sábado, 26 de marzo de 2022

Cuidados paliativos y opinión pública: ¿A la racionalidad por la intuición?

"Podemos cambiar el nombre de las cosas, 
pero su naturaleza y acción sobre la mente nunca cambian"
David Hume

"En la vida, todo es una metáfora"
Haruki Murakami


"Un paraguas abierto es un hermoso cielo cerrado"
Xavier Forneret 


Nacidos como reacción frente al "furor sanandi", a la futilidad de los esfuerzos médicos con intención curativa en las enfermedades avanzadas y de curso irremediablemente mortal, los cuidados paliativos se han mostrado esenciales para el manejo de los síntomas y el alivio del sufrimiento, mejorando notablemente la calidad de vida de las personas implicadas y de su entorno sociofamiliar.

El término "cuidados paliativos" fue acuñado en la década de los 70 del pasado siglo por el urólogo canadiense Balfour Mount, en un intento de mejorar su aceptación social ante la tradicional vinculación en la comunidad francófona de la denominación empleada hasta entonces, "hospice care", "cuidados de hospicio", con la asistencia a indigentes, de forma similar a lo que sucede en español.

No cabe duda de que este apelativo cumplió a la perfección su cometido, facilitando la extensión de los programas de atención paliativa durante la parte final del siglo XX y hasta nuestros días, si bien, desafortunadamente, ha ido adquiriendo a la vez una condición de eufemismo para el proceso de morir, ampliamente implantada en la sociedad, que dificulta notablemente su acceso en tiempo y forma adecuados.

Houston, tenemos un problema...

Los cuidados paliativos comenzaron a desarrollarse ligados estrechamente a las enfermedades oncológicas, una de cuyas características compartidas más destacables es la predictibilidad del tiempo de vida con relativa precisión. En consecuencia, desde el principio, se dirigieron notables esfuerzos a predecir ese tiempo, asignándose los recursos específicos a aquellos pacientes que tenían elevadas posibilidades de morir en un plazo corto, definido de forma arbitraria en 6 meses.

No obstante, dado su indudable éxito y el hecho de que tan sólo 1/3 de quienes no fallecen de un problema agudo lo hacen de cáncer, se extendió su actividad hacia otros tipos de pacientes, con enfermedad crónica avanzada no oncológica, que comparten la presencia frecuente de síntomas complejos, intensos y cambiantes, causantes de gran sufrimiento y susceptibles de alivio, pero cuya trayectoria y pronóstico vital no son tan fácilmente pronosticables. Estos pacientes representan ya nada menos que el 5% de la población atendida por el sistema sanitario.

La irrupción del envejecimiento y la cronicidad avanzada como patrones crecientes de enfermedad, ha supuesto un verdadero cambio desde un enfoque paliativo basado casi exclusivamente en el pronóstico vital y en la suspensión de los tratamientos activos, hacia un modelo asistencial más centrado en el abordaje de las necesidades de los pacientes y su entorno familiar.

A pesar de ello, esa falsa dicotomía creada inicialmente entre tratamiento curativo y paliativo parece haber quedado grabada a fuego en la opinión pública, contribuyendo a la percepción de los cuidados paliativos como vinculados a la muerte, a la desesperanza y a la dependencia, y a que se identifiquen casi exclusivamente con cuidados de final de vida, particularmente entre quienes no han tenido experiencia personal directa con dichos servicios o vieron sufrir a algún allegado por una atención incorrecta en sus últimos momentos. 

Y, más aún, no es raro encontrar quien, de alguna manera, sigue asociando esos cuidados con "rendirse" ante la enfermedad, siendo así que muchos pacientes, y no pocos profesionales, refieren sentimientos de culpa y vergüenza ante la percepción de "abandonar", así como temor a una pérdida de los cuidados.  

Modelos dicotómico clásico y de continuidad de cuidados, progresivo,
aplicados a las personas con cáncer

Esta apreciación puede estar condicionada, al menos en parte, por la arraigada retórica bélico-heroica que, desde el cáncer, se ha ido extendiendo a los cuidados de la enfermedad crónica avanzada, transmitiendo a las personas que usan los cuidados paliativos, y a su entorno, el sentimiento de que "se rinden" o "pierden la batalla".

