El desconocimiento, bastante generalizado, de lo que significa y aporta el enfoque paliativo a la hora de abordar el sufrimiento relacionado con la enfermedad avanzada, supone un importante obstáculo para su implantación equitativa en nuestro sistema sanitario, como el derecho esencial reconocido que es.
La estigmatización de nuestra disciplina no es algo ajeno a
nuestros representantes políticos. De hecho, España es el único país de nuestro
entorno socioeconómico que aún no reconoce oficialmente la formación específica
en medicina paliativa como especialidad o subespecialidad y, a diferencia de la
fervorosa diligencia con que se han tramitado otras leyes, se mantiene sin una
legislación nacional y con las diferentes estrategias territoriales enfangadas
en palabrería vacua desde hace más de una década.
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Mapa de los países con algún tipo de reconocimiento oficial a la medicina paliativa |
También, por desgracia, siguen siendo muchos los propios
compañeros de profesión que minusvaloran y desdeñan nuestra actividad, de forma
más o menos explícita, condenando a muchos de sus pacientes a un sufrimiento
evitable.
Sin embargo, quienes conocemos la disciplina y la vivimos en
primera persona, sabemos bien de la enorme complejidad que conlleva aliviar y
acompañar a quien transita por el último tramo de su existencia para intentar
que viva tan plenamente como sea posible hasta el último instante.
Por más que se haya descrito como una disciplina “de baja tecnología y alto contacto”, como si eso fuera en sí mismo algo rechazable, la medicina paliativa de ninguna manera da la espalda a la tecnología, pero sí la supedita a la compasión, a la empatía proactiva, a la hora de orientar la atención, de forma que se adapte lo más posible a las necesidades integrales y a los deseos y valores del paciente y de su entorno familiar.
Hablemos de complejidad
Más allá del uso común que identifica lo complejo con lo complicado, lo enmarañado, lo difícil de entender, la complejidad abarca ciertos enfoques de la realidad que conciben el mundo como una entidad en la que todo se encuentra entrelazado. En un sistema complejo, sus múltiples componentes no sólo interaccionan entre sí, sino también con su entorno, generando como consecuencia adaptaciones en sus estados particulares

El paradigma de la complejidad se configuró en los
años sesenta del pasado siglo como una nueva manera de hacer ciencia, con un
carácter transdisciplinario, y considera que lo que convierte en complejo un
fenómeno son las relaciones y las interdependencias entre sus elementos.
Tal y como indican Manel Esteban y su equipo en su extraordinario, y ya clásico, artículo, los sistemas complejos se caracterizan en general por:
- La no linealidad de los fenómenos, lo que se conoce como efecto mariposa, que implica que, si en un sistema se produce una pequeña perturbación inicial, mediante un proceso de amplificación, podrá generarse un efecto considerablemente grande a corto o medio plazo.
- La emergencia de procesos, que condiciona que el todo no sea igual a la suma de las partes.
- El alejamiento del equilibrio, al tratarse de situaciones multicambiantes, con equilibrio inestable.
- La incertidumbre, toda vez que lo imprevisto lo cambia todo.
- Las dinámicas caóticas, en las cuales las condiciones iniciales pueden determinarlo todo.
- Las estructuras fractales, en el sentido de la proporcionalidad existente entre la complejidad del sistema atendido y la de la atención.
- La indefinición, condicionada por la imprecisión de límites y el subjetivismo.
- Los cambios catastróficos, es decir, cambiar para seguir igual, y también, al contrario.
Si lo pensamos bien, la enfermedad y su curso clínico no
poseen más linealidad que la que le asignamos caprichosamente, en nuestro afán
de fragmentar el todo en partes para poder conocer sus componentes e intentar
predecir su comportamiento dinámico. Bien sabemos quienes nos dedicamos a esta
noble profesión que la forma en que los pacientes enferman muy a menudo no
sigue lo que nos dicen los libros de medicina: los cuadros clínicos de las
enfermedades no resisten el más ligero análisis desde el prisma de la
individualidad.
