domingo, 20 de diciembre de 2020

Muerte médicamente asistida: Nuevos desafíos, compromiso reforzado

 
"Hay dos modos de afrontar las dificultades: 
o cambias las dificultades o te cambias a ti para hacerlas frente"
Phyllis Bottome

"Ningún mar en calma hizo experto a un marinero"
Proverbio inglés


Los paliativistas desempeñamos un importante papel a la hora de explorar y facilitar los deseos y preferencias de las personas a nuestro cuidado en relación al final de vida y, con la aprobación de la ley que incluye la eutanasia y el suicidio asistido en la cartera de servicios del sistema nacional de salud, este aspecto va a tener que incorporarse a partir de ahora en las conversaciones sobre planificación de cuidados.

Como sucede en otros países, estamos ante un asunto tremendamente polarizado, que sitúa en el punto de mira la relación entre cuidados paliativos y muerte médicamente asistida y, más concretamente, el papel específico al respecto de los profesionales implicados. 

En este sentido, se ha hecho algún intento por clarificar los mecanismos de esta relación allí donde se han implantado leyes similares, lo que ha permitido constatar una gran variedad de modelos tanto entre diferentes países como entre regiones de los mismos, si bien no es mucho lo que se sabe acerca del impacto de la introducción de esa legislación sobre la práctica de la atención paliativa en el día a día.

En Canadá, cuya legislación sobre muerte asistida está en vigor desde junio de 2016, Mathews et al. han analizado este efecto a través de las opiniones de 23 paliativistas (13 médicos y 10 enfermeras) que venían desempeñando su actividad en diversos recursos hospitalarios y comunitarios con acceso a la muerte asistida durante al menos 6 meses antes y después de la entrada en vigor de la legalización de la misma.

A partir de los resultados de su análisis, los autores identifican un total de 6 aspectos principales en que la implantación de la muerte médicamente asistida puede condicionar la práctica paliativa:

  • En primer lugar, su propio carácter de alternativa controvertida a la muerte natural que, al desencadenar visiones enfrentadas, parcialmente influidas por las opiniones personales previas a su legalización, podría repercutir muy negativamente sobre la calidad del proceso de morir y del duelo. Así en el estudio se remarca, por ejemplo, la aparición de importantes tensiones en las relaciones entre los pacientes que solicitan la muerte asistida y aquellos de sus familiares que no son capaces de empatizar con esa decisión y aceptarla.
  • En segundo lugar, el efecto de la normativa como factor de dificultad para mantener las estrategias tradicionales de control de síntomas, en particular en lo relativo a la necesaria retirada de toda medicación que pueda causar sedación y/o confusión a fin de poder asegurar la máxima capacidad de consentimiento en el momento de comenzar el procedimiento de muerte asistida. Esta dificultad para poder ofrecer un control sintomático óptimo puede suponer un incremento importante en la carga emocional de pacientes y profesionales.
  • Seguidamente, la obligada aparición de nuevos desafíos en la comunicación, incluyendo cómo determinar el momento y curso temporal más adecuado para el procedimiento de la muerte asistida. A este respecto, son muchos los pacientes que desearían retardar el momento de para poder pasar más tiempo con sus familias, pero les preocupa que si esperan demasiado puedan ser finalmente declarados no aptos para consentimiento por causa del deterioro cognitivo terminal, pues sólo en torno a un 20% de los canadienses tienen redactado un documento de voluntades anticipadas. Asimismo, muchos participantes describen importantes dilemas éticos y morales a la hora, por ejemplo, de abordar la muerte asistida como alternativa cuando no lo ha planteado previamente el paciente, por temor al efecto que podría tener en pacientes vulnerables así como sobre la confianza de los familiares.
  • Otro punto importante a tener en cuenta es el impacto emocional y personal adicional sobre los profesionales, que puede ser intenso y duradero, y con posibles interferencias sobre la relación asistencial. La irrupción de la muerte médicamente asistida, por sí misma, es percibida por muchos profesionales como algo tremendamente exigente en términos emocionales, lo que vendría a añadirse a la habitual sobrecarga de los enormes desafíos existenciales y afectivos intrínsecos que conllevan los cuidados de personas vulnerables y necesitadas en el proceso de morir, de la importante tensión interna que produce la lucha por equilibrar el autocuidado con el autosacrificio requerido para tan tremenda responsabilidad, 
  • Asimismo, el cambio en la relación entre paciente y paliativista, que tiende a complicarse cuando los pacientes y sus familias interpretan que los cuidados paliativos incluyen necesariamente la muerte asistida, poniendo serias trabas en ocasiones a la edificación de la necesaria confianza, base de nuestro trabajo. En este sentido, llama poderosamente la atención la duda u oposición de muchos participantes a ser identificados como objetores de conciencia, a pesar de tener reparos de índole moral o religiosa, porque consideran que dicha identificación puede ser un factor añadido de estigmatización que complique aún más su relación con los pacientes.
  • Y, por último, pero no de una menor trascendencia, la distracción efectiva de recursos paliativos, médicos y de enfermería, que se han de dedicar específicamente a la preparación e intervención en el proceso de muerte asistida, detrayéndose de la atención a otras necesidades y sobrecargando una actividad ya situada bastante al límite por la escasez de recursos.


