociofamiliar, y dicho sentimiento también apareció asociado a DAM, aunque no lo cuantificaron, al no ser un objetivo del estudio.

Otros investigadores, como Naomi Richards, llevan ya tiempo alertando de la posibilidad de que las prestaciones de ayuda para morir se conviertan en una alternativa para evitar el sufrimiento, en especial en las personas mayores, ya sea por propio convencimiento o por coerción externa más o menos explícita.

Por su parte, Luis Rojas Marcos ya enunció en su momento, al hablar del suicidio, que el deseo de morir descansaría sobre "un interminable hilo conductor de angustia, desesperanza, frustración, soledad, autodesprecio y agotamiento", sentimientos con los que, en mayor o menor medida, todos los paliativistas nos vemos enfrentados a diario. Y, en este sentido, hay autores, como J. M. Amenábar, para quienes la eutanasia podría considerarse incluso como un "antídoto del suicidio".

En mi opinión, hay por tanto indicios más que suficientes para inferir que, de no mediar un correcto abordaje de la situación actual, desde enfoques antropológicos y clínicos integrales, que mejore el acompañamiento y cuidados de las personas en situación de dependencia, lo que supone no sólo potenciar principalmente la Atención Primaria, sino también las unidades paliativas especializadas, así como mejorar la equidad en el acceso a las ayudas sociales, en lo que puede terminar convirtiéndose el proceso de ayuda para morir, más que en un antídoto del suicidio, es todo lo más en un sucedáneo más confortable del mismo. 


Imagen: ArtPlusMarketing

jueves, 5 de marzo de 2020

Doctor... ¿Cree usted que está sufriendo?

Pocas cuestiones encierran mayor dificultad que ésta, cuando aprecias en los ojos de quien te la formula ese destello de esperanza y confianza en nuestra ayuda ante la angustiosa prueba de asistir a los momentos finales del proceso de morir de un ser querido.

Los médicos nos enfrentamos muy a menudo con el sufrimiento de muchas personas, más aún en nuestra labor diaria como paliativistas, en la cual ocupa un lugar clave dado nuestro compromiso esencial con la preservación, respeto y promoción de la dignidad de la persona durante las fases avanzadas de su enfermedad.

Y, sin embargo, el sufrimiento, como ejemplo de fenómeno mental, personal, privado, y por tanto esencialmente subjetivo, no es algo que pueda valorarse fácilmente desde la perspectiva de una tercera persona. En palabras de Eric Cassell, “es finalmente un asunto personal, algo cuya presencia y extensión sólo puede conocer quien lo padece”. Conlleva, por tanto, un cierto halo de misterio, que en cierta medida escapa de nuestra formación más científica y que nos obliga a profundas reflexiones.


Nuestra respuesta al sufrimiento desde la Medicina Paliativa se basa en la atención integral y el respeto por la individualidad, teniendo muy en cuenta el pronóstico, los objetivos de cuidados y los valores de paciente y familia. Lo primero que suelo intentar transmitir, cuando hablo de este asunto con pacientes o familiares, es que el concepto de sufrimiento es más amplio que el de dolor físico y que el de malestar o dolor emocional. La persona puede sufrir por muchas causas, entre las cuales puede encontrarse, pero no única ni tampoco necesariamente, el dolor.

Sabemos, por estudios neurofisiológicos, que para poder ser consciente de un estímulo nocivo se necesita un grado suficiente de activación cortical cerebral, que es donde reside la función cognitiva, incluyendo conectividad entre el córtex primario y el asociativo. Pero, además, para la integración de dicha sensación, se precisa también un procesamiento afectivo, que involucra al sistema propio de creencias y predicciones.

El siguiente aspecto en el que suelo incidir es que, por tanto, para que exista sufrimiento es también necesario un suficiente nivel de conciencia de uno mismo, de la identidad personal y del entorno.

