domingo, 24 de abril de 2022

No es país para vulnerables

 "La prueba de una civilización está en el modo en que cuida de sus miembros vulnerables"
Pearl S. Buck

"Somos animales frágiles y vulnerables"
Seamus O'Mahony

"Envejecer apesta y no puedes hacer nada al respecto"
Alain Delon

"Sólo aquel que comprende que es incompleto, indigente y vulnerable, es capaz de cuidar"
Maite Pérez Echarri


Aporotanasia y eremotanasia: La cara oculta del edadismo

De forma similar a lo sucedido en los demás países de nuestro entorno socioeconómico, aunque con mayor rapidez, el declive en la tasa de fertilidad y el aumento de la expectativa de vida están condicionando un progresivo envejecimiento de nuestra sociedad. 

Así, las previsiones del Instituto Nacional de Estadística contemplan que, para el año 2035, un 26,5% de la población española tendrá 65 o más años de edad y el "sobreenvejecimiento", personas de 80 o más años, alcanzará el 8,1%, lo que podría conllevar un progresivo incremento de la dependencia, soledad y pobreza en dicho subgrupo.

Y es que, pese a todos los esfuerzos, la vejez a menudo se asocia a un aumento de problemas físicos y mentales que influyen de manera notable sobre el bienestar percibido, amenazando el significado y propósito vitales, de modo que las personas mayores pueden sentirse desplazadas desde el "beneficio de vivir más" hacia el "sufrimiento de vivir demasiado", dando sentido a la célebre sentencia de Norberto Bobbio: "Los avances de la medicina no tanto te hacen vivir más cuanto te impiden morir".

Además, las estructuras de apoyo familiar han ido cambiando y desintegrándose en nuestro país durante las últimas décadas, sin que ni la sociedad ni las diferentes Administraciones hayan sabido responder a esa situación. De hecho, los "ajustes" en la financiación y un farragoso entramado burocrático, lejos de garantizar el ejercicio de los derechos de los ciudadanos, se convierte en una “trampa mortal” para el acceso a prestaciones y servicios sociales.

En un entorno social con un hondo imaginario colectivo negativo acerca de la vejez y una manifiesta incapacidad de atender adecuadamente las necesidades de las personas más vulnerables, no debe sorprendernos que muchas personas mayores puedan percibir su vida como indigna y busquen en una muerte autodirigida la salida a su sufrimiento, como ya ha sido comentado en esta bitácora, concretamente en esta entrada y en esta otra. No parece aventurado temer que, si no se acometen con urgencia ambiciosas medidas al respecto, la "aporotanasia", término que une las raíces griegas “á-poros” -sin recursos, pobre- y “thánatos” -muerte-, podría convertirse en un efecto indeseable de la prestación de la ayuda a morir.

Por otra parte, y según datos oficiales referidos a 2018, casi la mitad de los 4,7 millones de hogares unipersonales en España corresponden a mayores de 65 años, 112.000 más que en 2013. De ellos, más de 850.000 son personas de 80 o más años, 1 de cada 3 del total de ese rango de edad, y en su gran mayoría mujeres. Además, hay en torno a 100.000 personas con problemas de movilidad que no salen nunca de sus casas, muchas de las cuales malviven en condiciones infrahumanas, y cada vez son más los ancianos que fallecen solos en su domicilio sin recibir la atención adecuada. Un grave problema invisibilizado, como la misma vejez.

Dado que nuestra evolución como especie se ha visto conformada por presiones selectivas hacia una potenciación de la cooperación individual, convirtiéndonos en el  "animal ultrasocial" que somos, la falta de una suficiente interacción social puede ser causa de importantes costes, físicos y psicológicos, hasta el punto de llegar a afectar a nuestro estado de salud, e incluso reflejarse en nuestra estructura cerebral, así como hacer de la "eremotanasia", término acuñado también a partir de raíces griegas éremos -solitario, apartado- y thánatos -muerte-, que empleo para referirme a esta búsqueda de la muerte como escapatoria desesperada al insoportable sufrimiento por soledad, otro posible efecto indeseable de la irrupción de la muerte médicamente asistida como prestación sanitaria.