A la vista de estos resultados, y a pesar de las limitaciones metodológicas que condicionan su extrapolación, parece que la implantación de la muerte médicamente asistida podría conllevar un impacto nada despreciable en nuestra práctica profesional, máxime si tenemos en cuenta la situación actual de la atención paliativa en España, en un nivel de calidad y disponibilidad de recursos muy inferior al existente en Canadá, tanto en general como en particular en el entorno en que se realizó el estudio.

Más allá de las importantes dudas que me siguen suscitando no sólo la forma en que se ha planteado en España la tramitación del proyecto de ley sino también algunos aspectos de su aplicación práctica en el contexto actual, tengo claro que el afrontamiento de los nuevos retos a que nos vamos a ver enfrentados a partir de ahora va a hacer necesario el desarrollo de estrategias de soporte profesional, en forma de programas específicos de comunicación avanzada que aborden en detalle las conversaciones en torno a la muerte médicamente asistida, así como de servicios de apoyo bioético a la toma de decisiones y de medidas de ayuda suplementarias para hacer frente al posible distrés moral, entre otras.

Por otra parte, y en el actual marco de rápido aumento del envejecimiento y de la comorbilidad crónica, con vergonzosas carencias, inequidades y agravios territoriales en el acceso a la cobertura sociosanitaria, y aún con una nada despreciable estigmatización de nuestra disciplina, visible entre otros modos a través de la pírrica implantación de la atención paliativa en fases tempranas de la enfermedad avanzada, me parece que es momento de un mayor esfuerzo por reivindicar los lazos existentes entre cuidados paliativos, justicia social y derechos humanos.

El derecho a la salud, entendido como derecho a un adecuado nivel de bienestar físico, emocional y social, incluye necesariamente la potestad de acceso equitativo a una atención paliativa de calidad. En este sentido, y dado que hablamos de poblaciones tremendamente vulnerables, no parece posible garantizar una real autonomía de decisión si, al tiempo que se articula la provisión de la muerte asistida, no se asegura el acceso efectivo a otros recursos de apoyo socio-sanitario que permitan abordar las necesidades complejas de las personas afectadas con el máximo respeto a sus valores, deseos y prioridades.

En este punto, y ante el escaso compromiso al respecto por parte de las diferentes y sucesivas administraciones, creo que todo esfuerzo dirigido a mejorar esta situación debe pasar por potenciar lo más posible la sensibilización, el conocimiento y la participación de la sociedad con respecto al significado y los beneficios de los cuidados paliativos, pues siguen siendo, aún hoy, grandes desconocidos para la población. Sólo así se podrá aumentar su capacidad para interesarse por ellos, para reclamar su acceso y para movilizarse en su propio entorno social y familiar a fin de optimizar la calidad de la asistencia recibida. Y quizá sólo así, se genere una suficiente presión social que haga posible por fin que se dote económicamente a las inertes estrategias territoriales de cuidados paliativos. 

Coincido plenamente en que, como bien señala Darren Cargill, los cuidados paliativos necesitan, en términos generales, una mejor política de relaciones públicas. Pero también creo que una de las mejores estrategias en este sentido probablemente sea que, además de contribuir activamente en las actuaciones que pongan en marcha nuestras organizaciones profesionales, quienes nos dedicamos a esta labor redoblemos nuestro esfuerzo por actuar como comprometidos "embajadores de marca", tanto mediante la calidad en nuestra actividad profesional diaria como aprovechando el maravilloso altavoz que nos facilitan las redes sociales para compartir conocimiento y reivindicar la importancia social de nuestro quehacer, como medio de intentar cambiar las cosas desde abajo.

Se abre ante nosotros una nueva realidad a la que, como paliativistas, nos tendremos que adaptar. Emprendemos un viaje de aprendizaje y, en cierto modo también, de búsqueda de sentido, de renovación y fortalecimiento de nuestro compromiso con la excelencia. De nosotros depende, en buena parte, que cada vez más gente conozca y valore en su justa medida la importancia de nuestra labor. Y, desde luego, es nuestra responsabilidad que ninguna de las personas que nos confíen su atención a partir de ahora tenga que terminar recurriendo a solicitar la muerte asistida por no haber sido capaces de cumplir con nuestra tarea.

Nuevos horizontes, nuevos desafíos, compromiso reforzado. Ahora, más que nunca.




lunes, 14 de diciembre de 2020

Abordaje paliativo en los pacientes oncológicos: ¿Soplan vientos de cambio?



El buen médico trata la enfermedad; 
el gran médico, trata al paciente que tiene la enfermedad.
William Osler

Cuando soplan vientos de cambio, algunos construyen muros; otros, molinos.
Proverbio chino


A pesar de las crecientes y sólidas pruebas acerca de sus beneficios para los pacientes y sus cuidadores y de su reconocimiento explícito por parte de las principales instituciones científicas y asistenciales, demasiado a menudo los cuidados paliativos continúan siendo infrautilizados e iniciados muy tarde en la trayectoria de la enfermedad oncológica. 