A este respecto, y dentro de los múltiples modelos de conceptualización existentes, me gusta especialmente el enfoque que hace Steven Edwards del sufrimiento en tanto concepto "intuitivo”. Coincido con él en que, para empezar, una condición indispensable para poder hablar de sufrimiento es que la persona lo sienta como tal. Pero, además, debe tener suficiente duración en el tiempo. Un pinchazo, por ejemplo, puede ser momentáneamente doloroso pero no ser suficiente para “hacer sufrir”. Y, por último, debe, de alguna manera  monopolizar la vida mental del paciente, que percibe cómo sus mecanismos de afrontamiento resultan cada vez más insuficientes para hacer frente a la amenaza percibida.

Los pacientes, al final de la vida, suelen desarrollar numerosos síntomas distresantes que nos esforzamos por aliviar tratando de interferir lo menos posible en su nivel de conciencia para no hurtarles ni un instante de su vida relacional. En ocasiones, por sus características, su control no es posible con los medios terapéuticos habituales, haciéndose por tanto refractarios al tratamiento, en cuyo caso recurrimos a aplicar sedación paliativa, que consiste en administrar medicación para inducir un estado de depresión del Sistema Nervioso Central que permita reducir la respuesta de la persona ante cualquier estímulo nocivo.

En general, suele emplearse un grado de sedación moderado, en el que se consigue un estado de mínima consciencia que suele ser suficiente para controlar la sintomatología y aliviar el sufrimiento con un prácticamente nulo riesgo respiratorio y cardiovascular, algo importante teniendo en cuenta la enorme vulnerabilidad fisiológica que presentan la práctica totalidad de nuestros pacientes.

Ahora bien, en estas condiciones, la persona sedada puede mostrar algunos períodos de consciencia mínimos e inconsistentes, e incluso llegar a comunicarse brevemente o a responder a órdenes sencillas, pero siempre manteniendo una funcionalidad cognitiva muy disminuida, por lo que es muy improbable que llegara a experimentar sufrimiento por más que en esos períodos pueda expresar alguna queja o gesto interpretable como de malestar.

Grados de sedoanalgesia según la Asociación Estadounidense de Anestesiología (2002)
En Atención Paliativa, es habitual emplear los dos primeros grados, en ocasiones el tercero.

Este hecho es muy importante tenerlo en cuenta cuanto más se va aproximando el momento de la muerte, pues en prácticamente 9 de cada 10 personas es habitual que aparezcan episodios fluctuantes de agitación psicomotriz al menos en las últimas 24-48 horas de vida, que suelen ser vividos por los cuidadores con gran alarma y preocupación aunque, si el paciente ya está con un grado moderado de sedación, y por tanto de disminución de la capacidad de conciencia, lo más probable es que su nivel de sufrimiento no llegue a ser muy significativo y, en cualquier caso, bastará generalmente con ajustar la pauta farmacológica.



miércoles, 4 de marzo de 2020

El Síndrome de la Bolsa de Orina Púrpura

El síndrome de la bolsa de orina púrpura (PUBS por sus siglas en inglés) es una entidad no muy frecuente, aunque muy llamativa por su presentación, caracterizada por una alteración de la coloración de la orina, que adquiere tonalidades variadas entre azul, violeta y púrpura, en contextos muy concretos, incluyendo el entorno paliativo.

Fuente: Boentoro et al.
F1000Research, 2019
A pesar de ser un cuadro prácticamente siempre benigno, puede causar preocupación en el paciente y su familia y afectar a la confianza en la relación con los profesionales sanitarios, por lo que conviene conocerlo y tenerlo en mente.

Suele presentarse en personas de edad avanzada, en general con pluripatología, en situación de encamamiento, con sondaje vesical permanente o prolongado y escaso empleo reciente de antibióticos, así como afectados de estreñimiento crónico. También se ha descrito en pacientes con enfermedad renal crónica avanzada, en diálisis, y portadores de nefrostomía.

Su etiopatogenia no es bien conocida, aunque se acepta que los compuestos ricos en triptófano de la dieta, tanto más cuanto más hiperproteica e hipercalórica sea, terminan transformándose en la orina, por acción de sulfatasas y fosfatasas bacterianas y generalmente en un ambiente alcalino, para generar índigo e indirrubina, responsables de la coloración azul y roja, respectivamente. Otras sustancias, como esteroides o ácidos grasos conjugados, podrían también intervenir en el proceso.

