"El miedo a la muerte lo tiene todo el mundo,
pero más que miedo a la muerte misma es miedo al tránsito.
En fin, creo que el miedo no es a estar muerto, sino a estar muriéndose"
Gabriel García Márquez
"La competencia sin compasión es brutal e inhumana;
la compasión sin competencia supone una intrusión inexpresiva,
muy a menudo perjudicial"
Rocío del Carmen Guillén
"La competencia sin compasión es brutal e inhumana;
la compasión sin competencia supone una intrusión inexpresiva,
muy a menudo perjudicial"
Rocío del Carmen Guillén
El imparable y progresivo avance científico-técnico experimentado por la Medicina a lo largo del pasado siglo y de lo que llevamos del actual ha contribuido a crear un clima generalizado de optimismo y confianza en torno a la creencia de que todas las condiciones potencialmente mortales pueden hasta cierto punto ser derrotadas, sobre todo si los esfuerzos implicados son absolutos.
Esta "tecnocracia" imperante en nuestra sociedad, en palabras del maestro Marcos Gómez Sancho, niega y esconde la muerte natural, aceptando como única realidad la muerte accidental. Amparándose en el hecho de que cada vez es posible intervenir con mayor agresividad en los procesos de salud y enfermedad, se desarrolla la ilusión de que, con el tiempo, todos los límites humanos serán superados.
Ciertamente, la medicina y la tecnología modernas han marginado a la muerte, la han excluido del entorno familiar en beneficio del hospital, que se ha convertido en el eje sobre el que gira todo el sistema sanitario, han prolongado inútilmente su espera y, en consecuencia, el sufrimiento. Pero no es menos cierto que esta realidad se enmarca en un contexto sociocultural cuyos valores, nunca cuestionados, construyen y difunden una imagen global esencialmente negativa de la muerte y del proceso mismo de morir, concibiéndose como la antítesis de la juventud y de la belleza.
Nuestra sociedad, nos dice Gómez Sancho, ha perdido el sentido profundo de la muerte, es decir, la convicción de lo importante que es integrarla en la vida y la realidad. La muerte ha dejado de ser admitida como un fenómeno natural esencial a la existencia humana, se ha generado un rechazo a que la muerte signifique, a que adquiera fuerza de signo. Nos encontramos ante una sociedad que, siendo mortal, reniega de la muerte en una respuesta de vergüenza ante ella, reduciéndola a un acontecimiento absurdo, a una especie de fallo sin justificación, condenado muy a menudo a ser padecido en la ignorancia y la pasividad.
En este contexto, la imagen de la batalla y la victoria sobre el enemigo sigue impregnando el discurso sobre las enfermedades que más aquejan nuestra sociedad; y, si es posible ganar la batalla, entonces se antoja necesario participar en la lucha. Así, se espera de las personas, aunque se estén muriendo, que "luchen por vivir", que "no tiren la toalla" y, de una manera similar, se espera de los profesionales sanitarios que actúen en ese mismo sentido. Incluso cuando la muerte es inminente, la lucha por preservar la vida se entiende como un factor que contribuye a progresar en el conocimiento.
Este enfoque heroico-belicista, asociado a las duras virtudes militares del combate, vinculado con la perseverancia a cualquier precio, con el no darse nunca por vencido y con la figura del médico en funciones de "general en jefe", define lo que la filósofa polaca Halina Bortnowska denomina "ethos de la curación", en contraposición al "ethos de la atención" o "de los cuidados".
El avance técnico se ha traducido, necesariamente, en un proceso de superespecialización que ha tenido como efecto negativo el desarrollo de una concepción científica fragmentaria y reduccionista en la aproximación a la persona enferma, que tiende a relegar su autonomía y bienestar y conlleva un riesgo importante de despersonalización de la atención médica.
Como bien remarca otro primer espada de nuestra Medicina Paliativa, Jaime Sanz Ortiz, la práctica profesional se ha ido centrando progresivamente en el estudio de las enfermedades, en el análisis de su comportamiento en el cuerpo, en las alteraciones de las funciones orgánicas; continúa existiendo, de hecho, una enorme desproporción en la formación médica entre los conocimientos técnicos recibidos y la preparación en los aspectos humanos de la profesión.
