sábado, 7 de noviembre de 2020

Atención paliativa y COVID-19: más allá del control sintomático

"La aprensión, la incertidumbre, la espera, la expectación, el miedo a la sorpresa, 
hacen más daño a un paciente que cualquier esfuerzo; 
recuerda que está cara a cara con su enemigo todo el tiempo.” 
Florence Nightingale


Como ya se ha comentado en esta bitácora, la infección grave por SARS-CoV-2 conlleva aspectos particulares que, al condicionar la aparición de necesidades complejas adicionales, hacen especialmente necesario asegurar en su abordaje un enfoque paliativo, integral e individualizado.

Así, estas personas presentan una mayor tasa de mortalidad, que supera el 60% a las 4 semanas, y, por otra parte, incluso quienes gozaban de un aparente buen estado de salud previo, pueden deteriorarse rápidamente, llegando a reducirse el período entre la aparición de la sintomatología grave y la muerte a tan sólo unos pocos días, del orden de unos 6 desde el diagnóstico y en torno a 2 desde que se efectúa la interconsulta a cuidados paliativos. Ello obliga a un seguimiento más estrecho y a una mayor intensidad terapéutica desde un inicio.

Sabemos que 2 de cada 3 de estas personas van a desarrollar un síndrome de distrés respiratorio agudo y que más del 70% van a requerir ventilación mecánica y prácticamente 1 de cada 5, hemodiálisis. Por otra parte, quienes sobrevivan a la UCI, tienen un riesgo nada desdeñable de desarrollar importantes complicaciones físicas, déficits cognitivos y trastornos mentales mantenidos en el tiempo. Más aún, otros muchos pacientes pueden no contar con la capacidad física suficiente que les permita beneficiarse de un soporte intensivo, situación que se agrava ante una situación de sobrecarga de los recursos asistenciales, cuando se impone recurrir a estrictos criterios de triaje para asegurar la optimización de los mismos.

Asimismo, al condicionar el aislamiento infeccioso del paciente, con la consecuente restricción de visitas a familiares y allegados y la interposición de barreras físicas de protección individual, así como la limitación en la duración de las interacciones cara a cara, la pandemia supone una seria amenaza a la calidad de las conversaciones con los pacientes y su entorno, haciendo que puedan resultar deslavazadas e impersonales, particularmente en los casos en que la persona se enfrenta a una forma grave de la enfermedad, y dificultando en gran medida el proceso de toma de decisiones compartidas e informadas. Por todo ello, puede ser causa de un notable impacto psicológico y de un importante sufrimiento evitable, de magnitud a medio y largo plazo aún por conocer.

Así pues, la COVID-19 se está mostrando como causa y potente amplificador del sufrimiento, en particular de aquel asociado a la enfermedad, la vulnerabilidad y la muerte. A la carga sintomática, en un contexto de aparición de nuevos perfiles clínicos de evolución escasamente predecible, se añaden el temor y la ansiedad habituales en toda enfermedad grave, que se ven potenciados por la falta de información y comprensión acerca de una patología nueva y la angustia existencial ante el profundo impacto, mantenido en el tiempo, sobre los sistemas de salud y la disponibilidad de recursos asistenciales.


La profunda incertidumbre que provoca en sí misma esta enfermedad, como resultante de la complejidad, ambigüedad, impredecibilidad y falta de información vinculadas a ella, plantea desafíos sin precedentes en términos logísticos y psicosociales que han puesto en jaque los mecanismos personales y comunitarios que, en otras circunstancias, permiten hacer frente a los acontecimientos infortunados. Sabemos que, con independencia de su origen, la incertidumbre puede afectar negativamente a la experiencia de enfermedad del paciente y de su entorno, en mayor medida cuanto más impredecible sea el curso clínico, así como a sus necesidades de información, preferencias y futuras prioridades acerca de los cuidados, pudiendo llegar la preocupación a ser tan intensa que incluso comprometa el sentido de la propia identidad.