Entre las bacterias implicadas con mayor frecuencia se encuentran enterobacterias (Providencia, Escherichia coli, Proteus, Klebsiella pneumoniae, Morganella, Citrobacter), Pseudomonas y Enterococcus.

Mecanismo etiopatogénico aceptado
Fuente: @fjresal
El crecimiento bacteriano y los compuestos químicos resultantes reaccionan con el PVC de catéter y bolsa, produciendo un intenso mal olor, tanto más cuanto más alta sea la temperatura de la habitación, que puede condicionar sentimientos de rechazo en los cuidadores y sensación de aislamiento en el paciente.

A pesar de que se estima una prevalencia de hasta el 42% en población anciana institucionalizada, es muy reducido el número de casos reportados en España, desde la primera descripción publicada por Sancho et al. en 2010.

En una reciente revisión, Dominic Worku incide en el abordaje de este cuadro. Nos recuerda que, si bien en estos pacientes los recuentos bacterianos suelen ser bastante superiores, pues se necesita un alto nivel de sulfatasas y fosfatasas en orina para que este fenómeno aparezca, las infecciones asociadas suelen ser asintomáticas. 

El simple recambio del sondaje, junto a la acidificación de la orina, suele ser efectivo. Se recomienda, asimismo, tratar el estreñimiento subyacente, a fin de limitar el sobrecrecimento de bacterias metabolizadoras de triptófano.

El tratamiento antibiótico, en su opinión, sólo sería recomendable en caso de infección sintomática, signos de infección en áreas contiguas, sospecha de sepsis, persistencia de la coloración a pesar del recambio del catéter y en pacientes inmunodeprimidos.



lunes, 2 de marzo de 2020

El "tiempo de cabecera", indicador de calidad asistencial


Numerosos proyectos de investigación remarcan la importancia de la comunicación entre médicos y familiares a la hora de valorar la calidad asistencial al final de la vida, pero poco se sabía hasta ahora con respecto a las personas que fallecen en centros residenciales.

En un artículo recién publicado en JAMDA por Ilona Baranska et al., en representación del Proyecto PACE (Palliative Care for Older People), financiado por la UE, se analiza la opinión de 736 familiares de residentes fallecidos en 210 centros residenciales de 5 países europeos.

Los resultados, ajustados por países y por tipo de asistencia médica, muestran que la calidad de la comunicación fue considerada más alta cuanto mayor fue el tiempo (por encima de 14 horas) que el familiar pasó con el residente en su última semana de vida, así como con un mayor número de visitas (3 o más) del médico durante el mismo período, o bien con que se proporcionara atención paliativa.

Un peor estado de salud o un mayor grado de sobrecarga emocional en los familiares parece influir negativamente en la percepción de la calidad de la comunicación. Sin embargo, y aunque deba tomarse con la debida cautela, la opinión de los familiares se antoja relativamente independiente de factores como la formación específica, la edad o el grado de experiencia del facultativo.

A la vista de estos resultados, parece lógico que se fomente por parte de los responsables de los centros una interacción frecuente entre médicos y familiares, así como que se dé la oportunidad a éstos de permanecer todo el tiempo que deseen con un residente cuando se encuentre al final de su vida. Asimismo, deberían implementarse medidas que facilitaran el abordaje del sufrimiento emocional en los familiares.




domingo, 1 de marzo de 2020

Es hora de desterrar definitivamente el lenguaje bélico-heroico asociado al cáncer

Las metáforas militares contribuyen a estigmatizar 
ciertas enfermedades y, por ende, a quienes están enfermos
Susan Sontag


¿Un poco de Historia?

Aunque pueden encontrarse algunas referencias previas, la retórica militar comenzó a usarse regularmente en Medicina a lo largo del último tercio del siglo XIX, con la irrupción de la patología celular, a partir de las investigaciones de Robert Remak y, en especial, de Rudolph Virchow, y el progresivo desarrollo de la bacteriología con Louis Pasteur.

