lunes, 21 de febrero de 2022

Sobre el sentimiento de dignidad en el proceso de morir

  "La vida es esencialmente relaciones y relación como tal implica trascendencia, 
ir más allá de sí mismo por parte de aquello involucrado en la relación"
Hans Jonas

"Poder decir qué es la dignidad sería describir 
el sentido fundamental del ser humano"
Douglas Meeks

"La forma en que cada uno ve la dignidad en la vida y en la muerte 
es inevitablemente tan personal, que hacer una disertación sobre el tema 
ofende un poco el pudor de quien escribe y, lo que todavía es peor, el de quien lee"
João Lobo Antunes 


Abriendo la puerta del "jardín"

Hace tiempo leí por ahí que la curiosa expresión "meterse en un jardín", para invocar el verse inmerso en una situación complicada o problemática, procedía de la jerga teatral, en donde se aplicaba al actor que olvidaba su texto y optaba por improvisar, para confusión y enredo de sus compañeros de reparto. No tengo muy claro qué idea de jardín deben manejar los actores de teatro, pero reconozco que el concepto refleja muy bien la sensación que, con las palabras de Lobo Antunes resonando en mi cabeza, percibo al sentarme ante el teclado.

Hablar de dignidad supone abordar un concepto biofilosófico complejo, una noción fronteriza entre biología y pensamiento, que se fundamenta tanto desde perspectivas éticas como desde diversos enfoques espirituales y religiosos y nos remite a la exigencia básica de respeto a un valor significativo intrínseco, a preservar algo que se encuentra más allá de cómo es una persona, de las condiciones en que se encuentra y, si se enmarca en un entorno de cuidados, de las cualidades y competencias con las que un profesional de la salud proporciona su atención.

Estamos, por tanto, ante un concepto que no es en absoluto sencillo de definir y consensuar, hasta el punto de que algunos autores han sugerido abandonar todo esfuerzo por progresar en su caracterización. No obstante, para quienes cuidamos de personas en el final de su vida, así como para esas mismas personas y sus allegados, la dignidad y su atención entronca con los valores fundamentales de lo que significa una buena muerte y es por ello que se ha constituido como un eje central en el desarrollo de los cuidados paliativos, desde sus primeros pasos como disciplina en respuesta a la medicalización de la misma.

Nora Jacobson

Desde una visión amplia, podemos concebir la dignidad como un entramado de ideas interconectadas que constituye los cimientos de la sociedad civilizada, así como el nexo de unión entre la salud y los Derechos Humanos, componente esencial de lo que se denomina la "nueva bioética", emergida en Europa a comienzos del presente siglo. De hecho, se invoca que las relaciones entre el grado de salvaguarda de los Derechos Humanos en una sociedad y el estado de salud individual y colectivo de sus miembros podrían estar de algún modo mediados por la experiencia de dignidad.

Nora Jacobson, en su ya clásico estudio taxonómico, distingue dos formas distintas, aunque interconectadas y complementarias, de dignidad. En primer lugar, existiría una dignidad humana, concebida como un valor abstracto y principio ético universal, no cuantificable, que pertenece a cada persona simplemente por serlo y la caracteriza, y que, en tanto valor intrínseco, inherente, no puede ser creado ni destruido.

Por otra parte, se podría invocar una dignidad social, que se generaría en las interacciones entre individuos, colectivos y sociedades que, en virtud de su carácter de constructo social, no es inherente sino contingente y, por tanto, puede ser medida, promovida o violada. 