Por tanto, el modelo etiológico, en la que a cada causa sucede un efecto proporcional a la misma, debemos considerarlo más como un deseo que como una realidad. En medicina, las manifestaciones de enfermedad provienen más de las interacciones entre variables que de las variables mismas. La respuesta a un agente etiológico varía mucho de persona a persona, al igual que sucede con los fármacos. Es decir, todas las enfermedades son, por naturaleza, complejas; y a menudo la relación entre causa y efecto no se repite, es incierta y resulta impredecible, condicionando que el resultado final sea mayor que la suma de sus partes.
Por otra parte, cuando hablamos de enfermedad, y por más que el diagnóstico se tenga que basar en datos objetivos, no todo es medible. Más aún, en este contexto, todo fenómeno biológico se ve influido y modificado por la subjetividad, por diversos sentimientos, prejuicios, creencias, valores y afectos, no sólo por parte del paciente sino también de quienes prestamos la asistencia.
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Imagen: sp.depositphotos |
En este mismo sentido, Munday, nos llama la atención
sobre que, si bien a una mayor concurrencia de procesos, como sucede en la
comorbilidad, coexistencia de varias enfermedades o condiciones, correspondería
una mayor dificultad de manejo, en realidad la complejidad tiene más que ver
con la naturaleza y potencialidad dinámica de ciertos procesos emergentes y su
resultado en determinadas condiciones o asociaciones específicas, como ocurre
en el caso de la refractariedad de síntomas y el sufrimiento. De igual forma,
aunque la etapa final de algunas enfermedades se reconozca como habitualmente
compleja, como sucede con la dependencia avanzada o la situación de últimos
días, también puede serlo en estadios previos o iniciales, como es habitual en
la demencia.
Así pues, y de acuerdo también con Nùria Codorniu y Albert
Tuca, la complejidad de una situación clínica se definiría como el conjunto de
características emergentes del caso, evaluadas desde una situación
multidimensional, que en su particular interacción confieren una especial
dificultad en la toma de decisiones, una incertidumbre en el resultado
de la intervención terapéutica y una consiguiente necesidad de intensificar
la intervención sanitaria especializada. En consecuencia, dicha complejidad
depende tanto de las condiciones médicas del proceso como del escenario
de la intervención, ya sea comunitario u hospitalario, haciéndose precisa no
sólo una evaluación multidimensional, sino también multirreferencial a la hora
de abordarla.
Cuando nos encontramos ante una situación de enfermedad
avanzada y terminal, a estas circunstancias se añaden el carácter incurable y
progresivo de la misma, con posibilidades limitadas de respuesta al tratamiento
específico; la presencia de síntomas, múltiples, intensos y cambiantes en el
tiempo; el impacto emocional sobre enfermo, familia y equipo; y el pronóstico
limitado de vida asociado. Esta difícil realidad condiciona múltiples
necesidades y enormes demandas de atención por parte de enfermos y familias, en
buena parte vinculadas a la experiencia de la persona acerca de su vida social,
su actividad cotidiana y su propia situación de enfermedad.
Como suele resaltar Xavier Gómez-Batiste, uno de nuestros
paliativistas más representativos, en este caso, los objetivos terapéuticos
están orientados a la mejora de la calidad de vida, a la promoción de la
autonomía y a la adaptación emocional a la situación, desde una concepción
activa de la terapéutica y un abordaje interdisciplinar. Y, para alcanzarlos,
es esencial asegurar tanto el control de síntomas como el apoyo emocional y una
adecuada comunicación, siendo necesario el concurso de los dos últimos para
lograr la máxima efectividad en el alivio sintomático.
Conviene, por tanto, tener muy presente el concepto clásico
de “Dolor Total”, que relaciona el grado de percepción y las dimensiones
del dolor, además de con la propia enfermedad, con elementos como la presencia
de otros síntomas, la incertidumbre, la soledad, las dificultades de soporte
familiar, la incomunicación, la percepción de abandono, el grado de ajuste
emocional y de adaptación a la enfermedad y la dimensión trascendente.
Todos estos elementos tienen una gran relevancia causal y
terapéutica, de la que depende estrechamente la efectividad del tratamiento y
que deben ser tenidas en cuenta cuando atendemos a pacientes en esta situación.
Por lo tanto, a la hora de evaluar de las causas y la intensidad de cualquier
síntoma, necesariamente deberemos tener en cuenta los factores concurrentes; y
para la elaboración de un plan terapéutico es imprescindible incluir tanto
medidas generales como de apoyo emocional, asegurar una información apropiada y
un compromiso de soporte, así como facilitar la accesibilidad y asumir una
reevaluación frecuente.