Detrás de este patrón de intervención tardía, se pueden identificar diversas razones, como son:

  • Comunicación y coordinación deficiente entre los diferentes ámbitos asistenciales. 
  • Escaso conocimiento acerca de las prácticas paliativas y de su valor complementario, así como falta de familiaridad con los criterios estandarizados, las recomendaciones de práctica clínica y las medidas de calidad relativas al proceso de interconsulta y derivación.
  • Escasez de recursos de atención paliativa, tanto básicos como especializados, y/o variaciones importantes en la calidad de la asistencia.
  • Percepción por parte de algunos oncólogos de que las necesidades complejas de sus pacientes pueden y deben ser atendidas sin recurrir a intervención adicional, viendo incluso los cuidados paliativos como un último recurso, "cuando ya no hay nada más que hacer".
  • Incomodidad entre algunos paliativistas a la hora de atender a personas en tratamiento oncológico activo.
  • Estigmatización de los cuidados paliativos entre los pacientes y sus familiares, así como entre algunos oncólogos.

No cabe duda de que el concepto de "cuidados paliativos" sigue teniendo connotaciones fuertemente negativas para muchos enfermos oncológicos y sus familias, que los contemplan como sinónimo de cuidados terminales y muerte inminente, en ocasiones sin una distinción clara con la muerte médicamente asistida. 

Por otra parte, y por más que en los últimos años se haya empezado a vislumbrar un cambio de perspectiva, parece que no pocos oncólogos continúan opinando que incluir la atención paliativa en una fase no estrictamente terminal de la enfermedad supondría reconocer un peor pronóstico y una menor supervivencia, lo que temen podría conllevar efectos perjudiciales para sus pacientes, reduciendo su adherencia a los tratamientos específicos, sumiéndoles en la desesperanza o causándoles un intenso sufrimiento emocional por el sentimiento de abandono, provocando en cualquier caso una fractura en su relación terapéutica. 

Asimismo, en ocasiones, la remisión a cuidados paliativos puede ser vivida en términos de conflicto con su rol curativo, identificándola como un fracaso terapéutico frente a sus pacientes, máxime cuando en absoluto es excepcional que se tienda a considerar a la medicina paliativa como una disciplina "menor", con escaso bagaje científico, y cuyos profesionales no dispondrían, en general, de la adecuada formación para poder diferenciar entre un paciente oncológico recuperable y uno terminal.

La necesaria interconexión entre paliativos y oncología, por tanto, se sigue viendo a menudo entorpecida por una compleja amalgama de presuposiciones, relaciones de poder, cuestiones de confianza y desafíos asociados al propio procedimiento en sí, lo que puede afectar muy negativamente al abordaje de las necesidades complejas de pacientes y familiares y ser causa de un importante sufrimiento evitable.


Para intentar mejorar el patrón temporal de estas interconsultas, se han propuesto algunas actuaciones, como renombrar a los equipos paliativos como de "cuidados de soporte", "control sintomático" o "atención integral", a fin de poder introducir su intervención de una manera más "gradual y cuidadosa". Otras propuestas pasarían por el desarrollo de un modelo asistencial integrado, con vías de derivación "automática" sobre la base de criterios específicos y con equipos multidisciplinarios especializados de atención paliativa incluidos en la estructura y dinámica de las unidades oncológicas.

Ahora bien, dado que los puntos de vista de los oncólogos parecen condicionar con fuerza las decisiones relativas a la intervención paliativa y que una de sus presuposiciones con influencia al respecto sería la supuesta carencia de suficiente respaldo científico de la disciplina, se ha planteado también la cuestión de hasta qué punto el patrón temporal de las derivaciones podría verse mejorado por la evidencia acumulada al respecto, sin necesidad de recurrir a modificaciones en la naturaleza actual de los equipos paliativos.

En este sentido, a partir de la publicación del estudio de Bakitas et al. en 2009 y, en particular, del de Temel et al., un año después, se ha ido acumulando un amplio y consistente corpus científico acerca de los beneficios de la integración de la atención paliativa especializada y multiprofesional de forma concurrente con el abordaje oncológico estándar, en términos de mejoras en la calidad de vida, en el control sintomático, en el abordaje de la planificación anticipada de decisiones, en la satisfacción con la atención recibida, en el estado de ánimo, e incluso en la supervivencia, así como en los costes asistenciales.

Se ha determinado también que la intervención paliativa jugaría un papel distinto, complementario, en la provisión de cuidados a las personas con enfermedad oncológica avanzada. Así, los paliativistas tenderíamos a centrarnos, más frecuentemente que los oncólogos, en algunos aspectos concretos como: la valoración y elaboración del grado de conocimiento y expectativas del paciente y su entorno acerca del proceso de tratamiento y el pronóstico, el afrontamiento efectivo del paciente, las experiencias y necesidades de los cuidadores y la planificación anticipada y compartida de los cuidados.

De hecho, los efectos beneficiosos de la intervención paliativa temprana se extenderían también a los cuidadores y familiares, contribuyendo a mejorar su situación psicoemocional y su calidad de vida, reduciendo sus niveles de estrés, disminuyendo las alteraciones del estado de ánimo y limitando su carga de trabajo como cuidador.

