lunes, 30 de mayo de 2022

Atención paliativa: atención compleja

“Todo lo que se ignora, se desprecia”
Fray Antonio de Guevara

El desconocimiento, bastante generalizado, de lo que significa y aporta el enfoque paliativo a la hora de abordar el sufrimiento relacionado con la enfermedad avanzada, supone un importante obstáculo para su implantación equitativa en nuestro sistema sanitario, como el derecho esencial reconocido que es.

La estigmatización de nuestra disciplina no es algo ajeno a nuestros representantes políticos. De hecho, España es el único país de nuestro entorno socioeconómico que aún no reconoce oficialmente la formación específica en medicina paliativa como especialidad o subespecialidad y, a diferencia de la fervorosa diligencia con que se han tramitado otras leyes, se mantiene sin una legislación nacional y con las diferentes estrategias territoriales enfangadas en palabrería vacua desde hace más de una década.

Mapa de los países con algún tipo de reconocimiento oficial a la medicina paliativa

También, por desgracia, siguen siendo muchos los propios compañeros de profesión que minusvaloran y desdeñan nuestra actividad, de forma más o menos explícita, condenando a muchos de sus pacientes a un sufrimiento evitable.

Sin embargo, quienes conocemos la disciplina y la vivimos en primera persona, sabemos bien de la enorme complejidad que conlleva aliviar y acompañar a quien transita por el último tramo de su existencia para intentar que viva tan plenamente como sea posible hasta el último instante.

Por más que se haya descrito como una disciplina “de baja tecnología y alto contacto”, como si eso fuera en sí mismo algo rechazable, la medicina paliativa de ninguna manera da la espalda a la tecnología, pero sí la supedita a la compasión, a la empatía proactiva, a la hora de orientar la atención, de forma que se adapte lo más posible a las necesidades integrales y a los deseos y valores del paciente y de su entorno familiar.

Hablemos de complejidad

Más allá del uso común que identifica lo complejo con lo complicado, lo enmarañado, lo difícil de entender, la complejidad abarca ciertos enfoques de la realidad que conciben el mundo como una entidad en la que todo se encuentra entrelazado. En un sistema complejo, sus múltiples componentes no sólo interaccionan entre sí, sino también con su entorno, generando como consecuencia adaptaciones en sus estados particulares

El paradigma de la complejidad se configuró en los años sesenta del pasado siglo como una nueva manera de hacer ciencia, con un carácter transdisciplinario, y considera que lo que convierte en complejo un fenómeno son las relaciones y las interdependencias entre sus elementos.

Tal y como indican Manel Esteban y su equipo en su extraordinario, y ya clásico, artículo, los sistemas complejos se caracterizan en general por:

  • La no linealidad de los fenómenos, lo que se conoce como efecto mariposa, que implica que, si en un sistema se produce una pequeña perturbación inicial, mediante un proceso de amplificación, podrá generarse un efecto considerablemente grande a corto o medio plazo.
  • La emergencia de procesos, que condiciona que el todo no sea igual a la suma de las partes.
  • El alejamiento del equilibrio, al tratarse de situaciones multicambiantes, con equilibrio inestable.
  • La incertidumbre, toda vez que lo imprevisto lo cambia todo.
  • Las dinámicas caóticas, en las cuales las condiciones iniciales pueden determinarlo todo.
  • Las estructuras fractales, en el sentido de la proporcionalidad existente entre la complejidad del sistema atendido y la de la atención.
  • La indefinición, condicionada por la imprecisión de límites y el subjetivismo.
  • Los cambios catastróficos, es decir, cambiar para seguir igual, y también, al contrario.

Si lo pensamos bien, la enfermedad y su curso clínico no poseen más linealidad que la que le asignamos caprichosamente, en nuestro afán de fragmentar el todo en partes para poder conocer sus componentes e intentar predecir su comportamiento dinámico. Bien sabemos quienes nos dedicamos a esta noble profesión que la forma en que los pacientes enferman muy a menudo no sigue lo que nos dicen los libros de medicina: los cuadros clínicos de las enfermedades no resisten el más ligero análisis desde el prisma de la individualidad.