La situación de enfermedad avanzada y terminal se
caracteriza por una gran fragilidad y una probabilidad elevada de cambios
bruscos en la evolución, que descompensan la situación de enfermo y familia y,
con frecuencia, su grado de ajuste emocional, generando una alta demanda de
atención. La actitud terapéutica, la información a enfermos y familiares y
nuestra organización practica deben adaptarse lo máximo posible a esta
evolución, lo que exige de nosotros una actitud preventiva y flexible
Por todo ello, no parece exagerado decir que, si hay una
disciplina médica en la que el clásico modelo reduccionista, lineal,
determinista y causal, basado en un esquema predecible de causa-efecto, resulta
claramente ineficaz, esa es la medicina paliativa. Y entender mejor esa
complejidad inherente, que va más allá de factores como la comorbilidad, la
dependencia, el pronóstico vital corto o la intensidad sintomática, es esencial
para asegurar un cuidado más integral y efectivo, que permita atender de forma
óptima las necesidades del paciente y de su familia.
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Imagen: iStock |
Surcando el mar de la incertidumbre en busca de la esperanza
Una adecuada atención paliativa implica necesariamente el
abordaje de múltiples aspectos en diversas áreas de necesidades que se tratan a
continuación:
En la esfera física, las necesidades hacen referencia
a los síntomas, a su intensidad y número y a la respuesta y tolerancia a las
pautas terapéuticas habituales, a la actividad funcional, el sueño y el reposo,
entre otros aspectos
Las características fundamentales de los síntomas en esta
condición de enfermedad avanzada son su carácter multidimensional, su alta
prevalencia, su aparición frecuentemente combinada o múltiple, sus causas
multifactoriales y su evolución altamente cambiante y, en general, con aumento
de la intensidad a medida que la enfermedad avanza.
Otros aspectos importantes a tener en cuenta incluyen la
estimación del pronóstico vital y las posibilidades de respuesta al
tratamiento. En la enfermedad crónica avanzada, y especialmente en los casos de
patologías no oncológicas, la estimación pronóstica puede ser bastante incierta.
Por su parte, la probabilidad de respuesta al tratamiento depende estrechamente
del tipo de síntoma, de la situación global y pronóstica y de características
causales, y puede variar notablemente a largo de la trayectoria de la enfermedad.
Todo ello obliga a definir unos objetivos terapéuticos
realistas, razonables, incluidos en una estrategia gradual de mejora que
promueva la adaptación emocional, y con una actitud preventiva, una monitorización
regular y plazos rápidos de revisión en caso de no obtener la respuesta
esperada. La información adecuada al paciente y a su familia y asegurar la
accesibilidad y disponibilidad son asimismo elementos esenciales, como ya ha
sido comentado con anterioridad.
En el ámbito psicoemocional, las necesidades se
vinculan con el grado de sufrimiento, que depende del potencial
estresante de los acontecimientos, del nivel de impacto o amenaza que
representa la enfermedad para la integridad personal y de los recursos de
afrontamiento personales y psicosociales con que cuenta el paciente.
De acuerdo con autores como Chapman, Gravin y Turk, este
sufrimiento se acompaña de sentimientos de pérdida de control, desesperanza e
intolerancia, con predominio de la percepción de incertidumbre sobre la
duración de dicha amenaza, y puede prolongarse en el tiempo, interfiriendo
progresivamente en todos los hábitos de la vida de la persona, lo que resulta
identificable por la incorporación de respuestas de afrontamiento emocional
desadaptativas y por la autopercepción de lentitud del paso del tiempo,
pudiendo conducir a un estado permanente de desesperanza, tremendamente
perturbador.
El bienestar sociofamiliar tiene que ver esencialmente
con las funciones y relaciones, con los afectos y la intimidad, con la apariencia
física, la posibilidad de entretenimiento, el grado de aislamiento, la
situación económica y el sufrimiento familiar, así como con aspectos
relacionados con la vulneración de la tarea de cuidar, ya sea en lo
concerniente a la salud global del cuidador como a la cobertura de necesidades
del paciente.
