¿Cuándo fue la última vez que nos paramos extasiados a contemplar lo que nos rodea?, ¿con qué frecuencia algo súbito e inesperado nos sorprende, conmueve y maravilla hasta el punto de hacernos sentir como si resonara en nuestro interior?; ¿quizá al observar una obra de arte, o al escuchar una composición musical, al visitar un enclave monumental, o al percibir la majestuosidad de un paisaje?. Pero, ¿y qué sucede en nuestro quehacer cotidiano?; ¿acaso no estamos expuestos continuamente a nuevas y desconocidas vivencias?, ¿de verdad no hacemos, vivmos, algo nuevo cada día?.
No es difícil evocar un tiempo, más o menos remoto, en el que prácticamente a cada instante algo esencial, delicado y mágico nos fascinaba, en el que nuestro mundo era una continua aventura, llena de oportunidades singulares para descubrir y compartir. Esa casi ilimitada capacidad de asombrarse de los niños es la chispa que enciende la curiosidad, la necesidad inherente a nuestra naturaleza humana de seguir descubriendo el mundo que nos rodea pues, desde que nacemos, somos buscadores y exploradores activos, y lo somos por pura y simple supervivencia, porque estamos evolutivamente programados para sobrevivir en un entorno social, volátil y cambiante.
La curiosidad es, por tanto, un impulso motivador natural e interno, aunque se ve muy influido por algunas características de los estímulos externos, como la novedad, la imprevisibilidad o la complejidad que, al modificar nuestras expectativas, hacen necesaria una adaptación. El asombro refleja la respuesta emocional a ese estímulo y pone en marcha la capacidad de acercarse con impulso despierto y vivo, en palabras de José Carlos Ruiz, a la reflexión, al cuestionamiento, llevándonos al deseo de profundizar en aquello que nos ha fascinado.
Asombro, curiosidad y cuestionamiento son los tres elementos esenciales del pensamiento crítico, la esencia de un impulso que es una puerta abierta al aprendizaje y al conocimiento, uno de los recursos fundamentales con que contamos para crecer y desarrollarnos como personas y que, en suma, es lo que nos ha traído al lugar que ocupamos en el planeta como especie.
Más aún, el asombro genera múltiples efectos fisiológicos, relacionales, anímicos y afectivos que condicionan un sentido aumentado de la conexión con otros y estimula la coordinación y cohesividad grupal, al tiempo que disminuye la estimación de la importancia individual. Es, pues, una emoción prosocial que, adicionalmente, promueve la generosidad y el deseo de ayudar a los demás, valores todos ellos cruciales en un profesional sanitario.
La capacidad de apreciar la belleza y la excelencia, de asombrarnos ante lo ordinario, nos conecta también con la trascendencia, con la sensación de estar unidos a algo más grande que nosotros en cuanto a propósito y significado, la virtud que nos recuerda nuestra pequeñez pero que, al mismo tiempo, también nos eleva por encima de la insignificancia. Al reconocernos humildemente en una posición de inferioridad ante el conocimiento, pues nadie tiene el saber absoluto, podemos optar por ignorarlo o bien por intentar entender aquello que se nos escapa y aprender. Y no olvidemos que, en nuestra labor diaria, cada uno de nuestros pacientes es experto en su vivencia única de enfermedad y una fuente de lecciones sobre cómo ver y afrontar la vida.
No hace mucho tiempo, tuve la fortuna de leer una deliciosa reflexión, en la que tres paliativistas, Miguel Julião, Matías Najún y Ana Bragança, reivindicaban, desde su experiencia personal, la importancia de recuperar la capacidad de asombro como parte fundamental del currículo del paliativista que, nos dicen, es en buena parte una colección perpetua de lugares, palabras, silencios, instantes, impresiones e historias de vida; en suma, un cofre repleto de asombros.
Y es que, ciertamente, los valores de los cuidados paliativos se anclan en el encuentro, sincero y abierto, con los aspectos profundos y latentes de las vidas de los pacientes, más allá de su estado, de sus propias condiciones de enfermedad; valores intangibles que, como dice Twycross, se expresan en acciones concretas que transmiten la aceptación incondicional y la afirmación como persona, en su globalidad y complejidad, de nuestros pacientes.