Es por ello que, en un contexto de incertidumbre clínica extrema como el que condiciona la actual pandemia, el valor inherente de las deliberaciones compasivas y colaborativas con paciente y familia encaminadas a perfilar los objetivos de cuidados adquiere un valor aún mayor, en tanto elemento esencial de la atención centrada en la persona. Asegurar que podrán afrontarse con la mayor dignidad las descompensaciones, el pronóstico incierto, la enfermedad grave y las interacciones fragmentadas, pasa por discernir previamente los valores, deseos y preferencias de la persona con respecto al manejo de su enfermedad, y ello exige adoptar un enfoque integral, colaborativo e individualizado, estructurado en un proceso de planificación compartida de decisiones.

Ya antes del estallido de la pandemia, no eran pocos los obstáculos a vencer a la hora de llevar a cabo este proceso, principalmente en términos de limitaciones de tiempo, falta de formación adecuada, temor a dañar las esperanzas del paciente, escasez de recursos e insuficiente conocimiento y sensibilización al respecto a nivel de la sociedad en general. La COVID-19 no sólo ha venido a exacerbar estas barreras preexistentes, sino que también plantea desafíos específicos, de índole logística y psicosocial, tanto a un nivel individual, como también interpersonal, intra e interequipos asistenciales e, incluso, nacional, que hacen necesario, más que nunca, abordar las preferencias, los valores y los objetivos de cuidados lo más pronto posible en el curso de la enfermedad y de una manera intencional, cuidadosamente dirigida.


 
Asimismo, la naturaleza y curso de la COVID-19 ha precipitado como nunca antes la aparición de temores que afectan a la esfera personal, interpersonal, cognitiva y conductual y que pueden condicionar en buena medida las conversaciones sobre planificación anticipada y afectar negativamente a su efectividad.

Es por ello que, ahora menos que nunca, este proceso no puede reducirse a un simple ejercicio mecánico de elección sobre una check-list con alternativas predeterminadas acerca de preferencias sobre lugar de cuidados, nivel de intensidad de tratamiento y órdenes de resucitación o no, sino que debe llevarse a cabo mediante una correcta valoración y planificación deliberativa, enfocada no sólo sobre estos aspectos más generales sino, muy especialmente, en aquellos relevantes de carácter más específico, como la situación clínica, las posibles trayectorias y complicaciones de la enfermedad y las transiciones de cuidados, focalizando las conversaciones en las principales áreas de incertidumbre y complejidad relacionadas. 

Así pues, un enfoque específico en la enfermedad debe dejar claras también las preferencias del paciente acerca de la ventilación mecánica, así como asumir o no la traqueotomía y nutrición percutánea si debe prolongarse en el tiempo, o en relación con la hemodiálisis, además de abordar los aspectos relacionados con la recuperación tras los cuidados agudos, entre otros asuntos. Poder transmitir esperanza en el efecto de los tratamientos no sólo no está reñido sino que debe ir de la mano del reconocimiento, empático pero explícito, de la gravedad de la situación y, en su caso, incluso de la posibilidad de morir. Esperar siempre lo mejor, pero sin dejar de prepararse para lo peor.

Llevamos meses viendo cómo la pandemia condiciona situaciones de final de vida tremendamente complejas y heterogéneas cuyo adecuado manejo, junto con el alivio del sufrimiento, constituye una parte importante de su atención, independientemente del pronóstico vital. Ello incluye, forzosamente, una comunicación clara y oportuna con el paciente, cuando ello sea posible, y con su entorno de cuidados, que permita asegurar una rápida revaloración de los objetivos del paciente y su alineamiento con los planes de tratamiento en caso necesario. Hacer frente a la incierta evolución de la COVID-19 grave sin un adecuado abordaje de los deseos, valores y preferencias de la persona, puede suponer un enorme sufrimiento no sólo para el paciente sino también para su familia y allegados.

En este sentido, al formar parte de nuestra práctica cotidiana, los paliativistas estamos habituados a desempeñarnos en estas interacciones y perfectamente capacitados para manejar estas incertidumbres mediante los recursos comunicativos y de apoyo emocional necesarios para, por una parte, sensibilizar y motivar a los pacientes y su entorno a la hora de abordar estos asuntos y, por la otra, poder conducir de forma efectiva el proceso.

Resulta esencial, por tanto, asegurar el soporte de profesionales debidamente formados en atención paliativa que actúen de forma coordinada con los equipos hospitalarios de agudos, así como garantizar el mantenimiento de dicha asistencia en el entorno comunitario. Porque nunca antes la intervención paliativa había sido tan esencial.