Por tanto, el modelo etiológico, en la que a cada causa sucede un efecto proporcional a la misma, debemos considerarlo más como un deseo que como una realidad. En medicina, las manifestaciones de enfermedad provienen más de las interacciones entre variables que de las variables mismas. La respuesta a un agente etiológico varía mucho de persona a persona, al igual que sucede con los fármacos. Es decir, todas las enfermedades son, por naturaleza, complejas; y a menudo la relación entre causa y efecto no se repite, es incierta y resulta impredecible, condicionando que el resultado final sea mayor que la suma de sus partes.

Por otra parte, cuando hablamos de enfermedad, y por más que el diagnóstico se tenga que basar en datos objetivos, no todo es medible. Más aún, en este contexto, todo fenómeno biológico se ve influido y modificado por la subjetividad, por diversos sentimientos, prejuicios, creencias, valores y afectos, no sólo por parte del paciente sino también de quienes prestamos la asistencia.

Imagen: sp.depositphotos

En este mismo sentido, Munday, nos llama la atención sobre que, si bien a una mayor concurrencia de procesos, como sucede en la comorbilidad, coexistencia de varias enfermedades o condiciones, correspondería una mayor dificultad de manejo, en realidad la complejidad tiene más que ver con la naturaleza y potencialidad dinámica de ciertos procesos emergentes y su resultado en determinadas condiciones o asociaciones específicas, como ocurre en el caso de la refractariedad de síntomas y el sufrimiento. De igual forma, aunque la etapa final de algunas enfermedades se reconozca como habitualmente compleja, como sucede con la dependencia avanzada o la situación de últimos días, también puede serlo en estadios previos o iniciales, como es habitual en la demencia.

Así pues, y de acuerdo también con Nùria Codorniu y Albert Tuca, la complejidad de una situación clínica se definiría como el conjunto de características emergentes del caso, evaluadas desde una situación multidimensional, que en su particular interacción confieren una especial dificultad en la toma de decisiones, una incertidumbre en el resultado de la intervención terapéutica y una consiguiente necesidad de intensificar la intervención sanitaria especializada. En consecuencia, dicha complejidad depende tanto de las condiciones médicas del proceso como del escenario de la intervención, ya sea comunitario u hospitalario, haciéndose precisa no sólo una evaluación multidimensional, sino también multirreferencial a la hora de abordarla.

Cuando nos encontramos ante una situación de enfermedad avanzada y terminal, a estas circunstancias se añaden el carácter incurable y progresivo de la misma, con posibilidades limitadas de respuesta al tratamiento específico; la presencia de síntomas, múltiples, intensos y cambiantes en el tiempo; el impacto emocional sobre enfermo, familia y equipo; y el pronóstico limitado de vida asociado. Esta difícil realidad condiciona múltiples necesidades y enormes demandas de atención por parte de enfermos y familias, en buena parte vinculadas a la experiencia de la persona acerca de su vida social, su actividad cotidiana y su propia situación de enfermedad.

Como suele resaltar Xavier Gómez-Batiste, uno de nuestros paliativistas más representativos, en este caso, los objetivos terapéuticos están orientados a la mejora de la calidad de vida, a la promoción de la autonomía y a la adaptación emocional a la situación, desde una concepción activa de la terapéutica y un abordaje interdisciplinar. Y, para alcanzarlos, es esencial asegurar tanto el control de síntomas como el apoyo emocional y una adecuada comunicación, siendo necesario el concurso de los dos últimos para lograr la máxima efectividad en el alivio sintomático.

Conviene, por tanto, tener muy presente el concepto clásico de “Dolor Total”, que relaciona el grado de percepción y las dimensiones del dolor, además de con la propia enfermedad, con elementos como la presencia de otros síntomas, la incertidumbre, la soledad, las dificultades de soporte familiar, la incomunicación, la percepción de abandono, el grado de ajuste emocional y de adaptación a la enfermedad y la dimensión trascendente.

Todos estos elementos tienen una gran relevancia causal y terapéutica, de la que depende estrechamente la efectividad del tratamiento y que deben ser tenidas en cuenta cuando atendemos a pacientes en esta situación. Por lo tanto, a la hora de evaluar de las causas y la intensidad de cualquier síntoma, necesariamente deberemos tener en cuenta los factores concurrentes; y para la elaboración de un plan terapéutico es imprescindible incluir tanto medidas generales como de apoyo emocional, asegurar una información apropiada y un compromiso de soporte, así como facilitar la accesibilidad y asumir una reevaluación frecuente.