Así, el "médico somático", entrenado desde sus primeros días en la facultad para ser más bien componedor y mecánico, no tanto cuidador, centra su interés técnico en el órgano o sistema propio de su especialidad y a menudo parece dejar en un segundo plano el interés por la persona que padece la enfermedad y sus consecuencias.
Esta carencia de atención se puede hacer más patente aún, si cabe, cuando el paciente no es curable, especialmente en el entorno hospitalario. Como bien señala Sanz Ortiz, la sociedad ha depositado principalmente en los hospitales la responsabilidad de cuidar a los enfermos terminales sin prepararles para ello. En España, de hecho, una de cada cinco a seis camas de un hospital de agudos están ocupadas por enfermos en fase avanzada y terminal o por ancianos con patología crónica compleja cuando, en buena parte de los casos, los hospitales generales no están organizados ni tienen personal suficientemente capacitado para ofrecer una atención efectiva al paciente en situación de final de vida y a su familia.
A menudo equiparables a una especie de "fábricas de salud" o de "taller de reparaciones" sólo preparados para salvar vidas, lograr curaciones, arreglar los desperfectos, o destinar a la chatarra, parece como si el enfermo no curable interfiriera en su funcionamiento y no tuviera acomodo en sus índices de productividad. Existe, en consecuencia, una fuerte inclinación a aplicar tratamientos enérgicos y las más modernas técnicas para curar la enfermedad pues de ese modo, y aunque finalmente no sea posible, se consideran cumplidos los objetivos asistenciales.
Pero, además, cuando se concibe la curación como indicativo del éxito, la muerte puede ser interpretada, institucional y profesionalmente, como un fracaso. En estas condiciones, y por más que el encarnizamiento terapéutico se haya ido convirtiendo en algo raro, aún siguen existiendo muchas víctimas del "activismo terapéutico" sistemático a que se refiere Gómez Sancho.
No son pocos los enfermos avanzados que entran en un hospital para terminar sus días como prisioneros de los complejos engranajes de la medicina curativa intensiva, sometidos a la cruel desproporción entre la relevancia y agresividad de los medios empleados y el carácter irrisorio del resultado previsto, que muchas veces sólo consigue prolongar su agonía, un período de la vida que todos deseamos sea breve y lo más cómodo posible. Otros, puesto que ni la sociedad ni el sistema sanitario facilitan suficientemente la atención en el domicilio o en el entorno residencial, se ven obligados a repartir su tiempo entre su casa y los frecuentes desplazamientos de ida y vuelta a los servicios de urgencia, sin que ello suponga la solución a sus problemas.
El espectacular avance tecnológico ha favorecido entre muchos profesionales sanitarios un sentimiento de poder frente a la muerte, por lo que el principal objetivo es tratar de vencerla. El médico tiende a reivindicar la lucha contra ella como su razón de ser y necesita convencerse de que se ha hecho todo lo que podía hacerse siendo que, cuantos más medios tiene a su disposición y más cree en la obligación de utilizarlos, menos acepta las limitaciones de su poder. Acostumbrados a considerarse responsables de la curación en no pocos trastornos, no es raro que muchos profesionales se sientan inseguros, y por tanto incómodos, al enfrentarse con la perspectiva de la muerte de su paciente, en buena parte también por la angustia que les causa el reflejo de la suya propia.
Añadido a la sensación de fracaso percibida cuando "ya no hay nada más que hacer", conduce a que, de forma inconsciente, el enfermo en situación de final de vida tienda a verse aislado, separado, en cierto modo abandonado, hasta el punto de que en ocasiones fallece acompañado tan sólo por la enfermera de turno y la instrumentación técnica correspondiente.
El resultado final es una alteración funcional que menoscaba la eficacia curativa y asistencial de la institución, aumenta el gasto farmacéutico y genera una ocupación indebida de camas con importante repercusión sobre las listas de espera, y por tanto con la equidad de la asistencia, además de incrementar en los pacientes su sufrimiento, añadido a una falta de reconocimiento de su identidad como personas, lo que puede dar lugar a una muerte anónima, sin posibilidad de llevar a cabo sus últimos deseos, e incluso deseada como liberación.