Existe un amplio acuerdo, por tanto, en que la intervención paliativa temprana vendría a añadir valor al abordaje oncológico, principalmente en tres aspectos:

  • Ayudando a edificar una relación de apoyo sólida con pacientes y cuidadores desde la comprensión de la experiencia personal.
  • Facilitando la comprensión e interpretación de los pacientes acerca de su situación, pronóstico y tratamiento.
  • Proporcionando herramientas concretas de afrontamiento efectivo para ayudar a los pacientes y a su entorno en el abordaje activo de su situación de enfermedad.

Pues bien, con la intención de profundizar en el posible impacto que este conocimiento podría tener sobre el momento en la trayectoria de la enfermedad en que se realiza la derivación a cuidados paliativos desde oncología, Hausner et al. han estudiado comparativamente el patrón de intervención paliativa integrada con la atención oncológica estándar, antes y después de la publicación de diversos estudios de calidad a favor de la primera.

Para ello analizaron los datos de 24 consultas externas de un servicio de oncología médica durante un período de 9 años (2006-2015), antes y después de la publicación, entre otros, de los dos trabajos paradigmáticos antes mencionados.

Los resultados muestran que las derivaciones tardías, realizadas dentro de los 6 meses previos al fallecimiento, se redujeron en casi un 25% (desde el 68,8% inicial hasta el 44,8%). Al tiempo, se incrementaron las tempranas, realizadas con anterioridad a los 12 meses previos al fallecimiento, desde el 13,4% hasta el 31,3%, de manera mucho más significativa en aquellos casos en que los pacientes presentaban tumores coincidentes con las localizaciones estudiadas en los ensayos publicados (ginecológicos, gastrointestinales, genitourinarios, pulmón y mama).

Asimismo, la mediana de tiempo entre la derivación a paliativos y el fallecimiento del paciente aumentó desde los 3,5 meses hasta situarse en 7, y la mediana del tiempo entre el diagnóstico y la derivación se redujo. Por otra parte, la cantidad de pacientes derivados para control del dolor y otros síntomas aumentó de manera importante, desde un 19,3% hasta un 58,1%.

Parece, por tanto, que la demostración de los beneficios asociados a una integración de la atención paliativa temprana en la trayectoria de la enfermedad podría influir significativa y positivamente sobre las prácticas de derivación desde oncología, si bien los autores advierten de la necesidad de avanzar en la demostración de los beneficios de la intervención paliativa temprana en otro tipo de tumores, en particular neoplasias de cabeza y cuello y hematológicas, así como intentar perfilar qué grupos de pacientes se beneficiarían más probablemente de la misma.

Una atención integral, coordinada e integrada al paciente oncológico, desde el momento del diagnóstico y con especial énfasis en las fases avanzadas, se considera hoy en día un componente esencial en el abordaje de la enfermedad. A pesar de los grandes avances en el tratamiento del cáncer a lo largo de las últimas décadas, los pacientes continúan experimentando una morbimortalidad significativa, siendo habitual que puedan presentar entre 8 y 12 síntomas, muchos de los cuales están infradiagnosticados y mal tratados. A esto hay que añadir otras necesidades asistenciales, como la ansiedad por su proceso, la necesidad de información y la planificación de su atención, entre otras, cuya complejidad tiende a aumentar a lo largo de la trayectoria de la enfermedad.

Esta necesidad de apoyo adquiere cada vez una mayor importancia como consecuencia del aumento de incidencia del cáncer en general, con una población que envejece progresivamente y con mayor cantidad de supervivencias prolongadas gracias a la mayor efectividad de las terapias disponibles. De hecho, en España, actualmente más de la mitad de los pacientes con cáncer se encuentran en estas fases avanzadas, cuya atención supone para el oncólogo en torno a las 3/4 partes de su tiempo, y las previsiones a veinte años vista contemplan un aumento del 37% en los casos diagnosticados, lo que supone un aumento en 100000 pacientes, hasta llegar a rondar los 400000.

La mejora de la atención a los enfermos con cáncer en fase avanzada es uno de los retos que sigue teniendo planteados nuestro sistema de salud y, en nuestro actual contexto asistencial y al margen de otras consideraciones, existen diversos factores, como la sobresaturación de las consultas y la consiguiente limitación temporal de las mismas, que dificultan enormemente que los oncólogos puedan dedicar el tiempo necesario a pacientes y familiares, en el día a día y a lo largo de la trayectoria de la enfermedad, para asegurar un adecuado abordaje de sus necesidades.

Por otra parte, hay un muy amplio consenso acerca de que una atención de calidad, centrada en la persona, en sus necesidades y deseos, y considerando las diferentes esferas de su realidad global (física, psicoemocional, sociofamiliar, laboral y espiritual), requiere necesariamente de un modelo asistencial coordinado, capaz de brindar atención compartida en función del grado de complejidad de las necesidades del paciente y cuyas intervenciones se basen en la complementariedad de actividades de diversos profesionales capacitados.