A su vez, dentro de esta dignidad social se englobarían:

  • Una dignidad propia, relacionada con los valores y sentimientos propios y con actitudes personales de autorrespeto, autoestima y autocuidado; con el modo en que pensamos y sentimos acerca de nosotros mismos, que puede identificarse con características como la confianza o la integridad, así como con conductas orientadas a incrementar el propio autovalor y autoconfianza.
  • Una dignidad relacional, referida a las formas en que el respeto y la consideración de valor se canalizan a través de conductas individuales y colectivas en cada interacción humana. Así, cuando en un encuentro uno de los actores se halla en una posición de vulnerabilidad y el otro en posición de antipatía -ya sea por prejuicios, arrogancia, hostilidad o impaciencia, etc.-, es decir, cuando ese encuentro tiene lugar en una situación de inequidad o asimetría, máxime si se asocia un entorno ambiental duro, jerarquizado, rígido, es más probable que pueda suceder una violación de la dignidad. Por el contrario, la dignidad se promueve cuando el encuentro se realiza en el marco de una relación de solidaridad, con uno de los actores en posición de confianza, seguridad y esperanza y el otro en posición compasiva, con amabilidad, honestidad, apertura de mente y buenas intenciones; en un entorno, por tanto, de reciprocidad y empatía.

La dignidad social incluiría también el sentido histórico de la misma, vinculado a determinado estatus o nivel social, pues no debemos olvidar que las expectativas y percepciones de lo que debe considerarse digno y de cuándo está o no presente esa condición guarda estrecha relación con las costumbres y tradiciones de una comunidad o sociedad en particular.

Desde un punto de vista práctico, a la hora de interpretar el sentido de la dignidad en referencia a los cuidados al final de la vida, también nos vemos condicionados tanto por una disparidad de criterios como por una notable ambigüedad en su uso. Pensemos por un momento, por ejemplo, en la apropiación del término “morir con dignidad” para referirse exclusivamente a la eutanasia y el suicidio asistido.

En este sentido, Juan Masiá, dando por sentado un mínimo consenso al respecto, propone tres observaciones aclaratorias que me parecen de gran importancia:

  • En primer lugar, remarca que la dignidad humana es una característica intransferible e inviolable de todo ser humano. En consecuencia, toda persona en situación avanzada y terminal merece que se respete su dignidad personal, de la que está dotada como cualquier otra, no por estar enferma ni por encontrarse en situación terminal, sino simplemente por el hecho de ser persona hasta el último momento.
  • Por otra parte, las condiciones de vida, fisiológicas, emocionales o sociológicas, calificables como indignas, en las que puede encontrarse una persona, ya sea por causa de la enfermedad o por circunstancias externas, no suponen la pérdida de la dignidad personal. No debemos confundir lo digno o indigno de esas condiciones, que sólo se refiere a la evaluación que se hace de las mismas, con la dignidad personal que, aún dentro de las condiciones más indignas, nunca se pierde, manteniéndose el derecho a que sea respetada.
  • Finalmente, invoca otra interpretación añadida de la dignidad que se refiere a las actitudes con que confrontamos y asumimos la propia muerte o acompañamos la muerte de otras personas, al modo de recorrer el proceso de morir y cómo vivir de forma digna hasta el final del mismo.

Una aproximación práctica: el sentido de dignidad

De izda. a dcha. y de arriba abajo:
Juan Masiá, Robert A. Burt,
Eric Cassell y Harvey M. Chochinov

Al caracterizar la situación de final de vida, otros expertos, como Eric Cassell o Robert Burt nos alertan de cómo el paciente experimenta una alteración radical del sentido de sí mismo y una desintegración de su totalidad como persona, haciéndose explícita su vulnerabilidad, marginación y, en algunos casos, exclusión social.

En la misma línea, Harvey Chochinov remarca la capital diferencia existente entre encontrarse enfermo y sentir que aquello que uno es está siendo amenazado y debilitado, que ya no se es la persona que antes se era, y cómo la consciencia de dicha situación puede ser causa de un importante sufrimiento no sólo físico, sino especialmente emocional y espiritual.

Llegados a este punto, Chochinov nos llama la atención sobre el hecho de que un muy importante mediador de la dignidad de los pacientes es la forma en que perciben cómo son vistos. En consecuencia, mantener la dignidad va más allá de lo que se les hace a los pacientes y depende en buena parte de “cómo” se les ve; y contemplarlos como merecedores de honra y respeto facilita ayudar a conservarla.