En palabras del ya citado Marcos Gómez Sancho, el intento de domesticar el morir y la muerte puede convertir la agonía en una situación cruel, desproporcionada, injusta e inútil, tanto para el paciente como para su familia.
Esta "tecnocracia" imperante en nuestra sociedad, en palabras del maestro Marcos Gómez Sancho, niega y esconde la muerte natural, aceptando como única realidad la muerte accidental. Amparándose en el hecho de que cada vez es posible intervenir con mayor agresividad en los procesos de salud y enfermedad, se desarrolla la ilusión de que, con el tiempo, todos los límites humanos serán superados.
Ciertamente, la medicina y la tecnología modernas han marginado a la muerte, la han excluido del entorno familiar en beneficio del hospital, que se ha convertido en el eje sobre el que gira todo el sistema sanitario, han prolongado inútilmente su espera y, en consecuencia, el sufrimiento. Pero no es menos cierto que esta realidad se enmarca en un contexto sociocultural cuyos valores, nunca cuestionados, construyen y difunden una imagen global esencialmente negativa de la muerte y del proceso mismo de morir, concibiéndose como la antítesis de la juventud y de la belleza.
Nuestra sociedad, nos dice Gómez Sancho, ha perdido el sentido profundo de la muerte, es decir, la convicción de lo importante que es integrarla en la vida y la realidad. La muerte ha dejado de ser admitida como un fenómeno natural esencial a la existencia humana, se ha generado un rechazo a que la muerte signifique, a que adquiera fuerza de signo. Nos encontramos ante una sociedad que, siendo mortal, reniega de la muerte en una respuesta de vergüenza ante ella, reduciéndola a un acontecimiento absurdo, a una especie de fallo sin justificación, condenado muy a menudo a ser padecido en la ignorancia y la pasividad.
En este contexto, la imagen de la batalla y la victoria sobre el enemigo sigue impregnando el discurso sobre las enfermedades que más aquejan nuestra sociedad; y, si es posible ganar la batalla, entonces se antoja necesario participar en la lucha. Así, se espera de las personas, aunque se estén muriendo, que "luchen por vivir", que "no tiren la toalla" y, de una manera similar, se espera de los profesionales sanitarios que actúen en ese mismo sentido. Incluso cuando la muerte es inminente, la lucha por preservar la vida se entiende como un factor que contribuye a progresar en el conocimiento.
Este enfoque heroico-belicista, asociado a las duras virtudes militares del combate, vinculado con la perseverancia a cualquier precio, con el no darse nunca por vencido y con la figura del médico en funciones de "general en jefe", define lo que la filósofa polaca Halina Bortnowska denomina "ethos de la curación", en contraposición al "ethos de la atención" o "de los cuidados".
Halina Bortnowska (Imagen: onet.pl) |
El avance técnico se ha traducido, necesariamente, en un proceso de superespecialización que ha tenido como efecto negativo el desarrollo de una concepción científica fragmentaria y reduccionista en la aproximación a la persona enferma, que tiende a relegar su autonomía y bienestar y conlleva un riesgo importante de despersonalización de la atención médica.
Como bien remarca otro primer espada de nuestra Medicina Paliativa, Jaime Sanz Ortiz, la práctica profesional se ha ido centrando progresivamente en el estudio de las enfermedades, en el análisis de su comportamiento en el cuerpo, en las alteraciones de las funciones orgánicas; continúa existiendo, de hecho, una enorme desproporción en la formación médica entre los conocimientos técnicos recibidos y la preparación en los aspectos humanos de la profesión.
Así, el "médico somático", entrenado desde sus primeros días en la facultad para ser más bien componedor y mecánico, no tanto cuidador, centra su interés técnico en el órgano o sistema propio de su especialidad y a menudo parece dejar en un segundo plano el interés por la persona que padece la enfermedad y sus consecuencias.