Prof. Els van Wijngaarden

En este sentido, Els van Wijngaarden y su equipo han desarrollado una detallada reflexión crítica ética sobre los complejos desafíos socio-políticos asociados a este deseo de adelantar la muerte por parte de las personas que expresan su convicción de haber completado su vida y que, por tanto, están convencidos de que no merece la pena seguir viviendo.

Al haberse realizado en población holandesa, en cuyo modelo parece haberse inspirado nuestra prestación de ayuda a morir, quizá pueda servirnos de cierta orientación acerca de lo que podríamos esperar en un futuro no muy lejano, con todas las debidas salvedades, tanto por las notables diferencias culturales como en términos socioeconómicos y sanitarios entre ambos países.

Los autores describen las causas sociales que estarían detrás del deseo de morir a partir de cuatro dimensiones interrelacionadas:

  • En primer lugar, tendría que ver, al menos parcialmente, con sentimientos de exclusión y marginación social. De hecho, son muchos los testimonios que hablan de experiencias de soledad, de falta de reciprocidad, y de sentimientos de carecer de importancia, de ser ignorados. 
  • En segundo lugar, el sentimiento de que la vida ya no merece la pena ser vivida, no sólo a sus propios ojos, sino a los ojos de los demás y de la sociedad en su conjunto, también estaría condicionado por la idea de que la dependencia progresiva asociada al envejecimiento supone un grave compromiso de la autonomía y dignidad personal. Esta consideración supondría una clara internalización de los estereotipos culturales negativos en las propias autoevaluaciones, llegando a pensar y a expresarse acerca de la vejez en términos de invalidez, subhumanización o infantilización, entre otros.
  • Estas personas también expresan dudas acerca de la disposición de sus allegados a cuidar de ellos en caso de volverse completamente dependientes, de que se respeten sus deseos y su integridad física. En definitiva, miedo a que otros tomen el control de sus vidas, decidiendo qué es lo mejor para ellos sin tener en cuenta sus deseos, con lo que adelantar la muerte sería algo así como una forma de salvaguarda de su capacidad de control.
  • Por último, existiría un importante sentimiento de desconfianza hacia el modelo de atención sociosanitaria como consecuencia de carencias, temidas o experimentadas, ya sea de índole material como de tiempo, capacidades y otros recursos y de la patente inequidad e insuficiencia de los procedimientos de soporte social.

Vemos, por tanto, que los deseos de morir guardarían una estrecha relación con los sentimientos de pérdida, bien sea de autonomía, de dignidad o de independencia. En un contexto social que, a pesar de su fugacidad, prima por encima de todo la juventud, el vigor y la belleza, repudiando y discriminando, de forma sutil y escasamente valorada, el proceso de envejecer, resulta bastante lógica la asociación entre la experiencia de dependencia y vulnerabilidad y la percepción de amenaza a la dignidad personal. Ser y sentirse excluidos de la participación en la vida social cotidiana puede llevar a la consideración de estar "muertos socialmente" antes de estarlo biológicamente.

Autonomía frente a dependencia: ¿un falso dilema?

No cabe duda de que, como nos indica van Wijngaarden en la segunda parte de su artículo, el concepto de autonomía constituye una importante idea normativa de nuestro orden social que proporciona las condiciones necesarias para el autorrespeto y la voluntad personal, el sentimiento de control sobre nuestras acciones y la protección a las personas del paternalismo. 

Sin embargo, también estoy convencido de que la autonomía puede, y debe, entenderse en un sentido relacional, aceptando las redes de interdependencia en que estamos incluidos no como una amenaza a nuestra capacidad de elección, sino como una manera de que se den las condiciones que la hagan posible. 