En todo ello influyen factores como las condiciones
estructurales del entorno, ya sea por situación de marginalidad, rotación o
carencia de domicilio; el rol, las relaciones y la composición y dinámica
familiar, como son los casos de desafección, familia monoparental o caótica; la
vida de relación, los valores, creencias y prácticas, con gran impacto del aislamiento
sociogeográfico o situaciones de desarraigo o inmigración; los recursos y
organización del cuidado, en especial el cuidador frágil, la existencia de múltiples
cargas familiares, o la insuficiencia de recursos económicos.
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Imagen: ComBankImage |
El final de la vida se asocia a necesidades espirituales
específicas que afloran más o menos explícitamente según va progresando la
enfermedad. Entre ellas, destacan el sentido de valor de la propia vida, de la
esperanza y la trascendencia, la necesidad de amar y ser amado, de comprender
el significado de la enfermedad y el sufrimiento, el sentimiento de identidad y
fortaleza interior, el sentirse escuchado y acompañado.
Sin un sistema estructurado de valores y creencias que haga
posible la elaboración del sentido de la vida, de la muerte y su proceso y del
sufrimiento, así como la posibilidad de apoyo externo por personas con
idénticos valores y creencias, la potencialidad no desarrollada o las
expectativas no satisfechas al respecto, la falta de sensación de “vida
completada”, se traducirán en sufrimiento espiritual, tan perturbador como el
físico y, a veces, menos tolerable.
Este sufrimiento espiritual puede llevar a vivir la
enfermedad desde la culpa y, en tanto castigo merecido, con sentimientos de
indignidad, vergüenza y alienación. También puede generar sentimientos de
injusticia con proyección de dicha culpa, dando lugar a una actitud de cólera, con
exigencias o maltrato contra quienes le rodean, así como a una desesperación
permanente asociada a presencia permanente de la muerte, con una actitud
ambivalente, de búsqueda mágica del milagro y petición de eutanasia al mismo
tiempo. Y, por último, a una falta de sentido vital, asociada a la
incertidumbre e impotencia, y a una muerte en soledad por vivencia de rechazo y
fractura familiar.
Por el contrario, progresar en el proceso de aceptación abre
la puerta a nuevas esperanzas, a veces en forma de pequeñas metas renovadas día
a día, que, a su vez, permiten hacer frente a los miedos e incertidumbres que
van surgiendo.
Por lo que respecta a la atención a los últimos días,
esta fase viene caracterizada por el deterioro y la disminución gradual de las
funciones físicas y relacionales asociada a los últimos días de vida, y en la
que predominan el deterioro físico y funcional, con encamamiento y dificultades
de movilización, el incremento del síndrome sistémico, con debilidad y reducción
drástica de la ingesta; y la presencia progresiva de alteraciones del nivel de conciencia, de la capacidad de
relación y comunicación con el entorno, y trastornos neuropsicológicos, como el
delirium, con o sin persistencia de la sintomatología previa, en un contexto de
pronóstico vital de tan sólo algunos días.
En este escenario, se impone aún más la necesidad de optimizar
el control de los síntomas en tiempo y forma, incluyendo en su caso la sedación
y su manejo, así como gestionar impecablemente elementos de logística o
disponibilidad, asegurando una respuesta ajustada a las necesidades de cuidados
y emocionales del paciente y de su familia.
Ello requiere reorientar y adaptar las medidas diagnósticas
y terapéuticas a la situación, basándose en estos objetivos y en criterios de
sentido común, con una actitud preventiva de las situaciones de mayor impacto,
como son la disminución de consciencia, la incapacidad total de ingesta y el
estado confusional, así como asegurando una toma de decisiones ético-clínicas
compartida.
Asimismo, en el caso en que sea necesario, debe realizarse
una atención especializada al proceso de duelo desde antes del fallecimiento,
con un carácter preventivo y adaptativo, así como prolongarse tras el mismo.
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Imagen: Regina Koepp |
Por último, deben prevenirse y abordarse también los
posibles problemas de índole ética que, al final de la vida suelen
corresponderse con discrepancias o conflictos en los ámbitos de la información
y comunicación, la toma de decisiones y las denominadas opciones de último
recurso. Entre estas últimas, las más habituales son el abordaje de la
adecuación del esfuerzo terapéutico, el no inicio o retirada de medidas de
soporte vital y asegurar una intensidad de tratamiento proporcional a la magnitud
del sufrimiento, así como la interrupción voluntaria y definitiva de la ingesta,
la sedación en la situación de agonía y la solicitud de eutanasia o suicidio
asistido.