Esta carencia de atención se puede hacer más patente aún, si cabe, cuando el paciente no es curable, especialmente en el entorno hospitalario. Como bien señala Sanz Ortiz, la sociedad ha depositado principalmente en los hospitales la responsabilidad de cuidar a los enfermos terminales sin prepararles para ello. En España, de hecho, una de cada cinco a seis camas de un hospital de agudos están ocupadas por enfermos en fase avanzada y terminal o por ancianos con patología crónica compleja cuando, en buena parte de los casos, los hospitales generales no están organizados ni tienen personal suficientemente capacitado para ofrecer una atención efectiva al paciente en situación de final de vida y a su familia.
A menudo equiparables a una especie de "fábricas de salud" o de "taller de reparaciones" sólo preparados para salvar vidas, lograr curaciones, arreglar los desperfectos, o destinar a la chatarra, parece como si el enfermo no curable interfiriera en su funcionamiento y no tuviera acomodo en sus índices de productividad. Existe, en consecuencia, una fuerte inclinación a aplicar tratamientos enérgicos y las más modernas técnicas para curar la enfermedad pues de ese modo, y aunque finalmente no sea posible, se consideran cumplidos los objetivos asistenciales.
Los maestros Marcos Gómez Sancho y Jaime Sanz Ortiz, pioneros de la Medicina Paliativa en España |
Pero, además, cuando se concibe la curación como indicativo del éxito, la muerte puede ser interpretada, institucional y profesionalmente, como un fracaso. En estas condiciones, y por más que el encarnizamiento terapéutico se haya ido convirtiendo en algo raro, aún siguen existiendo muchas víctimas del "activismo terapéutico" sistemático a que se refiere Gómez Sancho.
No son pocos los enfermos avanzados que entran en un hospital para terminar sus días como prisioneros de los complejos engranajes de la medicina curativa intensiva, sometidos a la cruel desproporción entre la relevancia y agresividad de los medios empleados y el carácter irrisorio del resultado previsto, que muchas veces sólo consigue prolongar su agonía, un período de la vida que todos deseamos sea breve y lo más cómodo posible. Otros, puesto que ni la sociedad ni el sistema sanitario facilitan suficientemente la atención en el domicilio o en el entorno residencial, se ven obligados a repartir su tiempo entre su casa y los frecuentes desplazamientos de ida y vuelta a los servicios de urgencia, sin que ello suponga la solución a sus problemas.
El espectacular avance tecnológico ha favorecido entre muchos profesionales sanitarios un sentimiento de poder frente a la muerte, por lo que el principal objetivo es tratar de vencerla. El médico tiende a reivindicar la lucha contra ella como su razón de ser y necesita convencerse de que se ha hecho todo lo que podía hacerse siendo que, cuantos más medios tiene a su disposición y más cree en la obligación de utilizarlos, menos acepta las limitaciones de su poder. Acostumbrados a considerarse responsables de la curación en no pocos trastornos, no es raro que muchos profesionales se sientan inseguros, y por tanto incómodos, al enfrentarse con la perspectiva de la muerte de su paciente, en buena parte también por la angustia que les causa el reflejo de la suya propia.
Añadido a la sensación de fracaso percibida cuando "ya no hay nada más que hacer", conduce a que, de forma inconsciente, el enfermo en situación de final de vida tienda a verse aislado, separado, en cierto modo abandonado, hasta el punto de que en ocasiones fallece acompañado tan sólo por la enfermera de turno y la instrumentación técnica correspondiente.
El resultado final es una alteración funcional que menoscaba la eficacia curativa y asistencial de la institución, aumenta el gasto farmacéutico y genera una ocupación indebida de camas con importante repercusión sobre las listas de espera, y por tanto con la equidad de la asistencia, además de incrementar en los pacientes su sufrimiento, añadido a una falta de reconocimiento de su identidad como personas, lo que puede dar lugar a una muerte anónima, sin posibilidad de llevar a cabo sus últimos deseos, e incluso deseada como liberación.
En palabras del ya citado Marcos Gómez Sancho, el intento de domesticar el morir y la muerte puede convertir la agonía en una situación cruel, desproporcionada, injusta e inútil, tanto para el paciente como para su familia.