La negativa consideración de los cuidados paliativos tiene, por tanto, mucho que ver con su asociación negativa con la muerte y el proceso de morir, conceptos ya de por sí bastante estigmatizados en nuestra sociedad actual. Y ese estigma que rodea el uso de los cuidados paliativos sabemos que puede condicionar que algunas personas rehúsen este tipo de atención.

En este reciente artículo de Marco Bennardi et al, se categorizan exhaustivamente los obstáculos frente a los cuidados paliativos desde varias perspectivas. En concreto, los factores identificados en relación a los pacientes y a sus familiares son los siguientes:

  • Falta de información y concienciación sobre lo que son y significan los cuidados paliativos, así como sobre los recursos disponibles. Un mayor nivel de educación en los pacientes acerca de sus beneficios y utilidad, así como la provisión de información clara sobre el final de vida, repercuten muy positivamente en su aceptación.
  • Emociones involucradas en el curso y abordaje de la enfermedad. Hay aspectos emocionales y reacciones psicológicas experimentadas por pacientes y familias que interfieren negativamente en la aceptación de los cuidados paliativos. Sentimientos de tristeza, frustración o ira; optimismo o expectativas irreales; miedo o negativa a aceptar la situación clínica y posible evolución, son causas habituales para rechazar la atención paliativa.
  • Actitudes y creencias hacia los cuidados paliativos, condicionada por una visión negativa errónea que los identifica con cuidados terminales, como una alternativa terapéutica de menor entidad o como una opción meramente economicista

¿Una simple cuestión de rebranding?

Se conoce como rebranding, cambio de marca o rediseño de identidad, a una estrategia de mercadotecnia en la que se crea un nuevo nombre, término, símbolo, diseño o combinación de los mismos para una marca establecida con la intención de desarrollar una nueva identidad diferenciada en la mente de los consumidores o inversores, por ejemplo.

Dado que la estigmatización del término "cuidados paliativos" entre pacientes, profesionales y la sociedad en su conjunto continúa contrarrestando en gran medida los mensajes positivos acerca de sus innegables beneficios, muchos autores defienden un nuevo cambio de denominación, como por ejemplo a "cuidados de soporte", algo que parece mejorar la derivación temprana en pacientes oncológicos, y que está teniendo cierto predicamento en el ámbito anglosajón, por más que no quede del todo claro si es netamente beneficioso o confuso para los pacientes, en especial fuera del ámbito oncológico. 

Tampoco está aclarado, en mi opinión, hasta qué punto esa mejora en el momento de comenzar la atención paliativa se debe a una mejor aceptación por parte de los pacientes y familiares o, simplemente, a que facilita que los profesionales puedan derivar antes, al no tener necesidad de profundizar demasiado en el abordaje de los aspectos del proceso de enfermedad avanzada y en la preparación para el futuro en fases más tempranas de su evolución.

Imagen: ComBankimage

No cabe duda de que el uso del lenguaje es importante. En el contexto paliativo, de hecho, un lenguaje negativo como el clásico "ya no hay nada que pueda hacerse", puede resultar bastante dañino para el paciente. Un lenguaje consistentemente positivo es mejor para todos, tanto en el día a día del trabajo en equipo, como a la hora de acometer la planificación anticipada de objetivos y en el momento de ofrecer la atención paliativa. 

Esta comunicación positiva supone averiguar qué es importante para los pacientes y sus familias antes de empezar a discutir los beneficios, realidades y limitaciones de todas las opciones disponibles, y todo ello  de modo que permita mantener la esperanza, verdadera herramienta terapéutica.

Ahora bien, ¿hasta qué punto podría un simple cambio de nombre modificar las percepciones negativas sobre la atención paliativa como si de un simple producto de consumo se tratara?. 

Inmersos como estamos en una vorágine de cambio y adaptación, con la presencia cotidiana cada vez mayor de un neolenguaje, en muchas ocasiones me temo que con tintes claramente orwelianos, no está de más recordar que, en general, los cambios lingüísticos son mucho más asequibles que la modificación de las ideas, por lo que, por bienintencionados que sean, no constituyen unas herramientas eficientes para cambiar la realidad.

