No hay duda de que el proceso de morir, como bien dice el maestro Marcos Gómez Sancho, trasciende el mero hecho biológico para ejercer una profunda incidencia tanto en las convicciones personales como en los valores de la sociedad.
Partiendo de esta premisa, siempre he pensado que la decisión de regular la muerte asistida merecería ser abordada mediante un debate sereno, en profundidad y con garantías, desde un estricto respeto a las distintas ideologías y los argumentos que las sustentan y, a semejanza de otros países y territorios en los que se ha abordado este asunto con anterioridad, adecuándose lo más posible al contexto real en que se aplicaría la ley, a fin de evitar posicionamientos polarizados o caer en errores en la priorización de iniciativas.
Sin embargo, la forma en que se ha venido planteando hasta ahora el debate político al respecto en España, me genera serias dudas en cuanto a que se esté llevando a cabo con todas las garantías que serían esperables de una cuestión de tal calado.
Teniendo todo esto en cuenta, no puedo evitar temer que una regulación de la muerte asistida sin conocer en profundidad el contexto real pudiera convertirse en una falsa solución en aquellas solicitudes evitables con buena atención paliativa y apoyo social.
Podría incluso inducir una coacción moral sobre los pacientes más enfermos o que se considerasen una carga para sus cuidadores (en proporción nada despreciable, tal y como ya se alerta en la literatura). Y no me parece menos razonable pensar que, de conocerse el contexto real, quizá pudieran priorizarse otras actuaciones legislativas u organizativas que se considerasen más urgentes.
En estas fases iniciales del trámite parlamentario, creo que aún se está a tiempo de reconducir el debate para que se lleve a cabo con las máximas garantías, partiendo por tanto de un profundo análisis del contexto actual y contemplando el necesario desarrollo de un modelo integral e integrado, articulado, de calidad y equitativo, de atención a las necesidades de final de vida, vertebrado sobre una Atención Primaria suficientemente dotada.
Deseo y espero que así sea.
Partiendo de esta premisa, siempre he pensado que la decisión de regular la muerte asistida merecería ser abordada mediante un debate sereno, en profundidad y con garantías, desde un estricto respeto a las distintas ideologías y los argumentos que las sustentan y, a semejanza de otros países y territorios en los que se ha abordado este asunto con anterioridad, adecuándose lo más posible al contexto real en que se aplicaría la ley, a fin de evitar posicionamientos polarizados o caer en errores en la priorización de iniciativas.
Sin embargo, la forma en que se ha venido planteando hasta ahora el debate político al respecto en España, me genera serias dudas en cuanto a que se esté llevando a cabo con todas las garantías que serían esperables de una cuestión de tal calado.
En primer lugar, no parece que comience muy bien el asunto si partimos de la base de que no existe información real sobre cómo es actualmente el proceso de final de vida en nuestro país (en lo que se refiere a asuntos como prácticas habituales, calidad de vida y muerte, diferente intervención de los servicios sanitarios implicados y distribución de éstos, etc.), por lo que todas las iniciativas en este campo siguen basadas esencialmente en meras estimaciones.
Sí sabemos, en cambio, que existe una respuesta sociosanitaria absolutamente inadecuada a las necesidades, complejas y cambiantes, de los pacientes en situación de enfermedad avanzada, que se refleja en una aplicación insuficiente o inexistente de la legislación ya vigente (Ley de Dependencia infradotada, leyes de “muerte digna” sin presupuesto asignado, etc.).
Ello dificulta de forma importante la adecuada cobertura de las necesidades, en un contexto socioeconómico que ya de por sí favorece cada vez menos los cuidados en el ámbito familiar. Esta dejación administrativa se trasluce también en una falta de priorización organizativa de la atención al final de vida, que impide una atención equitativa de calidad a las personas en situación de enfermedad avanzada, sometidas de hecho a una vergonzosa discriminación territorial.
Ello dificulta de forma importante la adecuada cobertura de las necesidades, en un contexto socioeconómico que ya de por sí favorece cada vez menos los cuidados en el ámbito familiar. Esta dejación administrativa se trasluce también en una falta de priorización organizativa de la atención al final de vida, que impide una atención equitativa de calidad a las personas en situación de enfermedad avanzada, sometidas de hecho a una vergonzosa discriminación territorial.
Nos encontramos asimismo con una Atención Primaria, que debiera ser la columna vertebral del modelo asistencial en esta etapa, en unas lamentables condiciones, con una brutal sobrecarga mantenida en el tiempo, importante precariedad laboral, etc., que complican la esencial longitudinalidad de la atención y la necesaria disponibilidad para abordar adecuadamente las necesidades paliativas.