Frente a este "ethos de la curación", se yergue el "ethos de los cuidados", cuyo valor fundamental no es otro que la dignidad humana, promovida a través de un entorno de solidaridad entre paciente y profesionales sanitarios, que daría origen a una "compasión efectiva" cuyo objetivo último es dotar al paciente del mayor grado de funcionalidad y satisfacción posible, aún a pesar de la presencia y progresión de la enfermedad; de facilitarle, en tanto su soberano, el poder de mantener al máximo su posibilidad de decidir mientras exista la oportunidad.
De hecho, por más que para tomar una decisión clínica se precise necesariamente identificar los hechos objetivables, medibles, reproducibles, no es menos cierto que, en la actualidad, no basta con eso sino que es necesario contemplar otros aspectos intangibles; no hay decisiones libres de valores y menos aún cuando se trata de decidir en la cada vez más difuminada frontera entre la vida y la muerte.
Mientras que, hasta no hace mucho, las repercusiones de estas decisiones tenían un carácter más filosófico y espiritual, centrado únicamente en la vida y la muerte, y eran más bien asunto de los familiares más cercanos, en los contextos asistenciales actuales, las cosas tienen más bien que ver con la calidad del vivir y del morir. Alarmada por la medicalización extrema del proceso de morir, la sociedad pide cada vez más una muerte personalizada, digna (en tanto con capacidad de elegir), en un entorno lo más hogareño posible y sin interferencias en su evolución natural.
Cuando el enfermo transita por su última enfermedad, es importante pero no basta con asegurar el control farmacológico de los síntomas, sino que es preciso atender también a las necesidades y demandas que se producen durante el proceso de morir, ofreciéndole una gran cantidad de atención y cariño que le proporcione también el mayor bienestar emocional y espiritual posible; el confort constituye el objetivo prioritario.
El médico se encuentra ante la obligación, pues, de establecer el momento a partir del cual deberá contemplarse como objetivo esencial la mitigación del sufrimiento y no la hipotética prolongación de la vida. Más que solventar el dilema entre tratar o no tratar, las decisiones a tomar tienen que ver con elegir las intervenciones más apropiadas para esa persona en particular, de acuerdo con sus perspectivas biológicas, en su contexto personal y social, desde el respeto a sus valores y expectativas, y teniendo en cuenta el propósito terapéutico y el balance entre beneficio y riesgos esperados; que exista la tecnología no quiere decir, por tanto, que haya que emplearla siempre.
En este contexto, la medicina paliativa representa la recuperación del médico humanista, del enfoque integral de la persona, de la relación de amistad médico-paciente, la reivindicación del trabajo en equipo y el regreso del sistema de cuidados al entorno familiar. A través de sus principios se nos permite volver hacia el rol tradicional de médicos y enfermeras, reflejado en el célebre aforismo atribuido a Claude Bernard y que popularizaron dos de sus estrechos colaboradores, Pierre Honoré Bézard y Adolphe Gubler: "curar a veces, aliviar a menudo, consolar siempre".
De izquierda a derecha: retratos de Claude Bernard, Adolphe Gubler y Pierre Honoré Bézard |
Por más que se haya descrito, de forma un tanto peyorativa, como una disciplina "de baja tecnología y alto contacto", la Medicina Paliativa de ninguna manera da la espalda a la tecnología, sino que la supedita a la compasión a la hora de orientar la atención a la persona al final de su vida, de modo y manera que se adapte a sus necesidades y asegurando siempre que sus beneficios superen claramente los posibles efectos negativos.
Esta compasión práctica, perfectamente reflejada en los cuidados enfermeros a pie de cama, en el exquisito control sintomático y en el apoyo psicoemocional, es el factor que explica la aparente paradoja, que tanto asombro provoca en quien toma contacto por primera vez con una Unidad de Cuidados Paliativos, de poder hallar vida y alegría entre el sufrimiento y la muerte.
La Medicina Paliativa, en tanto libre de la "tiranía de la curación", reconoce el proceso de morir como algo perfectamente natural, afirma la vida, sin buscar adelantar ni posponer la muerte, y fija su objetivo último en acompañar y cuidar de la persona de manera que la vida que le resta merezca la pena ser vivida, al tener la oportunidad de llenarla de contenido y significado, a fin de evitar, en palabras de Robert Twycross, que sus últimos días se conviertan en días perdidos.
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