Como bien nos recuerdan Kirsty Boid et al., los cuidados paliativos de calidad se reconocen como esenciales en el objetivo de una cobertura sanitaria universal, tal y como quedo manifestado en la reciente declaración de Astaná. Y coincido plenamente en que la mejor forma de ayudar a conseguir que estén disponibles para todos quienes los necesiten no sería un simple cambio de nombre sino seguir trabajando por modificar las actitudes de profesionales y de la sociedad en general hasta conseguir una postura universalmente positiva hacia nuestra disciplina, a través de la búsqueda de la excelencia en nuestra labor diaria y de modo que seamos capaces de transmitir en cada encuentro clínico su verdadera esencia y valor. Labor de pico y pala, por tanto; no hay atajos.

El poder de las "metáforas benignas", el lenguaje de la intuición

Recuerdo que en cierta ocasión escuché decir al gran Eduardo Bruera, que "el arte de la comunicación es el empleo de la herramienta apropiada, para la persona apropiada, en el momento adecuado". No cabe duda de que, para que la comunicación sea realmente eficiente, debe ser empática y la esencia de la empatía es comunicar sin transmitir malestar propio y sin generar malestar a la otra persona, receptora de nuestro mensaje verbal y gestual. 

Para algunos expertos, como Epstein, el comportamiento y el pensamiento consciente serían el resultado de una interacción entre los sistemas de procesamiento racional y emotivo, ambos con sus propias adaptaciones y, por lo tanto, sus propias fortalezas y debilidades. El sistema intuitivo-experiencial es rápido, automático, adaptativo por naturaleza, y puede dirigir rápida y eficientemente la mayoría de los comportamientos en la vida diaria. Sin embargo, está principalmente influido por la emoción y por la experiencia pasada y, como resultado de su naturaleza concreta y asociativa, es pobre en el manejo de conceptos abstractos. Por su parte, el sistema analítico-racional es deliberado y dirige el comportamiento a través de principios lógicos, por lo que está bien equipado para corregir el sistema experiencial. No obstante, es lento y requiere una gran cantidad de recursos cognitivos.

Nuestro cerebro, por tanto, opera combinando continuamente, de forma secuencial o simultánea, el procesamiento de datos informativos, conocimiento o saber, con el procesamiento del sentir emocional, es decir, la repercusión sentida de lo pensado. Y, en conjunto, tanto esos conocimientos como el sentir asociado a los mismos configuran en buena parte nuestras creencias personales, que se procesan de forma inconsciente cada vez que tenemos que tomar una decisión.  

También sabemos que el sentir tiene prioridad sobre el saber, hasta el punto de que, si percibimos inseguridad o peligro, aunque no seamos plenamente conscientes de ello, ponemos en acción conductas de protección, que luego justificamos racionalmente a posteriori. Más aún, no sólo decidimos, sino también aprendemos, no tanto por lo que sabemos como por lo que sentimos; en consecuencia, la comunicación interpersonal requiere ajustarse a este principio para ser eficaz.

Imagen: ComBankimage

La metáfora es un procedimiento de comunicación indirecta, verbal y no verbal, que empleamos para compartir conceptos abstractos o poco concretos, difíciles de transmitir, a través de su conexión con otros más sencillos o concretos, por semejanza con experiencias relacionadas que nos resultan cercanas. Al estar construida con conocimientos más concretos que abstractos, la información resulta más fácilmente procesable por las redes neurológicas implicadas, haciendo más sencilla la transferencia lejana del mensaje comunicado. Asimismo, contribuye a que logremos ver de otra forma nuestras experiencias personales, por activación de funciones intuitivas que hacen posible un nuevo enfoque. 

Es una construcción simbólica que apunta a lo inconsciente, a lo intuitivo, y, en palabras de la gran María Zambrano, sería "la única manera de presentación de una realidad que no puede hacerlo de modo directo".

Además de este efecto cognitivo, de transmisión de una idea o pensamiento, desde un punto de vista neurocientífico, la metáfora tendría también un efecto que podríamos denominar "analgésico" o "tranquilizador", mediado por la distracción. Dado que la capacidad de atención racional, consciente, es limitada, al focalizarla sobre la metáfora en acción hace que tanto ésta como su estado consciente asociado se desconecten de otros contenidos cognitivos, de otros pensamientos, que están asociados a su sentir "doloroso" memorizado. En consecuencia, esta acción distractora resulta clave para evitar la resistencia al mensaje transmitido.