Esta intangibilidad, conjunto inmaterial de ideas, consideraciones e ideales que nos impulsan a ser mejores, a buscar la excelencia en nuestra atención, a ver el valor máximo en cada historia de vida a la que tenemos el privilegio de asomarnos, tiene también su reflejo en la importancia que el paciente otorga a sentirse cuidado, a poder recuperar la individualidad a partir de las sombras de la vulnerabilidad y desaparición social asociadas a su condición de enfermo, estableciéndose una conexión bidireccional que impronta, de vuelta, su huella en nosotros.
Capacidad de asombro, conexión con la trascendencia y puerta abierta a la intangibilidad. Probablemente, aquí resida el secreto de la verdadera atención centrada en la persona, de una relación auténtica y basada en la confianza que asegure la armonización de las intervenciones con las creencias, valores, deseos y expectativas de pacientes y familiares. Es por ello que la medicina en su conjunto, y los paliativistas en especial, haríamos bien en reclamar y reaprender la importancia de la admiración, de la sorpresa, y esforzarnos por ser diligentes en la práctica del asombro en cada encuentro clínico.
En el ejercicio de nuestra actividad como paliativistas, la capacidad de asombro nos ayuda a percibir el profundo respeto por cada vida, basada en su dignidad y en su carácter único e irrepetible. Nuestros pacientes tienen derecho a transmitirnos sus relatos vitales más allá de su situación y condición clínica, y el asombro nos regala la oportunidad de captar momentos singulares y contribuir a la construcción de su legado de vida.
Ahora bien, en un entorno que tiende a ser cortoplacista y resultadista y que muchas veces se nos revela como gris y escasamente inspirador, la saturación y sobreestimulación, la falta de tiempo, la sobrecarga de trabajo y las preocupaciones, el hábito y la costumbre de lo cotidiano, han ido haciendo mella progresivamente en nuestra capacidad de asombrarnos, anestesiándonos emocionalmente. El asombro lo relacionamos con algo muy excepcional, con lo que dejamos de buscarlo en lo cotidiano y miramos a la realidad como si ya lo hubiéramos visto, experimentado y conocido prácticamente todo, protegidos por lo que creemos es una distancia segura.
Esta falta de sensibilidad al asombro nos aparta del estado de curiosidad hacia aquello que queda más allá de nuestros ojos, convirtiéndonos en meros testigos aletargados, como si viviéramos con una especie de piloto automático permanentemente conectado, de una visión meramente fugaz de cuanto nos rodea. Y la práctica de la medicina no es en absoluto ajena a esta situación.
La mirada paliativa requiere asombro y entusiasmo, pasión y compasión, volver a aprender a mirar con el corazón, para poder ver lo esencial. Es tiempo, por tanto, de intentar retornar a la emoción de los primeros encuentros con la primordial e intangible realidad de la vida, de recuperar de nuevo la amplitud de miras y el estado de alerta ante los matices de lo cotidiano, de mantener la curiosidad por un mundo en el que siempre hay cosas por las que maravillarse, asombrarse y preguntarse los porqués, de contribuir con nuestro empeño a desarrollar una nueva cultura médica que haga aflorar uno de sus más preciados objetivos como es cuidar genuinamente de los demás.Despertar nuestra capacidad de asombro exige, sin duda, una buena dosis de predisposición y aprendizaje para desarrollar una actitud mantenida de conciencia receptiva hacia cualquier disrupción de nuestra rutina que nos invite a descubrir la singularidad de momentos, personas y relatos. En este sentido, practicar la conciencia del momento, con apertura y curiosidad intelectual, en cualquier instante y lugar; aprender de nuestros pacientes a centrarnos más en nuestro "modo de ser" más que en nuestro "modo de hacer", a ser capaces de sentir alegría en nuestra labor cotidiana y consuelo en los momentos más adversos; y aprender a identificar y sentir nuestras emociones, sin autojuicios ni culpabilización, evitando el efecto deshumanizador de pensar que la expresión emocional es poco profesional, son algunos métodos propuestos por los expertos que pueden resultar de utilidad.
Sea como fuere, y parafraseando a Julião, Najún y Bragança, si conseguimos viajar a través de las vidas de nuestros pacientes, pintar ese último retrato de las mismas, asombrarnos ante las cosas sencillas de la vida como cuando éramos unos críos, si nos esforzamos en cultivar nuestra capacidad de asombro, podremos humanizar mucho más nuestra rutina y, de esta forma, retornar a la esencia de la medicina, de los cuidados paliativos, y al corazón de nuestras propias vidas.
¿Aceptamos el desafío?
¡acepto!
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