Puesto que toda persona tiene derecho a reconocerse con “sentido de ser” y, en consecuencia, con un significado como valioso, tanto para él como para sus allegados, familia y cuidadores, cuanto más capaces seamos de afirmar el valor del paciente, de ver la persona que realmente es, o era, más podremos contribuir a mantener su sentido de dignidad.

Es por ello que ayudar a mantener el sentido de dignidad desde los cuidados que prestamos al final de la vida requiere tener en cuenta lo sustancial del cuidado que preserva la dignidad, así como el estilo de cuidados, es decir, qué hacemos y cómo lo hacemos. Así, el cuidado centrado en la dignidad se basa necesariamente en una actitud reflexiva que nos lleve a entender cómo nuestras actitudes y presunciones sobre los pacientes pueden influir en la forma en que les tratamos y afectarles muy profundamente. Debemos tener muy presente que los pacientes nos miran como a un espejo, buscando una imagen positiva de sí mismos y de su valía permanente; nuestra actitud, por tanto, resulta contagiosa y puede ser tremendamente limitante.

Dada la estrecha conexión existente entre la afirmación del profesional y la autopercepción del paciente, un cambio, o al menos una mayor conciencia, del importante papel que tenemos sobre su sentido de dignidad, puede facilitar una transformación del comportamiento así como realzar la confianza y la conexión necesarias para relativizar los roles asimétricos reproducidos socialmente, facilitando al paciente mostrarse franco y directo al compartir información personal, lo que puede influir de manera notable en el proceso de cuidados.

El cuidado centrado en la dignidad de los enfermos terminales, nos dice, debe estar siempre fundamentado en una actitud cercana y sin prejuicios; en conductas concretas que expresen bondad y respeto; en la compasión, como virtud y comprensión de lo que está viviendo esa persona; y, finalmente, diálogo como elemento básico de empatía. Pequeños actos de bondad, como acercar un vaso de agua, comentar una fotografía o arreglar la almohada, personalizan el cuidado, a menudo requieren escaso tiempo y llevan implícito un potente mensaje de que la persona es merecedora de esa atención.

Y lo mismo es aplicable para las actitudes de amabilidad y respeto, como solicitar permiso antes de las exploraciones o cualquier manipulación o tomar medidas para salvaguardar su intimidad, mirando más allá del cuerpo enfermo para ver a la persona, y procurando una comunicación verbal y no verbal que transmita un mensaje de acogida y aceptación incondicional. En un contexto de enfermedad avanzada, en donde a las amenazas físicas de la muerte cercana se unen los desafíos al propio sentido de valía y autocoherencia, estas actitudes resultan especialmente importantes.

Profundizando en el modo en que pacientes y familiares perciben el sentido de la dignidad al final de la vida, el estupendo estudio de Cristina Santamaría y su equipo muestra que no se concibe como algo unidimensional e independiente, sino como todo un sistema integral de cuidado y acompañamiento a la persona en el que se pueden distinguir tres contextos interdependientes:

  • En primer lugar, la adaptación a la nueva etapa, a una nueva forma de vida, caracterizada por la debilidad, fragilidad y dependencia de su entorno, que conlleva un cambio abrupto y significativo en su identidad, no sólo en lo referido a las alteraciones en su imagen y capacidades físicas, sino en lo que tiene que ver con propio reconocimiento y significación de su ser, con quién es ahora y con qué le está ocurriendo, de modo que la situación de vulnerabilidad y pérdida no sea un obstáculo para la preservación de su dignidad.
  • Por otra parte, el apoyo y protección suficiente y de calidad, tanto de su entorno familiar y allegados significativos como del equipo sanitario, que le genere confianza y refuerce el sentido valioso que representa, fomentando el autorrespeto y, de este modo, el merecimiento de cuidado, evitándole sentirse una carga y permitiéndole sentirse querido o al menos respetado en su vulnerabilidad.