La situación de enfermedad avanzada y terminal se caracteriza por una gran fragilidad y una probabilidad elevada de cambios bruscos en la evolución, que descompensan la situación de enfermo y familia y, con frecuencia, su grado de ajuste emocional, generando una alta demanda de atención. La actitud terapéutica, la información a enfermos y familiares y nuestra organización practica deben adaptarse lo máximo posible a esta evolución, lo que exige de nosotros una actitud preventiva y flexible

Por todo ello, no parece exagerado decir que, si hay una disciplina médica en la que el clásico modelo reduccionista, lineal, determinista y causal, basado en un esquema predecible de causa-efecto, resulta claramente ineficaz, esa es la medicina paliativa. Y entender mejor esa complejidad inherente, que va más allá de factores como la comorbilidad, la dependencia, el pronóstico vital corto o la intensidad sintomática, es esencial para asegurar un cuidado más integral y efectivo, que permita atender de forma óptima las necesidades del paciente y de su familia.

Imagen: iStock

Surcando el mar de la incertidumbre en busca de la esperanza

Una adecuada atención paliativa implica necesariamente el abordaje de múltiples aspectos en diversas áreas de necesidades que se tratan a continuación:

En la esfera física, las necesidades hacen referencia a los síntomas, a su intensidad y número y a la respuesta y tolerancia a las pautas terapéuticas habituales, a la actividad funcional, el sueño y el reposo, entre otros aspectos

Las características fundamentales de los síntomas en esta condición de enfermedad avanzada son su carácter multidimensional, su alta prevalencia, su aparición frecuentemente combinada o múltiple, sus causas multifactoriales y su evolución altamente cambiante y, en general, con aumento de la intensidad a medida que la enfermedad avanza.

Otros aspectos importantes a tener en cuenta incluyen la estimación del pronóstico vital y las posibilidades de respuesta al tratamiento. En la enfermedad crónica avanzada, y especialmente en los casos de patologías no oncológicas, la estimación pronóstica puede ser bastante incierta. Por su parte, la probabilidad de respuesta al tratamiento depende estrechamente del tipo de síntoma, de la situación global y pronóstica y de características causales, y puede variar notablemente a largo de la trayectoria de la enfermedad.

Todo ello obliga a definir unos objetivos terapéuticos realistas, razonables, incluidos en una estrategia gradual de mejora que promueva la adaptación emocional, y con una actitud preventiva, una monitorización regular y plazos rápidos de revisión en caso de no obtener la respuesta esperada. La información adecuada al paciente y a su familia y asegurar la accesibilidad y disponibilidad son asimismo elementos esenciales, como ya ha sido comentado con anterioridad.

En el ámbito psicoemocional, las necesidades se vinculan con el grado de sufrimiento, que depende del potencial estresante de los acontecimientos, del nivel de impacto o amenaza que representa la enfermedad para la integridad personal y de los recursos de afrontamiento personales y psicosociales con que cuenta el paciente.

De acuerdo con autores como Chapman, Gravin y Turk, este sufrimiento se acompaña de sentimientos de pérdida de control, desesperanza e intolerancia, con predominio de la percepción de incertidumbre sobre la duración de dicha amenaza, y puede prolongarse en el tiempo, interfiriendo progresivamente en todos los hábitos de la vida de la persona, lo que resulta identificable por la incorporación de respuestas de afrontamiento emocional desadaptativas y por la autopercepción de lentitud del paso del tiempo, pudiendo conducir a un estado permanente de desesperanza, tremendamente perturbador.

El bienestar sociofamiliar tiene que ver esencialmente con las funciones y relaciones, con los afectos y la intimidad, con la apariencia física, la posibilidad de entretenimiento, el grado de aislamiento, la situación económica y el sufrimiento familiar, así como con aspectos relacionados con la vulneración de la tarea de cuidar, ya sea en lo concerniente a la salud global del cuidador como a la cobertura de necesidades del paciente.