Es por todo ello que las metáforas tienen una profunda capacidad de impacto. Y, en consecuencia, si bien usadas de forma desacertada, impositiva, "maligna", pueden provocar malentendidos, confusión y sufrimiento, empleadas adecuadamente, empáticamente, constituyen herramientas de gran ayuda a la hora de personalizar conversaciones difíciles, mejorar la comprensión del paciente y de su familia y ayudarles a planificar lo que puede estar por venir. Las metáforas "benignas" no definen ni imponen, sino que siembran y sugieren, ayudando a apreciar la realidad con esperanza y a gestionar la incertidumbre.

En este sentido, Camilla Zimmerman y Jean Mathews acaban de publicar un delicioso artículo de opinión en el que nos instan a emplear la metáfora de la lluvia y el paraguas para ejemplificar en las conversaciones con nuestros pacientes el papel de los cuidados paliativos y la importancia de su inicio sin esperar a la fase de final de vida.

No es inhabitual que, desde una concepción negativa, se puedan asociar los cuidados paliativos con la lluvia, propia de la tempestad que supone la enfermedad avanzada cuando, en realidad, la lluvia representaría los problemas físicos, emocionales y existenciales que pueden ir apareciendo a lo largo de la enfermedad, mientras que los cuidados paliativos serían el paraguas que nos sirve de protección y alivio. Es importante, por tanto, no confundir lluvia y paraguas, ya que puede causar sufrimiento innecesario y dificultar el acceso a los recursos que mejoran la calidad de vida del paciente y de su familia.

A cobijo del "paraguas paliativo" (control del dolor y otros síntomas,
apoyo psicosocial y espiritual, consideración de aspectos éticos,
creencias, valores y objetivos personales), se hace posible
la realización de los objetivos y la mejora de la calidad de vida.
Modificado de: Jessica Beltrán

Lógicamente, y dado que el comienzo de esa lluvia, en el curso de la enfermedad avanzada, no es fácil de predecir, parece mucho más efectivo ofrecer el paraguas antes de la tormenta, por si acaso fuera necesario más adelante, que no esperar a hacerlo cuando el paciente ya esté calado hasta los huesos. Al igual que es muy sensato llevar encima un paraguas si el tiempo es inestable, disponer de atención paliativa disponible cuando la trayectoria de la enfermedad es incierta también lo es.

Y, desde luego, no hay que temer que el hecho de llevar paraguas "llame" a la lluvia. Los cuidados paliativos no acortan, ni alargan, la vida; se centran en ayudar a afrontar las necesidades físicas, emocionales, sociales y espirituales, así como en apoyar en la toma de decisiones y en la planificación futura al paciente y a su familia. Rehusarlos no servirá para prolongar la vida, sino que probablemente conllevará padecer un peor control sintomático y un mayor sufrimiento.

El paraguas, que durante mucho tiempo fue visto como un objeto con significado sagrado, protector y preventivo de los males, hasta el punto de ser utilizado en eventos de gran contenido espiritual, me parece una alegoría muy adecuada de lo que significan los cuidados paliativos. Así, su mecanismo permite abrirlo o cerrarlo según las necesidades y, como nos recuerda de forma magistral la escritora Eva Martínez Castro en su blog "Mis ciento volando", incluso cerrado puede ser de gran utilidad, ya sea como bastón que permita el apoyo en los momentos de tregua o como soporte en el paragüero de los paraguas más pequeños, evitando que caigan al fondo y dejándolos a la vista, más presentes y más altos. Más aún, tampoco nos damos cuenta de lo útil que es hasta que nos encontramos con las primeras gotas frías mojándonos la cabeza.

Para terminar...

A pesar de sus netos beneficios para pacientes, familias y el sistema sanitario en su conjunto, el acceso a los cuidados paliativos continúa siendo tristemente inadecuado y no equitativo, la población continúa asociándolos con la muerte, los medios de comunicación prácticamente los ignoran y nuestros gobernantes permanecen tranquilamente mirando para otro lado. Definitivamente, lo que estamos haciendo hasta ahora no funciona demasiado bien.