  • Finalmente, la esperanza de significación, de poder afrontar el final de su vida con el apoyo y cuidados que le permitan dotar de sentido a sus últimos momentos y resignificar tanto lo que uno es como a sus allegados más relevantes, de ser respetado en sus últimas decisiones y poder morir de acuerdo con sus deseos y preferencias. La esperanza de dar sentido a los suyos y a su propio ser permite poder descubrir lo que de verdad es importante al final de la vida.

Jeannette Pols

Y en otro análisis sobre la dignidad desde un punto de vista empírico, pragmático, en relación a la mejora de los cuidados al final de la vidaJeannette Pols y su equipo remarcan también su condición de elemento de carácter social, que emerge en las relaciones entre la gente, las tecnologías, los lugares, las regulaciones y los valores, ya sea como un estado o características de una situación concreta, como una forma de diferenciar entre distintas posiciones socioculturales, o como significado personal.

Me parece importante remarcar que, de acuerdo con su interpretación, la dignidad de los cuidadores resulta interdependiente y evoluciona con la dignidad de la persona cuidada, existiendo valores particulares relacionados con la misma que son considerados esenciales y, en consecuencia, no pueden ser ignorados sin comprometer a quien los pone en valor y, a su vez, a su propia dignidad. 

Puesto que dichos valores pueden diferir entre distintas personas, un "buen cuidador" debe saber manejar estas diferencias, evitando caer tanto en posturas fundamentalistas, priorizando ciertos valores importantes sólo para algunas personas y mostrando indiferencia hacia otros valores y quienes los consideran, como relativistas, dando la misma validez a todo punto de vista. En este sentido, surge la necesidad de saber analizar cada situación en su propia concreción, adaptando las respuestas y actividades y dejando de lado, en caso necesario, sus rutinas habituales para intentar mejorar las cosas.

En este sentido, en la práctica diaria, la dignidad se sustanciaría como una "experiencia reflejada", al reconocer los profesionales su propia dignidad en la de la persona a quien cuidan, que se expresaría a través de su propio compromiso con la situación, por más que los valores implicados no pudieran llegar a realizarse por completo o existiera un conflicto entre ellos.

El compromiso, por tanto, sería el elemento clave para entender la dignidad que surgiría, no como una situación o estado, sino como una relación ética concreta entre la persona y los demás que no puede reducirse a meros juicios personales. 

Ahora bien, en sí mismo, el compromiso no resultaría suficiente, sino que serían precisas también las capacidades del profesional, tanto técnicas como, más importante aún, con clara vocación hacia una relación de ayuda, así como unas condiciones de soporte adecuadas. No obstante, edificar estructuras de soporte para el compromiso profesional contribuiría a garantizar un mejor cuidado en la situaciones en que los valores concretos se vean tensionados o comprometidos.


"Ladrones de dignidad"

Con este llamativo concepto, David Kessler, en su conmovedor y emocionante libro "Compañeros en el adiós", se refiere a diferentes elementos que pueden contribuir a arrebatar la dignidad a quien se encuentra en lo últimos capítulos de su vida. 

David Kessler
  • Para él, el mayor ladrón de la dignidad sería el sistema médico, al despersonalizar y convertir a personas, con su vida, su historia y su familia, en simples números de habitación o camas con un determinado diagnóstico, así como tratando la enfermedad y la muerte como a un enemigo en guerra a quien vencer a cualquier precio en el campo de batalla del cuerpo moribundo. Y, más aún, cuando intentamos imponer nuestras propias creencias, valores y preferencias sobre el proceso de morir, sin pararnos a considerar las decisiones de quien se está enfrentado a él.
  • También los familiares y amigos, cuando intentan convencer a la persona de hacer "lo correcto" en contra de sus deseos y preferencias, pueden arrebatar inadvertidamente su dignidad, por mucho que la alternativa propuesta pueda ser más adecuada a los ojos de la mayoría. Estamos rodeados de ejemplos de personas obligadas a trasladarse, a "animarse" y a "luchar", cuando lo que realmente desearían sería morir en paz en su casa.
  • Y, por último, el propio moribundo se escamotea inconscientemente dignidad cuando olvida lo que realmente importa. En el proceso de morir, se dice que perdemos nuestras "capas externas", las razones de ser, personalidad y carácter, que hemos ido acumulando a lo largo de la vida y ello nos deja tan sólo con el concepto de nosotros mismos como única pertenencia. Puede ser que, si nuestra propia consideración no depende de factores externos, no nos sea muy difícil mantener la dignidad; pero quizá precisemos del refuerzo por parte de nuestros seres queridos y de los profesionales que nos cuidan. Saber y comprender qué es importante para nosotros nos fortalece y nos permite conducirnos en el proceso de morir con mayor dignidad y sabiduría.