La intervención paliativa temprana, concurrente y coordinada con el abordaje oncológico específico, permite ofrecer una atención centrada en el paciente y la familia, optimizando su calidad de vida al poder anticipar, prevenir y tratar mejor el sufrimiento, abordar de manera más adecuada sus necesidades integrales y contribuir a facilitar la autonomía del paciente, su acceso a la información y su capacidad de elección, 

Existe, en consecuencia, una práctica unanimidad entre los expertos sobre la necesidad de facilitar la implementación de programas de atención paliativa oncológica temprana, recurriendo para ello a aquellos recursos que puedan complementar a los que ya disponga el programa asistencial. Y un paso necesario para ello sería hacer un esfuerzo por parte de ambas disciplinas para modificar la percepción tradicional de los cuidados paliativos como sinónimo de atención al final de la vida. 

En este sentido, intentar mejorar la definición de los conceptos relacionados y de los roles de los paliativistas dentro de un enfoque de cuidados integrados, así como diseñar y poner en marcha campañas públicas de educación que mejoren el conocimiento de la población general acerca de en qué consiste y qué aporta la atención paliativa, sin duda ayudaría a superar la imagen tradicional de la misma, mejorando la aceptación de sus intervenciones. 

Debemos seguir trabajando en sembrar y diseminar el por qué, sin descuidar los esfuerzos por concretar el cómo.

¿Soplan vientos de cambio?: ¡Construyamos molinos!.


domingo, 6 de diciembre de 2020

Errores médicos en Cuidados Paliativos: ¿Cuestión de comunicación?


"Lo peor no es cometer un error, sino tratar de justificarlo, 
en vez de aprovecharlo como aviso providencial de nuestra ligereza o ignorancia".
Santiago Ramón y Cajal


En los últimos años, la seguridad del paciente y los errores en la práctica asistencial se han ido convirtiendo en preocupaciones cada vez más importantes, tanto para la opinión pública como para los grupos de investigación y para los responsables de las políticas sanitarias, dada su substancial contribución al sufrimiento de los pacientes y a la morbimortalidad. En consecuencia, muchas disciplinas médicas han desarrollado iniciativas para la detección y prevención de errores que sirvan para mejorar la seguridad del paciente.

Se denomina "incidente relacionado con la seguridad del paciente" a cualquier evento o circunstancia relacionado con la atención sanitaria que ha ocasionado o podría haber causado un daño innecesario al paciente, que no se vincula con una complicación propia de la enfermedad de base.

En el primer caso, se habla de "evento adverso"; en el segundo, se incluirían los denominados "incidentes sin daño", también llamados “casi errores” o “eventos adversos potenciales”, errores serios con posibilidad de originar un evento adverso, pero que no llega a producirse, bien sea por azar o porque es interceptado. Se asume que los fallos latentes en los sistemas que provocan ambos tipos de incidentes son los mismos.

Por su situación de reducida reserva funcional, en un contexto de progresiva fragilidad y disfunción orgánica, así como por la frecuente polimedicación, necesaria para el adecuado control sintomático, las personas que reciben cuidados paliativos son particularmente vulnerables a los eventos adversos. No obstante, el conocimiento general sobre lo que constituye un error en medicina paliativa permanece aún poco definido y claro, y la investigación empírica sobre este problema sigue siendo bastante escasa y, en la mayor parte de los casos, abordada desde un enfoque cualitativo.

De acuerdo con una reciente revisión sistemática, la mayoría de los errores médicos descritos en la literatura tendrían que ver con problemas de omisión o comisión, principalmente vinculados con fallos de conocimientos o retrasos en los tratamientos, además de desaciertos en la valoración y/o razonamiento clínico-diagnóstico y en la toma de decisiones, errores técnicos a la hora de aplicar procedimientos o intervenciones y errores de medicación, en buena parte asociados a fallos de dosificación.

Algunos tipos de eventos adversos identificados en cuidados paliativos resultan comparables a los descritos en otras disciplinas, como es el caso de los errores en el diagnóstico y tratamiento o en la medicación. Otros, más específicos de nuestra disciplina, como un inadecuado control sintomático o aplicar medidas extraordinarias de soporte o maniobras de resucitación en contra de los deseos expresos del paciente, vendrían a enmarcarse en las diferencias paradigmáticas entre medicina curativa y atención paliativa y, para muchos expertos, más que errores en sí mismos serían catalogables como graves incumplimientos de los objetivos asistenciales básicos.

A pesar de la escasez de datos cuantitativos, parece que los eventos adversos sintomáticos podrían ser algo común en los pacientes paliativos, llegando a precipitar el ingreso hospitalario en casi 8 de cada 10 casos. Asimismo, durante la estancia hospitalaria, aparecerían otros nuevos hasta en 3 de cada 4 pacientes, con un promedio de 1,5 eventos por persona. No obstante, es muy probable que buena parte de ellos, especialmente en lo que se refiere a errores de medicación, pasen inadvertidos tanto a los pacientes como a los profesionales que, simplemente, los atribuirían a la propia evolución de la enfermedad terminal.