Los expertos en mercadotecnia lo tienen claro. Aunque el "producto" en sí no lo es todo, mientras que la lógica analítica funciona bastante bien con respecto a los productos materiales, a la hora de evaluar y elegir experiencias prima mucho más la lógica intuitiva. En consecuencia, si se trata de "vender" una experiencia inmaterial valiosa, y la atención paliativa lo es, no parece mala opción intentar apelar más a nuestro cerebro intuitivo-experiencial, aventurándonos por senderos inconscientes hacia el mundo consciente, y no apostar todo a un mero cambio de marca, más cómodo, pero cuyo resultado se antoja incierto sin adoptar otras medidas de mayor calado.

Y es que, como leí por ahí hace tiempo: “La única forma de cambiar la forma de pensar de alguien es llegando a su mente a través del corazón”.


Imagen: Shutterstock


domingo, 20 de marzo de 2022

Muerte médicamente asistida en España: ¿Y si intentamos escarmentar en cabeza ajena?


"Nadie escarmienta en cabeza ajena"
Refrán popular

"Hay alguien tan inteligente, que aprende de la experiencia de los demás"
François-Marie Arouet, Voltaire


Que la sabiduría popular parezca acertar la mayoría de las veces no quiere decir que no fuera bueno que, en ocasiones, ocurriera justo lo contrario. De hecho, una vez que hemos cometido un error del que deberíamos haber estado advertidos al haberlo cometido antes otros, todos lamentamos no haber escarmentado en cabeza ajena. Y esto es algo que no sólo nos ocurre como individuos, sino que también suele suceder en las sociedades en las que vivimos.

La muerte médicamente asistida constituye un procedimiento relativamente nuevo, de alto riesgo por su carácter irreversible, de contexto muy controvertido, vinculado a un alto contenido emocional y que, en consecuencia, genera opiniones encontradas, muy a menudo polarizadas, existiendo personas muy comprometidas con los cuidados tanto entre los defensores como entre los detractores de la misma.

Su irrupción como prestación sanitaria, por imperativo legal, supone todo un cambio de paradigma, sin precedentes, con respecto al abordaje ético y técnico de los cuidados al final de la vida, cuya mayor trascendencia quizá no radica tanto en el cambio en sí como en su indudable e importante impacto sobre la vida social, y más concretamente sobre quienes se hallan en primera línea, pacientes, familias, profesionales sanitarios y gestores, para quienes, además de otras consideraciones, la incertidumbre generada puede resultar abrumadora.

En este sentido, ya han sido tratados en estas páginas diversos aspectos como las importantes dudas que transmitía en su momento la tramitación del proyecto de ley, así como el posible impacto que su implantación podría tener tanto sobre la atención paliativa como en relación a los posibles efectos sobre la población más vulnerable en términos socioeconómicos, a partir de la experiencia de los escasos países que nos llevaban ventaja en la aplicación de leyes similares.

Pues bien, desde la entrada en vigor de la Ley Orgánica 3/2021, que regula en España el derecho a solicitar y recibir la ayuda para morir, tan sólo 3 meses tras su aprobación parlamentaria, se han empezado a hacer patentes diversos defectos técnicos y aspectos incompletos o escasamente desarrollados en su aplicación inicial, que no sólo plantean serias dudas prácticas, sino que pueden condenar a los profesionales implicados a encarar una enorme responsabilidad sin el suficiente respaldo, además de otras posibles repercusiones sociales de alcance incierto.

Como en otros órdenes de la vida, siempre que se introduce en la práctica médica un nuevo procedimiento surgen incógnitas desconocidas, aspectos que no sabemos que ignoramos, circunstancias indeseables, quizá no del todo impredecibles pero no planificadas, máxime en nuestro caso, en que el necesario debate técnico-profesional previo ha sido mucho menos amplio de lo que sin duda se hubiera precisado. 

Es por eso que, llegados a este punto, no parece mala opción prestar atención a la experiencia acumulada en otros países y territorios como método para poder entender mejor los desafíos que podremos encontrar y prepararnos para hacerles frente de una manera más adecuada, evitando posibles daños colaterales de consecuencias indeterminadas.

Aprobación de la Proposición de Ley de Eutanasia en el Congreso (Imagen: EFE)

Así, en un estudio realizado en Canadá por Winters et al., se han identificado los eventos inesperados experimentados por una veintena de profesionales en los primeros años de aplicación de la ley de Muerte Médicamente Asistida, promulgada en junio de 2016.