Una reflexión final...

La muerte es un proceso existencial y biográfico que afecta a la persona en su completa integridad. El dolor total, el sufrimiento físico y moral, la pérdida de un horizonte de futuro, de esperanza, crean un nuevo orden que amenaza su más íntima estabilidad. De repente, esa especie de “sinfonía discordante” de ideas y emociones que nos conmueve y hace de cada día una experiencia única, se transforma en una canción monótona y estremecedora, creando una necesidad imperiosa de búsqueda de sentido y de significado de la experiencia humana.

En nuestros días, demasiada gente se ve obligada a luchar para conservar la dignidad cuando su vida está llegando a su fin y, como profesionales, debemos ser conscientes del importantísimo rol que tenemos como intercesores por ella. La dignidad de lo que la persona muriente fue no termina con el proceso de la enfermedad y su reconocimiento e interpretación, depende en gran medida de nuestra sensibilidad.

Cuidar de una persona que muere nos obliga, por tanto, a mantener, y si es posible mejorar, su dignidad como la de alguien que vive todavía, como preparándole para un "gran final", porque el ars moriendi tiene lugar en el ars vivendi. Y, para ello debemos estar, siempre y necesariamente, en disposición de aportar una dignidad complementaria que permita suplir su carencia allí donde sea preciso.

João Lobo Antunes

En sus memorias, el afamado neurocirujano portugués João Lobo Antunes, nos ilustra deliciosamente este extremo cuando define la dignidad como compuesta de múltiples “moléculas”, algunas de las cuales irradian su propia luz y son, por tanto, fácilmente reconocibles; otras, que son inherentes a nuestra condición humana; y, por último, las que sólo se revelan cuando sobre ella incide la luz de nuestra propia dignidad.

Sabemos que, en las personas cercanas a su muerte, la esperanza tiende a centrarse más en el "ser" que en el "conseguir", en las relaciones significativas con los demás y en la relación con algo que trasciende, sea Dios o algo por encima de nuestra simple condición humana.

En consecuencia, cuanto más capaces seamos de conducir el proceso de morir hacia una vivencia plena, significativa, propiciando una elaboración adaptativa de sentido y dotando de significado al itinerario vital, mayor será la dignidad percibida, permitiendo a la persona volver a “reconstruirse” desde el amor y respeto. En eso consiste esencialmente "morir con dignidad".

Poder mantenerse hasta el final como los actores principales de la propia vida y proceso de morir supone tener la oportunidad de prepararse, informarse y reflexionar sobre las prioridades, valores y miedos personales. Y como profesionales, debemos necesariamente indagar también sobre nuestras propias certezas, necesidades y valores, pues sólo así podremos favorecer el respeto por las necesidades ajenas y comprender en profundidad lo que en realidad supone acompañar hasta el final.

Para ello, más allá de la necesaria cualificación técnica, debemos implicarnos decididamente en desarrollar nuestra base humanista a través de nuestra experiencia diaria, desde el compromiso con una clara vocación hacia la persona, hacia un profesionalismo plenamente enfocado en la relación de ayuda.

La muerte forma parte del proceso de la vida, configurando su acto final, por lo que no puede separarse como algo diferente a ella. Y una vida digna precisa, exige, un desenlace digno. Contribuir a habilitar ese tránsito desde el mayor respeto a los principios y valores inherentes a la persona no sólo es un privilegio, sino que también nos permite transformarnos en lo personal: un regalo.


Imagen: istockphoto