De hecho, nuestro “yo”, nuestra propia esencia personal, sólo puede desarrollarse en interacción con otros, siendo dependiente en reciprocidad y reconocimiento y se constituye y se ve mediada por la intersubjetividad. Las personas somos fundamentalmente seres interrelacionados y, por tanto, con una naturaleza interdependiente. Y, en tanto seres sociales, tenemos una necesidad básica de relacionarnos con personas significativas y pertenecer a una comunidad. 

Más aún, resulta que también somos intrínsecamente dependientes, pues nacemos dependientes y, en mayor o menor medida, así nos mantenemos a lo largo de nuestra vida, en aspectos tan habituales y esenciales como la alimentación, los suministros, la vivienda, la educación o la asistencia sanitaria, entre otros. La dependencia, por tanto, no emerge cuando ya no somos capaces de llevar nuestra propia vida, sino que,  más que una merma, es una condición inherente a nuestra misma existencia humana.

Esta evolución desde el dilema entre autonomía y dependencia hacia una noción más refinada, y real, de "interdependencia humana", nos llevaría a una primacía del abordaje de las necesidades humanas, vistas como un asunto de interés social crucial.

Dignidad en la vulnerabilidad: hacia una ética del cuidado

Resulta curioso cómo asumimos con total naturalidad la falta de autosuficiencia de las "dependencias permitidas", a pesar de implicar la necesidad de relaciones de cuidado, generalmente asimétricas, pues nos permite gozar de un innegable nivel de bienestar, cuando al mismo tiempo, existen otras formas "estigmatizadas", rechazadas de forma unidireccional, que configuran un discurso discriminatorio, socialmente aceptado y que las personas mayores perciben y hacen suyo, de que los déficits y limitaciones asociados al envejecimiento condicionan, irremediablemente, un "sufrimiento indigno".

En este sentido, Van Wijngaarden y su equipo nos llaman la atención sobre cómo, a pesar de que vivimos en una continua relación de cuidados, en nuestra sociedad cada vez se echa más en falta un sentido de mutualidad y reciprocidad, de manera que la vulnerabilidad y la dependencia se contemplan como una amenaza al estatus y valor humano. La condición de dependencia, de hecho, supone rechazar toda posibilidad de aportar algo importante en correspondencia, por lo que es contemplada como algo humillante, potenciando los sentimientos de pérdida de sentido, de indignidad y marginación social en las personas vulnerables. 

Imagen: ComBankimage

Se edifica así una barrera invisible e injusta de prejuicios que aísla progresivamente a estas personas de la sociedad, dando lugar a "nuevas formas de malestar" como la alienación, la pérdida de sentido, los sentimientos de exclusión social y de soledad existencial, que ensombrecen su vida y suponen un sufrimiento añadido al propio de las enfermedades de base que puedan sufrir.

Dignidad y vulnerabilidad son dos aspectos éticos esenciales que adquieren significado pleno cuando los consideramos de manera conjunta, entrelazada, especialmente cuanto más nos aproximamos al final de la vida. Así, en la demanda del respeto a una dignidad idéntica para cada persona se halla implícito el reconocimiento de su vulnerabilidad, de su carácter frágil e interdependiente, con toda su carga asociada de afectación social, emocional y sensitiva y su necesidad de reconocimiento y atención, pudiendo contemplarse, de acuerdo con Muñoz Terrón, desde una doble perspectiva, con la existencia de una dignidad vulnerable, pero también de una vulnerabilidad dignificada.

Suele aducirse que, para no convertirse en patológica, la vulnerabilidad debe incluir un impulso hacia la autonomía que, por más que pueda ser precario, requiere un tratamiento digno y equitativo. Pero la percepción de dignidad no sólo tiene que ver con la voluntad y la mera competencia, sino también con un sentido de pertenencia y conexión, con el ser reconocido por los demás y recibir su atención. Es decir, no existe exclusivamente una dignidad subjetiva del "puedo" sino también una social, del "soy" y del "quién he sido", que nos remite a un nivel existencial más profundo.