De forma muy similar a lo ocurrido en España, los autores destacan en su introducción cómo la ley se tramitó y puso en marcha sin un período específico de tiempo para unas apropiadas implementación, estandarización y formación, impidiendo a los estamentos implicados prepararse para las consecuencias de tan radical cambio. En consecuencia, no hubo tiempo para un suficiente consenso, una adecuada atención a los detalles en la legislación y una transición más gradual, como hubiera sido deseable.

Asimismo, la aplicación de la ley se delegó en las autoridades territoriales y su rápida implementación, en sólo un año, conllevó una importante reducción del tiempo disponible para identificar posibles eventos predecibles no deseados y poder planificar su abordaje.

En el desarrollo de su análisis fenomenológico, los autores identificaron diversas experiencias inesperadas, algunas de ellas positivas, como la impresión por parte de algunos profesionales de que, de alguna manera, se habría mejorado el grado de atención de la sociedad sobre el final de la vida, o la sorpresiva sensación de pleno desarrollo de su rol profesional al contribuir en el máximo grado posible a satisfacer la autonomía de los pacientes a su cargo.

No obstante, son los eventos negativos los que resultan más reveladores. En total, se identificaron 16 subtemas, categorizados en 3 dominios diferentes:

  • En relación con el sistema, los principales problemas o desafíos tendrían que ver, entre otros, con inconcreciones en la ley, defectos en la supervisión y revisión previa de su aplicación y carencia de guías de consenso al respecto.
  • Por lo que se refiere al nivel local o colectivo, destacarían: la falta de formación específica; los problemas relacionados con el derecho a la objeción de conciencia, como retrasos o derivaciones no deseadas; los problemas de comunicación entre los miembros del equipo asistencial; el impacto por el distrés emocional de otros compañeros; y las presiones derivadas de la carencia de suficientes profesionales.
  • Por último, dentro del dominio individual, los desafíos más destacables tendrían que ver con: problemas logísticos, incluyendo el suministro y transporte de los fármacos precisos; las demandas de inmediatez por parte del paciente y su percepción de urgencia; aspectos relacionados con la vulnerabilidad, seguridad y/o ansiedad del profesional, en buena parte por una falta de percepción de soporte adecuado; información insuficiente a las familias; insuficiente conocimiento o experiencia con la "coreografía" o rutina, de pacientes, familias y equipos, en el día de la provisión de la prestación; y, lógicamente, aspectos propiamente técnicos o procedimentales, incluyendo complicaciones de la pauta farmacológica administrada, tanto por efectos secundarios como por diferencias temporales en su efecto con respecto a lo esperado.
Imagen: iStockphoto

Por más que estos hallazgos sean más específicos del contexto canadiense, con sus similitudes y netas diferencias con respecto al nuestro, en líneas generales pueden considerarse bastante cercanos a los obtenidos en otros estudios, como el de Mara Buchbinder et al. en Vermont, o el de Kirsten Evenblij et al. en Holanda, por poner algunos ejemplos.

Cierto es que las singularidades de nuestra ley con respecto a otros países, en especial el hecho de convertir la prestación de ayuda a morir prácticamente en un derecho fundamental mientras persisten importantes carencias, inequidades y agravios territoriales en el acceso a la cobertura sociosanitaria que arrojan serias sombras sobre la autonomía real de decisión, quizá puedan dar lugar a desafíos específicos, sociales y éticos, además de técnicos. 

No obstante, la mayor parte de los eventos reflejados se antojan bastante probables también en nuestro medio y, de hecho, algunos de ellos ya se han observado en términos muy similares. Es por ello que tener en cuenta los factores identificados en el medio plazo por los profesionales que llevan más tiempo conviviendo con procedimientos similares sin duda puede ser de gran utilidad.

No voy a ocultar, llegados a este punto, que son muchas las dudas que me plantea personalmente la aplicación práctica de una ley que considero nacida no sólo sin un suficiente conocimiento del contexto de aplicación ni un adecuado debate técnico previos, sino también sin la deseable participación y control parlamentario, en el contexto de las severas limitaciones derivadas de la situación de pandemia, que, por más que no la despojen de legitimidad, me impiden contemplarla como óptima desde un punto de vista de calidad democrática, generándome profunda preocupación en términos profesionales y sociales.

