El bienestar de las personas frágiles y vulnerables que se ven sometidas a los demoledores efectos de una enfermedad avanzada y terminal depende del acceso a unos cuidados multidimensionales, coordinados, sostenibles y orientados a la autonomía relacional, que hagan posible la prevención y alivio del sufrimiento desde el reconocimiento y respeto al valor intrínseco de cada persona como individuo único.
En este sentido, la identificación de los factores que pueden causar sufrimiento espiritual-existencial y la activación de los recursos psicosociales con potencial para mejorar la calidad de vida de estas personas y sus familias va ganando progresivamente importancia tanto en la práctica clínica como en la investigación en cuidados paliativos. El establecimiento de una comunicación abierta sobre las condiciones emocionales, la vivencia de enfermedad y su afrontamiento o el sentido de la vida, entre otros aspectos, así como el estudio de indicadores relacionados con la percepción subjetiva de bienestar o sufrimiento, constituyen aspectos importantes del abordaje paliativo, necesariamente centrado en la persona y orientado a recursos.
Uno de estos indicadores, el deseo de morir, asociado o no a intención de adelantar la muerte, ha despertado el interés de clínicos e investigadores en las últimas décadas, en buena parte debido a la dificultad para abordarlo. Por el contrario, el estudio del deseo de vivir se ha visto dificultado por una cierta falta de coherencia conceptual que le ha condenado a un segundo plano hasta hace relativamente poco tiempo, y ello a pesar de que, ya en los años 80 del pasado siglo, Sol Levine promulgó su "paradoja de la discapacidad", al comprobar que personas con enfermedades graves y limitaciones funcionales significativas pueden continuar refiriendo una alta calidad de vida.
El deseo o voluntad de vivir constituye una dimensión compleja y multifactorial de la experiencia de final de vida y un importante indicador de bienestar subjetivo. Se ha definido como la expresión psicológica de la motivación existencial, del compromiso personal, por vivir y el deseo de continuar viviendo, que incluye componentes tanto innatos o instintivos como cognitivos. Su autoconciencia surge al percibir la proximidad del final de la propia vida y, a diferencia de la simple motivación por la longevidad personal, que tiene que ver con la expectativa de vida preferida y explora cómo nos proyectamos hacia el futuro, se focaliza más en el presente.
También es diferente del simple gusto por disfrutar de la vida, por vivir bien y, en contra de lo que podría pensarse y aunque se encuentren relacionados, no es simplemente lo opuesto al "deseo de morir" y, de hecho, ambos pueden coexistir en la misma persona. Estamos, por tanto, ante un fenómeno complejo y dinámico, que puede fluctuar y cambiar a lo largo del tiempo, incluso en la cercanía de la muerte.
Al igual que la calidad de vida, el deseo o voluntad de vivir se incardina en la profundidad del ser individual y viene conformado por la suma de las más íntimas dimensiones biopsicosociales y espirituales de la persona. No debe extrañar, por tanto, que se vea sólo parcialmente influido por condicionantes internos y externos y que, mientras que factores relativos al estatus socioeconómico o educacional no parecen tener un efecto importante sobre él, no ocurre lo mismo con variables psicológicas como la resiliencia o la satisfacción con la vida.
Para intentar evaluar la prevalencia y factores asociados con el deseo de vivir en personas con enfermedad avanzada, Julião et al. han analizado retrospectivamente los datos de 112 pacientes oncológicos adscritos a una unidad especializada de cuidados paliativos.
De acuerdo con sus resultados, coincidentes con la evidencia previa disponible, la mayor parte (60.7%) mantenía un fuerte deseo de vivir, lo que parece indicar que es algo que tiende a sustentarse por sí mismo incluso ante la inminencia de la muerte. Se trataría, en general, de personas que reciben cuidados de confort que alivian su sufrimiento mientras se esfuerzan por mantener el sentido vital desde una conexión genuina y reconciliación con lo que se es, con su proyecto de vida, y valoran el momento presente como un trance único de ser y vivirse desde una expresión plena y auténtica en relación con los demás.
Por el contrario, prácticamente una de cada tres personas referían un débil deseo de vivir, y son éstas las que podrían considerarse más vulnerables ante la alternativa de poder adelantar su muerte. No en vano, se sabe que el deseo de vivir se asocia inversa y significativamente con el "deseo de morir", así como con tentativas de suicidio y síntomas depresivos, todos ellos mediadores importantes a la hora de solicitar adelantar la muerte.
Analizando más en profundidad los resultados, en relación a factores sociodemográficos y clínicos, un deseo de vivir débil se asocia significativamente con:
- Una menor probabilidad de mostrar una adecuada adaptación a su enfermedad (35.5%)
- Una mayor probabilidad de sentirse una carga para los demás (96.8%)
- Un mayor respaldo al deseo de morir (59.4%)
Es remarcable que no se observaron diferencias significativas entre los diferentes grados de deseo de vivir y variables como: edad, sexo, estado civil, número de hijos, religión, apoyo social, vivir solo o acompañado, tipo de cuidador principal, seguimiento previo paliativo y psicológico y duración del mismo, tipo de diagnóstico y tiempo transcurrido desde el mismo, lugar preferido de fallecimiento, conocimiento del pronóstico, presencia de conspiración de silencio, existencia de directivas anticipadas, visitas a urgencias, hospitalizaciones y número de visitas domiciliarias del equipo paliativo.
Por lo que respecta a los factores psicosociales, las personas con un deseo de vivir menos robusto refirieron con mayor probabilidad sentimientos de depresión (86,7%) y ansiedad (75%), observándose diferencias estadísticamente significativas en la puntuación de la subescala de ansiedad de la Hospital Anxiety and Depression Scale (HADS), pero no así en la de depresión.
En relación con los factores físicos, quienes refirieron un inferior deseo de vivir mostraron una asociación significativa con mayor intensidad de dolor y peor bienestar autoevaluado.
A pesar de las limitaciones debidas a las características de diseño del estudio, estos hallazgos sugieren la utilidad de la valoración del deseo de vivir como parte del abordaje práctico del sufrimiento espiritual-existencial. No en vano, existe actualmente un suficiente cuerpo de evidencia que nos permite su inclusión en nuestra rutina clínica para promover una atención paliativa de mayor calidad.
Así, ante la debilitación del deseo de vivir al aproximarse la muerte, los autores llaman la atención sobre la necesidad de implementar una estrategia amplia que asegure que todos los pacientes en esta situación tengan acceso a unos cuidados de final de vida adecuados, que no pasen por alto esta faceta del sufrimiento.
En un momento como el actual, ante la inminente irrupción de la muerte médicamente asistida como alternativa asistencial, no cabe duda de que nuestro compromiso con la búsqueda de la excelencia en los cuidados paliativos debe ser aún más fuerte. Y el abordaje del sufrimiento espiritual-existencial en absoluto puede quedar en un segundo plano.
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