Llegados a este punto, conviene resaltar que, por más que no pueda obviarse que algunas personas son más vulnerables que otras, la vulnerabilidad no debería entenderse como restringida exclusivamente a determinadas vidas o circunstancias específicas pues, dada nuestra naturaleza física, social y afectiva, sería consustancial a todos nosotros y "compartida", al menos en parte. Se trataría, por tanto, de una vulnerabilidad "inherente", que tiene una innegable influencia directa sobre la salud y el bienestar, como es el caso de la discapacidad asociada a los procesos degenerativos.

Pero, además, también existiría una vulnerabilidad "situacional", es decir, específica de un contexto determinado, en relación con aspectos como la exclusión social, la marginación o la insuficiencia de recursos de cuidados, que resulta mucho más dependiente de políticas o instituciones y, en consecuencia, más susceptible de modificación y sustitución, que condicionaría un mayor impacto sobre la vida de las personas. 

Imgen: iStock

Ante el innegable componente interpersonal implicado en el binomio vulnerabilidad-dignidad, la ética del cuidado viene a reclamar la responsabilidad de las sociedades para resistir activamente y contrabalancear el imaginario colectivo enfocado casi exclusivamente en esa persona autodisciplinada, independiente y exitosa, poniendo más el énfasis sobre la conectividad, la comunidad y la interdependencia. Se cimenta en la comprensión del mundo como una compleja red de relaciones en la que nos sentimos inmersos y de la que surge un reconocimiento de la responsabilidad hacia los demás.

Reconocer que las personas pasamos a lo largo de nuestra vida por períodos en los que no podemos cuidar de nosotros mismos conlleva reconocer nuestra vulnerabilidad intrínseca, antropológica, y esa actitud de sensibilidad ante la realidad nos induce a tomar la responsabilidad para cuidar de quien lo precisa, a través de una acción desinteresada de atención proactiva.

En consecuencia, la ética del cuidado se sustenta necesariamente en el análisis de las situaciones afectivas y en las relaciones interpersonales. fundamentando su sistema moral más en las virtudes que en los principios y ciñéndose a las situaciones y emociones suscitadas por unas circunstancias concretas, así como a las relaciones que nos vinculan con las personas implicadas. El cuidado como compromiso moral deriva de la certeza de que el bienestar, e incluso la supervivencia, requieren de algo más que autonomía y justicia, exigiendo un reconocimiento de derechos y deberes. Ante la fragilidad del otro, no se trata tanto de preguntarse qué es lo justo, sino más bien de intentar responder a las necesidades de esa persona en esa situación, desde una perspectiva individual más que global. 

El modo de responder a las necesidades de la persona es cuidando de ella, entendiéndose el cuidado como  una acción en forma de ayuda desde la responsabilidad social por las personas y por el mundo, que conlleva buscar su mayor beneficio sin dañarle, lo que obliga a observar respeto a sus valores y preferencias, una base técnica suficiente y no quedarse sólo en los sentimientos que se desprenden de la relación, pues nunca olvidemos el clásico aforismo de que la benevolencia no siempre conduce a la beneficencia.


Prof. Estelle Ferrarese

Como refiere Estelle Ferrarese, mejor quizá sea aceptar que la incapacidad compartida para tener el control absoluto de nuestra vida es una situación común para todos, así como que la dependencia no excluye automáticamente la autonomía, sino que puede ésta aflorar y fortalecerse en un contexto de relaciones sociales capaz de proporcionar el sentido de ser capaz y estar legitimado para actuar.
Se trataría, por tanto, de crear nuevas formas de solidaridad intergeneracional y de comunidad, enraizadas en la realización de que cada persona se haga responsable de otro porque existe un interés común en mantener la integridad de su contexto vital compartido. Esta reformulación de la ontología del individuo desde una perspectiva comunitaria y relacional podría influir positivamente no sólo en la manera en que las personas ancianas son vistas sino también en la que cada uno se ve a sí mismo, además de enriquecer el pensamiento político actualmente dominante, que buena falta nos hace, para, finalmente, conducir a una mayor humanización de la sociedad y de la propia política