La identificación de un responsable "específico" y visible, que "invadía" el cuerpo o que se "infiltraba" en él, para causar la enfermedad, sentó las bases para convertir los cuerpos en "campos de batalla" en los que los médicos se enfrentaban al "enemigo" y, con suerte, lo vencían.

Ya en los inicios del siglo XX, con las campañas educativas contra la sífilis organizadas durante la Primera Guerra Mundial y, tras ella, contra la tuberculosis, las metáforas bélicas adquirieron definitiva credibilidad y comenzaron a instalarse profundamente en la imaginería médico-sanitaria.

Con la denominada "transición epidemiológica", cuando las enfermedades infecciosas empezaron a perder su primacía mortífera a lo largo de la segunda mitad del siglo en favor de las patologías no transmisibles, crónicas y degenerativas, la jerga militar se desplazó progresivamente hacia el cáncer. 

El 23 de diciembre de 1971, curiosamente en plena Guerra de Vietnam y con su país azotado por las cifras de desempleo e inflación más altas desde la Segunda Guerra Mundial, el presidente norteamericano Richard Nixon firmó la National Cancer Act, ley federal que daba forma a la iniciativa gubernamental War on Cancer, una especie de cruzada cuyo objetivo era encontrar una cura al final de esa década, a modo de emulación de la promesa de J. F. Kennedy que llevó al hombre a la Luna a finales de los 60.

Pocos años después, Susan Sontag, a raíz de ser diagnosticada de cáncer de mama, transmitió su experiencia por escrito con extraordinaria lucidez en su obra La enfermedad y sus metáforas, en la que examina el modo en que ciertas enfermedades originan actitudes sociales que pueden resultar más dañinas para el paciente que las enfermedades mismas. 

A ella pertenece la célebre frase: "La enfermedad es el lado nocturno de la vida, una ciudadanía más cara. A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos. Y aunque preferimos usar el pasaporte bueno, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado a identificarse, al menos por un tiempo, como ciudadano de aquel otro lugar"

Sontag parte de la idea de que, como antaño sucedía con la tuberculosis, el cáncer es una enfermedad considerada como misteriosa, en torno a la cual "los prejuicios, las fobias y los miedos han tejido una red de complicadas metáforas que dificultan su comprensión y, a veces, su curación".

En el desarrollo de su ensayo, ataca con especial virulencia el uso de la retórica militar, que considera una fantasía punitiva perjudicial para muchas personas y cuyo abuso es propio de una sociedad que "restringe cada vez más el propósito y la credibilidad de las llamadas a la ética" y en la que "aquél que no somete sus propias acciones al cálculo de interés y provecho propio es un necio".

Más de cuatro décadas después de su publicación, no parece que hayamos progresado mucho al respecto...

Los "daños colaterales" de la Guerra contra el Cáncer

Es bien sabido que el empleo de lenguaje bélico en campañas benéficas puede resultar útil para motivar a la gente a donar dinero, y quizá ahí resida uno de los principales problemas a la hora de que las entidades promotoras de las mismas abandonen su uso.

No obstante, existe más que suficiente evidencia acerca de que las metáforas bélico-heroicas referidas al cáncer son lo suficientemente contraproducentes para una gran proporción de personas, por lo que debería evitarse su empleo de forma generalizada.

Así, sabemos que su empleo puede influir negativamente en la comprensión y en las respuestas ante la enfermedad, y en concreto sobre las estrategias preventivas. Asimismo, condicionan las creencias en salud de la población general, habiéndose comprobado que el empleo de jerga militar aumenta la percepción de dificultad relacionada con el tratamiento oncológico, incrementa el fatalismo ante la prevención del cáncer y no mejora la vigilancia frente a su aparición.

A este respecto, son muchos los investigadores, pacientes y clínicos que opinan que un entorno bélico, inherentemente violento, masculino y basado en la fuerza, no sería el encuadre más productivo para situar el abordaje de la enfermedad. No sólo menosprecia importantes aspectos sociales y emocionales, pudiendo animar a suprimir los sentimientos negativos, por ejemplo, sino que también puede enfatizar la importancia del tratamiento a cualquier precio.