En todo ello influyen factores como las condiciones estructurales del entorno, ya sea por situación de marginalidad, rotación o carencia de domicilio; el rol, las relaciones y la composición y dinámica familiar, como son los casos de desafección, familia monoparental o caótica; la vida de relación, los valores, creencias y prácticas, con gran impacto del aislamiento sociogeográfico o situaciones de desarraigo o inmigración; los recursos y organización del cuidado, en especial el cuidador frágil, la existencia de múltiples cargas familiares, o la insuficiencia de recursos económicos.

Imagen: ComBankImage

El final de la vida se asocia a necesidades espirituales específicas que afloran más o menos explícitamente según va progresando la enfermedad. Entre ellas, destacan el sentido de valor de la propia vida, de la esperanza y la trascendencia, la necesidad de amar y ser amado, de comprender el significado de la enfermedad y el sufrimiento, el sentimiento de identidad y fortaleza interior, el sentirse escuchado y acompañado.

Sin un sistema estructurado de valores y creencias que haga posible la elaboración del sentido de la vida, de la muerte y su proceso y del sufrimiento, así como la posibilidad de apoyo externo por personas con idénticos valores y creencias, la potencialidad no desarrollada o las expectativas no satisfechas al respecto, la falta de sensación de “vida completada”, se traducirán en sufrimiento espiritual, tan perturbador como el físico y, a veces, menos tolerable.

Este sufrimiento espiritual puede llevar a vivir la enfermedad desde la culpa y, en tanto castigo merecido, con sentimientos de indignidad, vergüenza y alienación. También puede generar sentimientos de injusticia con proyección de dicha culpa, dando lugar a una actitud de cólera, con exigencias o maltrato contra quienes le rodean, así como a una desesperación permanente asociada a presencia permanente de la muerte, con una actitud ambivalente, de búsqueda mágica del milagro y petición de eutanasia al mismo tiempo. Y, por último, a una falta de sentido vital, asociada a la incertidumbre e impotencia, y a una muerte en soledad por vivencia de rechazo y fractura familiar.

Por el contrario, progresar en el proceso de aceptación abre la puerta a nuevas esperanzas, a veces en forma de pequeñas metas renovadas día a día, que, a su vez, permiten hacer frente a los miedos e incertidumbres que van surgiendo.

Por lo que respecta a la atención a los últimos días, esta fase viene caracterizada por el deterioro y la disminución gradual de las funciones físicas y relacionales asociada a los últimos días de vida, y en la que predominan el deterioro físico y funcional, con encamamiento y dificultades de movilización, el incremento del síndrome sistémico, con debilidad y reducción drástica de la ingesta; y la presencia progresiva de alteraciones del  nivel de conciencia, de la capacidad de relación y comunicación con el entorno, y trastornos neuropsicológicos, como el delirium, con o sin persistencia de la sintomatología previa, en un contexto de pronóstico vital de tan sólo algunos días.

En este escenario, se impone aún más la necesidad de optimizar el control de los síntomas en tiempo y forma, incluyendo en su caso la sedación y su manejo, así como gestionar impecablemente elementos de logística o disponibilidad, asegurando una respuesta ajustada a las necesidades de cuidados y emocionales del paciente y de su familia.

Ello requiere reorientar y adaptar las medidas diagnósticas y terapéuticas a la situación, basándose en estos objetivos y en criterios de sentido común, con una actitud preventiva de las situaciones de mayor impacto, como son la disminución de consciencia, la incapacidad total de ingesta y el estado confusional, así como asegurando una toma de decisiones ético-clínicas compartida.

Asimismo, en el caso en que sea necesario, debe realizarse una atención especializada al proceso de duelo desde antes del fallecimiento, con un carácter preventivo y adaptativo, así como prolongarse tras el mismo.

Imagen: Regina Koepp

Por último, deben prevenirse y abordarse también los posibles problemas de índole ética que, al final de la vida suelen corresponderse con discrepancias o conflictos en los ámbitos de la información y comunicación, la toma de decisiones y las denominadas opciones de último recurso. Entre estas últimas, las más habituales son el abordaje de la adecuación del esfuerzo terapéutico, el no inicio o retirada de medidas de soporte vital y asegurar una intensidad de tratamiento proporcional a la magnitud del sufrimiento, así como la interrupción voluntaria y definitiva de la ingesta, la sedación en la situación de agonía y la solicitud de eutanasia o suicidio asistido.