Estoy convencido de que este radical cambio de paradigma, que muy probablemente suponga un cambio fundamental e irreversible en la filosofía y práctica de la medicina y en el que, en mi opinión, ha primado el componente ideológico con gran diferencia sobre otras consideraciones, obliga por las bravas a poner en el punto de mira los cuidados al final de la vida, y muy en especial su relación con los cuidados paliativos, así como el papel específico al respecto de los profesionales implicados. Ello en un contexto socioasistencial que en absoluto puede garantizar una mínima autonomía real de decisión en todo el territorio nacional.

Por otra parte, he de reconocer que, como paliativista, me encuentro mucho más próximo a la posición descrita por Charles Sprung et al. en su ya clásico artículo de opinión, en particular por lo que entiendo por compromiso ético y profesional con los más vulnerables y porque no creo que el fin justifique los medios prácticamente nunca.

Así, y como ya he comentado antes por aquí, creo que toda actuación profesional en medicina, y más aún cuando tiene lugar al final de la vida, exige un compromiso tanto con la ciencia médica como con los personas a nuestro cuidado, cuyos intereses debemos situarlos siempre por encima de los nuestros. Y ello exige tratar a cada paciente como único e irrepetible, hacer todo lo posible para garantizar que reciba una atención adecuada a sus necesidades, reales y potenciales, y a las de su entorno familiar, verdaderos "pacientes ocultos", procurando su bienestar; ayudarles a mejorar su calidad de vida, previniendo y abordando su sufrimiento; acompañarles durante todo el proceso, cuidándoles y consolándoles cuando la curación no es posible, brindándoles los cuidados que les permitan llevar hasta el final una vida lo más cercana posible a la normalidad, con la máxima independencia y libertad, y vivir con sentido de dignidad su proceso de final de vida hasta morir en paz.

Ahora bien, estoy convencido de que en una sociedad como la nuestra, plural y democrática, se impone necesariamente el respeto, tanto de aquellos que, en condiciones de sufrimiento difícil de sobrellevar, solicitan ayuda para seguir viviendo, como la de quienes desean que no se prolongue su agonía y, amparados por la ley, reclaman igualmente ayuda para ello.

En este sentido, creo que poder afrontar con mínimas garantías estos nuevos retos como sociedad exige el desarrollo inmediato de estrategias robustas de soporte profesional, en forma de programas específicos de comunicación avanzada que permitan abordar en detalle las conversaciones en torno a la muerte médicamente asistida, así como de servicios de apoyo bioético a la toma de decisiones y de medidas de ayuda suplementarias para hacer frente al posible distrés moral, además de la lógica dotación de personal y presupuestaria, en especial de la Atención Primaria, como única manera de mejorar la equidad asistencial y, por tanto, la libertad de decisión.

No olvidemos que de ninguna manera estamos ante un asunto meramente privado o individual, por más que sea la autonomía personal el aspecto más reivindicado. En tanto seres sociales, no puede negarse que nuestro existir influye en la vida de los otros, de modo que parece lógico suponer algún tipo de repercusión sobre el conjunto de la sociedad según vaya avanzando en el tiempo la aplicación de la ayuda médica a morir, máxime si no se ponen las medidas necesarias para asegurar el cumplimiento estricto de las garantías previstas en la ley.

Ante esta nueva realidad, en tanto miembros de la sociedad, creo que nuestro deber será seguir reclamando que se cumplan, sin excepción, las condiciones esenciales que garanticen el respeto a la autonomía de decisión. Y, como paliativistas, desde la renovación y fortalecimiento de nuestro compromiso con la excelencia compasiva de los cuidados, quizá nuestra mayor responsabilidad sea que nadie de quienes nos confíen su atención tenga que terminar recurriendo a solicitar la muerte asistida por no haber sido capaces de cumplir con nuestra tarea.

Por lo que a mí respecta, me esforzaré diariamente por seguir brindando, a todas y cada una de las personas a mi cargo, los cuidados que aseguren un final de vida digno y en paz, por mucho que el entorno favorezca la muerte. Con pasión y compasión, como debe ser.

Pero, eso sí, también con el firme deseo de que se pongan todos los medios posibles para un estricto cumplimento del espíritu de la ley en su aplicación, para lo que considero muy útil tener en cuenta las experiencias de quienes van por delante pues, como solía decir mi abuela, "escarmentar en cabeza ajena es lección barata y buena". Y eso también es sabiduría popular.