Mucho más que "abrazos y morfina"
Como advierten Carles Blay y cols., en condiciones
de incertidumbre y complejidad, la evidencia científica no sólo muestra
importantes limitaciones importantes para acompañar las buenas prácticas y la
toma de decisiones, sino que incluso podría comportarse como un facilitador de
iatrogenia. En consecuencia, cuanto más compleja e incierta es la situación del
paciente, menor es la opción de los clínicos para encontrar un marco decisional
adecuado en la ciencia publicada y más debe buscarse en una aproximación
integral, basada en la identificación de sus necesidades, valores y
preferencias sobre la que aplicar enfoques de gestión de caso.
Por otra parte, la valoración de la calidad de vida conlleva una respuesta cognoscitiva de la persona que va seguida por una reacción emocional, elementos ambos que reflejan el grado de satisfacción con la situación personal concreta en función del nivel de consecución de las expectativas iniciales. Esta valoración, por más que se vea influida y moderada por otras personas, es un proceso esencialmente individual, que el paciente lleva a cabo sobre un amplio conjunto de factores circunstanciales, analizados de acuerdo con su propia jerarquía de valores.
La consideración de todos estos elementos y su intrínseca subjetividad supone un duro desafío para los profesionales a la hora de medir la efectividad de nuestras intervenciones; cada situación supone inquietudes únicas. La percepción de la enfermedad incluye mucho más que la discapacidad meramente física y no son pocas las personas que no son capaces de expresar sus valores o definir su bienestar o calidad de vida sin un poco de ayuda experta en el proceso de clarificación de los mismos.
La atención paliativa es ciencia al servicio de una
“compasión efectiva”, desde la honesta y comprometida aceptación de nuestra
finitud. Va más allá del control de los síntomas físicos y se centra en ayudar
a vivir, y a morir, desde el reconocimiento y reivindicación de la dignidad en
la vulnerabilidad. Contempla a la persona, por tanto, más allá de la
enfermedad, para ayudar a que pueda aprovechar, si lo desea, cuanto tiene a su
alcance hasta el último momento, con respeto a sus valores, deseos y
preferencias.
Es por ello que sobrepasa lo meramente científico y
constituye quizá la disciplina en que el carácter central del paciente adquiere
más sentido, por más que no sea fácil cuantificar beneficios o progresos netos
en la salud de aquellos a quienes cuidamos.
Y, desde luego, nuestra filosofía no tiene nada que ver con
pasividad, resignación prematura ni derrotismo ante la enfermedad, sino con la
aceptación de que, llegado el momento, los profesionales debemos saber ser
capaces de dejar de lado la fantasía del milagro médico que nos inculcaron en
la facultad y volver la vista hacia nuestros orígenes, de modo que la atención
y el cariño faciliten el mayor bienestar emocional y espiritual posible, en que
el confort, en todo su sentido, se erija en el principal objetivo. Intentar, en
suma, ensanchar la vida, dotando de sentido y máxima dignidad al proceso de
morir.
En consecuencia, los paliativistas no sólo encontramos un
profundo sentido a lo que hacemos, sino que nos sentimos privilegiados por el
hecho de que las personas nos permitan acompañarlas en su singladura final y
poder emplear nuestros conocimientos para contribuir a que doten de sentido a
su existencia y vivan cada momento con la mayor dignidad. Nada más. Y nada
menos.
Si te sigue pareciendo que nuestra labor es algo sencillo,
al alcance de cualquiera, créeme, no lo es. Abordar adecuadamente las complejas
necesidades de las personas en el final de su vida, y de su entorno, exige una
amplia formación específica, mucho esfuerzo y mucha, mucha práctica; no estamos,
como acostumbra a decir un buen amigo, ante un vehículo apto para cualquier
conductor.
En este sentido, el trabajo de Hanna-Leena Melender y su equipo me parece bastante ilustrativo de los conocimientos,
habilidades, valores y actitudes que se requieren para un adecuado rendimiento
en esta disciplina.
Y, en fin, por lo que respecta a los descreídos impenitentes, están formalmente invitados a compartir una semana de trabajo con cualquiera de nosotros.
¡Dicho queda!