Mucho más que "abrazos y morfina"

Como advierten Carles Blay y cols., en condiciones de incertidumbre y complejidad, la evidencia científica no sólo muestra importantes limitaciones importantes para acompañar las buenas prácticas y la toma de decisiones, sino que incluso podría comportarse como un facilitador de iatrogenia. En consecuencia, cuanto más compleja e incierta es la situación del paciente, menor es la opción de los clínicos para encontrar un marco decisional adecuado en la ciencia publicada y más debe buscarse en una aproximación integral, basada en la identificación de sus necesidades, valores y preferencias sobre la que aplicar enfoques de gestión de caso.

Por otra parte, la valoración de la calidad de vida conlleva una respuesta cognoscitiva de la persona que va seguida por una reacción emocional, elementos ambos que reflejan el grado de satisfacción con la situación personal concreta en función del nivel de consecución de las expectativas iniciales. Esta valoración, por más que se vea influida y moderada por otras personas, es un proceso esencialmente individual, que el paciente lleva a cabo sobre un amplio conjunto de factores circunstanciales, analizados de acuerdo con su propia jerarquía de valores.

La consideración de todos estos elementos y su intrínseca subjetividad supone un duro desafío para los profesionales a la hora de medir la efectividad de nuestras intervenciones; cada situación supone inquietudes únicas. La percepción de la enfermedad incluye mucho más que la discapacidad meramente física y no son pocas las personas que no son capaces de expresar sus valores o definir su bienestar o calidad de vida sin un poco de ayuda experta en el proceso de clarificación de los mismos.

La atención paliativa es ciencia al servicio de una “compasión efectiva”, desde la honesta y comprometida aceptación de nuestra finitud. Va más allá del control de los síntomas físicos y se centra en ayudar a vivir, y a morir, desde el reconocimiento y reivindicación de la dignidad en la vulnerabilidad. Contempla a la persona, por tanto, más allá de la enfermedad, para ayudar a que pueda aprovechar, si lo desea, cuanto tiene a su alcance hasta el último momento, con respeto a sus valores, deseos y preferencias.

Es por ello que sobrepasa lo meramente científico y constituye quizá la disciplina en que el carácter central del paciente adquiere más sentido, por más que no sea fácil cuantificar beneficios o progresos netos en la salud de aquellos a quienes cuidamos.

Y, desde luego, nuestra filosofía no tiene nada que ver con pasividad, resignación prematura ni derrotismo ante la enfermedad, sino con la aceptación de que, llegado el momento, los profesionales debemos saber ser capaces de dejar de lado la fantasía del milagro médico que nos inculcaron en la facultad y volver la vista hacia nuestros orígenes, de modo que la atención y el cariño faciliten el mayor bienestar emocional y espiritual posible, en que el confort, en todo su sentido, se erija en el principal objetivo. Intentar, en suma, ensanchar la vida, dotando de sentido y máxima dignidad al proceso de morir.

En consecuencia, los paliativistas no sólo encontramos un profundo sentido a lo que hacemos, sino que nos sentimos privilegiados por el hecho de que las personas nos permitan acompañarlas en su singladura final y poder emplear nuestros conocimientos para contribuir a que doten de sentido a su existencia y vivan cada momento con la mayor dignidad. Nada más. Y nada menos.

Si te sigue pareciendo que nuestra labor es algo sencillo, al alcance de cualquiera, créeme, no lo es. Abordar adecuadamente las complejas necesidades de las personas en el final de su vida, y de su entorno, exige una amplia formación específica, mucho esfuerzo y mucha, mucha práctica; no estamos, como acostumbra a decir un buen amigo, ante un vehículo apto para cualquier conductor.

En este sentido, el trabajo de Hanna-Leena Melender y su equipo me parece bastante ilustrativo de los conocimientos, habilidades, valores y actitudes que se requieren para un adecuado rendimiento en esta disciplina.

Y, en fin, por lo que respecta a los descreídos impenitentes, están formalmente invitados a compartir una semana de trabajo con cualquiera de nosotros. 

¡Dicho queda!