En este contexto, por las propias características de la atención paliativa, por su compromiso esencial de minimizar el sufrimiento, se hace necesaria una adecuada comprensión de los tipos, causas y consecuencias de los errores médicos desde un enfoque más específico, que no se limite sin más a aplicar la definición general, y que tenga en cuenta la percepción y el significado de dichos eventos para las partes implicadas en el proceso de atención. Sólo así será posible diseñar e implementar estrategias que permitan mejorar la seguridad de los pacientes en esta área.

A la hora de analizar este asunto desde las experiencias y actitudes de los profesionales sanitarios, merece mención el ya clásico trabajo de Dietz et al., en el que los errores médicos son percibidos como un asunto de enorme relevancia y moderadamente habituales en la práctica diaria. 

Con respecto a las áreas identificadas, los paliativistas encuestados remarcan como más frecuentes los errores en la comunicación, es especial por lo que se refiere a la existente entre diferentes estamentos profesionales y, ligeramente por detrás, a la establecida con los familiares. En segundo lugar, señalan los errores en el control de síntomas, principalmente relacionados con la medicación, y los errores en la estimación del pronóstico vital. Curiosamente, los errores relativos a la toma de decisiones y planificación anticipada de las mismas son considerados como infrecuentes por una gran mayoría de los entrevistados.

A la hora de señalar las causas de los errores, una amplia mayoría invoca las deficiencias organizativas, en especial la falta de recursos y la sobrecarga asistencial, así como los problemas de comunicación intraequipo, como las más importantes, por delante de las carencias formativas específicas.

Por último, con respecto a las consecuencias de los errores, los paliativistas consideran las repercusiones personales, sobre los familiares y sobre los miembros del equipo, como las más habituales, percibiendo como raras las repercusiones sobre el paciente, en términos de pérdida de confianza o de acortamiento de la vida, no así sobre su calidad de vida, que se considera frecuentemente afectada para algo más de la mitad de los encuestados.


Ahora bien, en una disciplina como la nuestra, en la que la interacción entre el profesional y la unidad paciente-familia es un elemento aún más importante si cabe en la práctica diaria, la simple consideración de la percepción de los profesionales, necesariamente limitada por su reducida perspectiva, no basta para enfocar adecuadamente el problema. 

En este sentido, Kiesewetter et al. han abordado este asunto desde las percepciones y opiniones del paciente, identificando algunos aspectos específicos importantes. Los resultados de este estudio muestran que, para los pacientes, los principales errores en la atención paliativa tendrían que ver también con problemas en el manejo de la información y en el proceso de comunicación así como con errores relacionados con el profesionalismo y la conducta profesional.  

Se destacan especialmente tanto la falta de información honesta sobre la situación de la enfermedad y el pronóstico como los problemas a la hora de abordar la toma de decisiones compartidas, con lo que conlleva de agresión percibida a los deseos y valores de los pacientes y de grave afectación de su autonomía, dificultando el proceso de adaptación a la muerte. Asimismo, tanto una clarificación insuficiente, como una comunicación irrespetuosa y un déficit de empatía, son remarcados como elementos centrales en su percepción de error médico.

Yendo aún un paso más allá, Collier et al. han abordado las perspectivas de pacientes y familiares sobre la seguridad y calidad de la asistencia paliativa recibida, a través de su percepción del daño iatrogénico. De acuerdo con los resultados de este trabajo, los pacientes en situación de final de vida y sus allegados definen el daño iatrogénico en términos mucho más amplios que los que habitualmente se manejan en el contexto sanitario, percibiéndolo como resultado de la interrelación entre tareas clínicas, comunicación interpersonal, entorno organizativo-estructural y contexto sociocultural. 

En consecuencia, el daño percibido por la unidad paciente-familia no quedaría reducido a meros aspectos técnico-clínicos, sino que englobaría también las esferas emocional, social y espiritual, vinculándose de forma inextricable con su percepción de inseguridad.

Desde esa perspectiva, es posible definir seis categorías de daño iatrogénico percibido, que estarían relacionadas con los siguientes aspectos:
  • Cuidados médico-sanitarios, en términos similares a los criterios organizativos-asistenciales manejados en seguridad del paciente, relacionados con aspectos de seguridad medicamentosa, prevención de infecciones y errores de diagnóstico, entre otros.
  • Cuidados básicos, en relación con las necesidades asociadas a las actividades de la vida diaria, como ir al baño, por ejemplo.
  • Manejo de los síntomas, referido a un mal control del dolor y de otros síntomas.
  • Ambiente físico, condiciones de confort, intimidad, etc.
  • Transiciones de cuidados, es decir, atención a las necesidades vinculadas a altas, traslados y continuidad de cuidados.
  • Aspectos interpersonales, directamente relacionados con la calidad de comunicación e interrelación con el personal sanitario, con especial referencia a la compasión y al mantenimiento de la dignidad en los cuidados, así como al enfoque de la atención en la persona más que en la enfermedad.
Por otra parte, frente a la percepción de daño, la apreciación de seguridad se articularía fundamentalmente desde una perspectiva interpersonal. En dicho sentido, no sólo tendría que ver con la expectativa de una buena comunicación interna en el equipo asistencial, sino también con sentir que se les considera como miembros centrales del mismo, con un grado de conexión que les permita actuar en propia iniciativa con respecto a la seguridad y calidad de los cuidados recibidos, con capacidad para expresar sus sentimientos, preocupaciones y aspectos importantes para ellos, y que la actuación de los profesionales sea sensible a los mismos.