Y es precisamente sobre esos mismos médicos sobre quienes, llegado el caso, recaería también la responsabilidad de administrar la sustancia que provoque la muerte (eutanasia) o de prescribirla para que fuera el propio paciente quien se la administrase (suicidio asistido), con la obligación de permanecer presentes durante todo el proceso hasta que se produjera el fallecimiento, y en el domicilio, en caso de que así fuera requerido por el paciente.
No voy a entrar, en este momento, en el posible impacto que, tanto en términos laborales como emocionales, podría tener la puesta en marcha de la ley en la actual situación del primer nivel asistencial, a lo que habría que añadir la previsible repercusión de la objeción de conciencia, otros aspectos que no parecen haber merecido tampoco el más mínimo interés de nuestros políticos hasta el momento.
Pensemos, por otra parte, que la obligatoriedad de prestar el servicio se haría extensiva a los médicos del sector privado. ¿Acaso se concertaría el servicio a "unidades especializadas", públicas o privadas, en el nada impensable caso de que no pudiera asegurarse con los recursos disponibles de Primaria?, ¿Cómo podría evitarse, llegada la ocasión, la tentación de poner en práctica el socorrido y deleznable "tú verás lo que haces" contra los compañeros en situación laboral precaria?.
A este sombrío panorama viene a añadirse también la situación de los recursos paliativos especializados, escasos, heterogéneos y distribuidos de forma desigual, así como la falta de desarrollo de una legislación estatal de cuidados paliativos que asegure unos mínimos asistenciales en todo el país, junto con una excesiva tecnificación médica que, con el importante déficit formativo de pre y postgrado en medicina paliativa y la falta de una acreditación específica de los profesionales, facilita una mayor agresividad médica al final de la vida.
Y es precisamente sobre esos mismos médicos sobre quienes, llegado el caso, recaería también la responsabilidad de administrar la sustancia que provoque la muerte (eutanasia) o de prescribirla para que fuera el propio paciente quien se la administrase (suicidio asistido), con la obligación de permanecer presentes durante todo el proceso hasta que se produjera el fallecimiento, y en el domicilio, en caso de que así fuera requerido por el paciente.
No voy a entrar, en este momento, en el posible impacto que, tanto en términos laborales como emocionales, podría tener la puesta en marcha de la ley en la actual situación del primer nivel asistencial, a lo que habría que añadir la previsible repercusión de la objeción de conciencia, otros aspectos que no parecen haber merecido tampoco el más mínimo interés de nuestros políticos hasta el momento.
Pensemos, por otra parte, que la obligatoriedad de prestar el servicio se haría extensiva a los médicos del sector privado. ¿Acaso se concertaría el servicio a "unidades especializadas", públicas o privadas, en el nada impensable caso de que no pudiera asegurarse con los recursos disponibles de Primaria?, ¿Cómo podría evitarse, llegada la ocasión, la tentación de poner en práctica el socorrido y deleznable "tú verás lo que haces" contra los compañeros en situación laboral precaria?.
A este sombrío panorama viene a añadirse también la situación de los recursos paliativos especializados, escasos, heterogéneos y distribuidos de forma desigual, así como la falta de desarrollo de una legislación estatal de cuidados paliativos que asegure unos mínimos asistenciales en todo el país, junto con una excesiva tecnificación médica que, con el importante déficit formativo de pre y postgrado en medicina paliativa y la falta de una acreditación específica de los profesionales, facilita una mayor agresividad médica al final de la vida.
Y ya por último, no olvidemos que aún existe un escaso conocimiento en buena parte de la ciudadanía de las posibilidades asistenciales y de toma de decisiones al final de la vida disponibles, lo que limita su autonomía y también contribuye a mantener la estigmatización de la atención paliativa.
Podría incluso inducir una coacción moral sobre los pacientes más enfermos o que se considerasen una carga para sus cuidadores (en proporción nada despreciable, tal y como ya se alerta en la literatura). Y no me parece menos razonable pensar que, de conocerse el contexto real, quizá pudieran priorizarse otras actuaciones legislativas u organizativas que se considerasen más urgentes.
En estas fases iniciales del trámite parlamentario, creo que aún se está a tiempo de reconducir el debate para que se lleve a cabo con las máximas garantías, partiendo por tanto de un profundo análisis del contexto actual y contemplando el necesario desarrollo de un modelo integral e integrado, articulado, de calidad y equitativo, de atención a las necesidades de final de vida, vertebrado sobre una Atención Primaria suficientemente dotada.
Deseo y espero que así sea.
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