A modo de reflexión final

En palabras del admirado Prof. Ribera Casado, el catálogo de indignidades potenciales con las que el conjunto de la sociedad castiga a las personas de edad avanzada es extraordinariamente amplio y tiene como elemento común la sorprendente evidencia de pasar muy a menudo inadvertidas, ignoradas por ciudadanos y administraciones, e incluso por los propios profesionales sanitarios. ¿Cuántas veces no habremos oído o pronunciado, por ejemplo, eso de "para la edad que tiene..." o "qué quiere, con su edad..."?

Para una persona en situación de vulnerabilidad, la experiencia de calidad de vida y de autoestima se nutre tanto de un sentido de autorrespeto como la percepción de reciprocidad y respeto mutuo. Es por ello que el moderno imaginario colectivo sobre la autonomía, la independencia y la dignidad, en el contexto de progresivo envejecimiento de la población, crea "nuevas formas de malestar" como la alienación, la pérdida de sentido, los sentimientos de exclusión social y la percepción de soledad existencial, que amenazan dolorosamente su dignidad, no sólo a nivel individual, sino también colectivo.

Así las cosas, ¿realmente puede sostenerse el mantra de que el deseo de una muerte autodirigida es un simple asunto personal?. Y, si la respuesta es negativa, ¿qué respuesta social debería ofrecerse a esta dolorosa experiencia de indignidad que resulta en un deseo de morir? ¿Puede ser tan sólo ofrecer la denominada "muerte digna" por eutanasia o suicidio médicamente asistido?.

¿No sería mejor para todos que el Estado priorizase contrarrestar los sentimientos de indignidad garantizando que las personas se sientan más respaldadas por el cuidado institucional? . Porque, si en realidad no existe una alternativa eficaz que resuelva las necesidades complejas no cubiertas, ¿hasta qué punto puede hablarse de verdadera autonomía de elección ante la muerte médicamente asistida?

En un país cada vez más envejecido, con una ineficiente política de ayudas a los cuidados en la dependencia y una sangrante inequidad en el acceso a la atención paliativa, la muerte "autodirigida" podría convertirse en la única alternativa para quienes no puedan permitirse el acceso a la atención de calidad a sus necesidades.

Ante este escenario, creo firmemente que se impone la necesidad de potenciar el debate sobre una visión moral alternativa en relación con el envejecimiento y el lugar y papel reservado a las personas mayores en la sociedad. Asimismo, tanto la sociedad en su conjunto como las Administraciones del Estado tienen la obligación moral de minimizar el impacto de las vulnerabilidades inherentes y de las dependencias situacionales en las vidas de los mayores. 

Hablar de muerte digna sin duda exige pensar en la inevitable experiencia de extrema vulnerabilidad existencial y social de la persona, que se ve multiplicada por la conciencia del propio final. Encarar desde los cuidados el desafío definitivo de la fragilidad en una situación límite de las capacidades para comunicarse y actuar por uno mismo hace especialmente necesario tener en cuenta ese entrelazado de vulnerabilidad dignificada con dignidad vulnerable.

En mi opinión, si no queremos que la muerte asistida se convierta en una falsa salida nuestros gobernantes deberían fijarse urgentemente como prioridad proteger la vida y seguridad de sus ciudadanos, en particular de los más vulnerables, y constituir una sociedad inclusiva donde la gente pudiera sentirse menos innecesaria, inútil y marginalizada.

No tengo duda alguna de que, en este asunto, hacernos trampas al solitario como sociedad puede salirnos tremendamente caro a no muy largo plazo.

Imagen: ComBankimage