Subrayan, además, su impresión de que ese daño no es siempre reconocido, definido ni adecuadamente abordado por parte de los profesionales asistenciales ni de los gestores.


Minimizar el sufrimiento es un pilar fundamental en la atención paliativa. Evitar el daño iatrogénico, por tanto, debe ser una preocupación crítica, habida cuenta de que la polimedicación, la progresiva fragilidad y disfunción orgánica de los pacientes y la alteración de la distribución de la medicación debida a la pérdida de peso, hacen que estas personas tengan un riesgo mayor de sufrir incidentes con daño y que cualquier error al respecto puede ser causa de, al menos, cierto grado de deterioro que acelere su declive funcional.

En este sentido, parece necesario progresar en el desarrollo de sistemas específicos para detectar y notificar estos eventos adversos en las unidades de cuidados paliativos como un aspecto clave para reducir las fuentes de error y limitar sus posibles consecuencias. De igual manera, la adopción de un proceso de conciliación y deprescripción terapéutica, basado en la priorización de los fármacos esenciales a partir del establecimiento de su indicación primaria, con implicación del paciente y un seguimiento en el tiempo, se antoja como esencial.

Ahora bien, dado que la gran proporción de errores no relacionados con la medicación y los procedimientos, en especial errores relativos al proceso de comunicación, parece ser un rasgo distintivo percibido en cuidados paliativos, no bastaría simplemente con una adaptación de los protocolos de seguridad al uso, sino que una prevención efectiva y sostenible de los errores debería basarse en un enfoque mucho más amplio, que considere las complejas interrelaciones entre los factores percibidos, así como la perspectiva del significado que daño y seguridad tienen para pacientes y familiares.

Aunque sea parte esencial de una buena práctica profesional en cualquier disciplina médica, hacer frente a las necesidades paliativas de los pacientes y sus familiares supone afrontar desafíos de comunicación específicos. Una adecuada comunicación es una herramienta terapéutica esencial que facilita el mantenimiento de la autonomía, de la confianza y de la imprescindible coordinación entre el equipo terapéutico y la unidad paciente-familia, a través de sus objetivos de informar, orientar y apoyar

Por el contrario, una comunicación pobre, inadecuada, en especial dentro del equipo terapéutico, puede dar lugar a errores en medicación o en procedimientos y, por más que su efecto sea complicado de cuantificar, conllevar también un aumento del sufrimiento de pacientes y familiares que, por su parte, perciben una mala comunicación con y por los profesionales como un aspecto dañino en sí mismo.

Mejorar la seguridad del paciente paliativo, por tanto, pasa necesariamente por mejorar la conciliación terapéutica y el proceso de comunicación, junto con el abordaje de la percepción de error médico desde la perspectiva de su significado para el paciente y sus familiares. ¿Aceptamos el reto?



sábado, 7 de noviembre de 2020

Atención paliativa y COVID-19: más allá del control sintomático

"La aprensión, la incertidumbre, la espera, la expectación, el miedo a la sorpresa, 
hacen más daño a un paciente que cualquier esfuerzo; 
recuerda que está cara a cara con su enemigo todo el tiempo.” 
Florence Nightingale


Como ya se ha comentado en esta bitácora, la infección grave por SARS-CoV-2 conlleva aspectos particulares que, al condicionar la aparición de necesidades complejas adicionales, hacen especialmente necesario asegurar en su abordaje un enfoque paliativo, integral e individualizado.

Así, estas personas presentan una mayor tasa de mortalidad, que supera el 60% a las 4 semanas, y, por otra parte, incluso quienes gozaban de un aparente buen estado de salud previo, pueden deteriorarse rápidamente, llegando a reducirse el período entre la aparición de la sintomatología grave y la muerte a tan sólo unos pocos días, del orden de unos 6 desde el diagnóstico y en torno a 2 desde que se efectúa la interconsulta a cuidados paliativos. Ello obliga a un seguimiento más estrecho y a una mayor intensidad terapéutica desde un inicio.

Sabemos que 2 de cada 3 de estas personas van a desarrollar un síndrome de distrés respiratorio agudo y que más del 70% van a requerir ventilación mecánica y prácticamente 1 de cada 5, hemodiálisis. Por otra parte, quienes sobrevivan a la UCI, tienen un riesgo nada desdeñable de desarrollar importantes complicaciones físicas, déficits cognitivos y trastornos mentales mantenidos en el tiempo. Más aún, otros muchos pacientes pueden no contar con la capacidad física suficiente que les permita beneficiarse de un soporte intensivo, situación que se agrava ante una situación de sobrecarga de los recursos asistenciales, cuando se impone recurrir a estrictos criterios de triaje para asegurar la optimización de los mismos.