Las metáforas bélicas sugieren, asimismo, que un paciente tendría mayor control sobre su enfermedad del que realmente tiene. Verse empujado a "luchar" en una guerra que no ha escogido, la mayor parte de las veces victimiza al paciente, haciéndole sentir responsable por el resultado de su empeño, ya que si se sugiere que quien lucha con todo contra su cáncer sobrevive o merece hacerlo, parece lógico colegir que quien no lo consigue también merece ese resultado. Al presentar la falta de recuperación como derrota y potencialmente como un fallo personal, puede llevar a autopercepciones negativas si las cosas no discurren como se espera, con resultados personal y socialmente devastadores para enfermo y familia si finalmente se "pierde" el combate.

Para quien se encuentra en una situación de extrema vulnerabilidad, añadir esta absurda sobrecarga emocional se me antoja de una crueldad injustificable, por muy rectos que sean los propósitos. El cáncer no es, ni de lejos, una cuestión de vencedores y vencidos y absolutamente nada asegura que quien más lucha ni quien más valor pone logre mejor resultado. De hecho, sabemos desde hace años que un estilo "luchador" de afrontamiento no se asocia con un incremento de la supervivencia ni reduce el riesgo de recurrencia de la enfermedad.

Ni "guerra" ni "viaje": lo que cada cual prefiera

No hace mucho que, conversando frente a un café con un buen amigo y gran psicooncólogo, surgió la importancia de pararnos a escuchar el lenguaje que cada persona usa al hablar de su enfermedad. En general, las metáforas son una herramienta muy útil para dar sentido a nuestras experiencias, pues nos ayudan a expresar ideas abstractas particularmente sensibles y con gran carga emocional, y por ello son un recurso muy recomendable en situaciones de vulnerabilidad, como ocurre con las personas que conviven con el cáncer

Ahora bien, las formas de afrontar la enfermedad son muy diversas y varían dependiendo de las características de la persona, del tipo de cáncer que tenga, del momento en que se le haya diagnosticado, o de la evolución del proceso, entre otros factores. Es por eso que el uso de palabras con connotación bélica quizá pueda ser adecuado en algunas personas que están convencidas de llevar el control de su vida y que achacan sus logros más a sus capacidades que a la suerte, por ejemplo. Pero el miedo, la rabia, la desesperación o la incertidumbre, en ocasiones mezcladas con optimismo o esperanza, son tan respetables como el ardor guerrero a la hora de convivir con la enfermedad.

Así pues, como nos recuerda Elena Semino, no puede decirse que las metáforas bélicas sean siempre negativas, como tampoco que las que aluden a "viajes" u otro tipo de conceptos alternativos sean positivas por defecto, si bien sólo las primeras se han visto relacionadas con efectos indeseables demostrados. Sea como fuere, el problema es que nadie necesita que le digan qué actitud debe tener frente a "su" enfermedad, y menos con proclamas estereotipadas, frívolamente dictadas desde una posición externa de seguridad.

A la hora de favorecer la adaptación, lo más importante es que la persona sienta que se respeta su derecho a escoger su forma de afrontar la situación, que sea él quien maneje sus propias metáforas, nunca inducir su uso indiscriminado. En consecuencia, el secreto es utilizar un lenguaje evocador de las emociones del enfermo que permita conocer de qué manera conceptualiza su situación con respecto a la enfermedad.

La atención verdaderamente centrada en la persona, desde el reconocimiento de su papel activo y participativo en los cuidados y su necesaria autonomía, exige, entre otras cosas, un escrupuloso respeto por sus necesidades, valores y preferencias, evitando cualquier injerencia que limite su toma de decisiones informada. Así pues, es necesario que las entidades no gubernamentales implicadas, los medios de comunicación, los profesionales sanitarios y las asociaciones de pacientes, junto con la propia Administración, nos comprometamos de inmediato en desterrar definitivamente las metáforas bélico-heroicas del lenguaje cotidiano relacionado con el cáncer, a fin de evitar mediatizar el afrontamiento de la enfermedad y no contribuir a ahondar el sufrimiento de pacientes y allegados. No podemos seguir mirando para otro lado, si no queremos ser cómplices de ello.