Asimismo, al condicionar el aislamiento infeccioso del paciente, con la consecuente restricción de visitas a familiares y allegados y la interposición de barreras físicas de protección individual, así como la limitación en la duración de las interacciones cara a cara, la pandemia supone una seria amenaza a la calidad de las conversaciones con los pacientes y su entorno, haciendo que puedan resultar deslavazadas e impersonales, particularmente en los casos en que la persona se enfrenta a una forma grave de la enfermedad, y dificultando en gran medida el proceso de toma de decisiones compartidas e informadas. Por todo ello, puede ser causa de un notable impacto psicológico y de un importante sufrimiento evitable, de magnitud a medio y largo plazo aún por conocer.

Así pues, la COVID-19 se está mostrando como causa y potente amplificador del sufrimiento, en particular de aquel asociado a la enfermedad, la vulnerabilidad y la muerte. A la carga sintomática, en un contexto de aparición de nuevos perfiles clínicos de evolución escasamente predecible, se añaden el temor y la ansiedad habituales en toda enfermedad grave, que se ven potenciados por la falta de información y comprensión acerca de una patología nueva y la angustia existencial ante el profundo impacto, mantenido en el tiempo, sobre los sistemas de salud y la disponibilidad de recursos asistenciales.


La profunda incertidumbre que provoca en sí misma esta enfermedad, como resultante de la complejidad, ambigüedad, impredecibilidad y falta de información vinculadas a ella, plantea desafíos sin precedentes en términos logísticos y psicosociales que han puesto en jaque los mecanismos personales y comunitarios que, en otras circunstancias, permiten hacer frente a los acontecimientos infortunados. Sabemos que, con independencia de su origen, la incertidumbre puede afectar negativamente a la experiencia de enfermedad del paciente y de su entorno, en mayor medida cuanto más impredecible sea el curso clínico, así como a sus necesidades de información, preferencias y futuras prioridades acerca de los cuidados, pudiendo llegar la preocupación a ser tan intensa que incluso comprometa el sentido de la propia identidad.

Es por ello que, en un contexto de incertidumbre clínica extrema como el que condiciona la actual pandemia, el valor inherente de las deliberaciones compasivas y colaborativas con paciente y familia encaminadas a perfilar los objetivos de cuidados adquiere un valor aún mayor, en tanto elemento esencial de la atención centrada en la persona. Asegurar que podrán afrontarse con la mayor dignidad las descompensaciones, el pronóstico incierto, la enfermedad grave y las interacciones fragmentadas, pasa por discernir previamente los valores, deseos y preferencias de la persona con respecto al manejo de su enfermedad, y ello exige adoptar un enfoque integral, colaborativo e individualizado, estructurado en un proceso de planificación compartida de decisiones.

Ya antes del estallido de la pandemia, no eran pocos los obstáculos a vencer a la hora de llevar a cabo este proceso, principalmente en términos de limitaciones de tiempo, falta de formación adecuada, temor a dañar las esperanzas del paciente, escasez de recursos e insuficiente conocimiento y sensibilización al respecto a nivel de la sociedad en general. La COVID-19 no sólo ha venido a exacerbar estas barreras preexistentes, sino que también plantea desafíos específicos, de índole logística y psicosocial, tanto a un nivel individual, como también interpersonal, intra e interequipos asistenciales e, incluso, nacional, que hacen necesario, más que nunca, abordar las preferencias, los valores y los objetivos de cuidados lo más pronto posible en el curso de la enfermedad y de una manera intencional, cuidadosamente dirigida.


 
Asimismo, la naturaleza y curso de la COVID-19 ha precipitado como nunca antes la aparición de temores que afectan a la esfera personal, interpersonal, cognitiva y conductual y que pueden condicionar en buena medida las conversaciones sobre planificación anticipada y afectar negativamente a su efectividad.

Es por ello que, ahora menos que nunca, este proceso no puede reducirse a un simple ejercicio mecánico de elección sobre una check-list con alternativas predeterminadas acerca de preferencias sobre lugar de cuidados, nivel de intensidad de tratamiento y órdenes de resucitación o no, sino que debe llevarse a cabo mediante una correcta valoración y planificación deliberativa, enfocada no sólo sobre estos aspectos más generales sino, muy especialmente, en aquellos relevantes de carácter más específico, como la situación clínica, las posibles trayectorias y complicaciones de la enfermedad y las transiciones de cuidados, focalizando las conversaciones en las principales áreas de incertidumbre y complejidad relacionadas. 

Así pues, un enfoque específico en la enfermedad debe dejar claras también las preferencias del paciente acerca de la ventilación mecánica, así como asumir o no la traqueotomía y nutrición percutánea si debe prolongarse en el tiempo, o en relación con la hemodiálisis, además de abordar los aspectos relacionados con la recuperación tras los cuidados agudos, entre otros asuntos. Poder transmitir esperanza en el efecto de los tratamientos no sólo no está reñido sino que debe ir de la mano del reconocimiento, empático pero explícito, de la gravedad de la situación y, en su caso, incluso de la posibilidad de morir. Esperar siempre lo mejor, pero sin dejar de prepararse para lo peor.

Llevamos meses viendo cómo la pandemia condiciona situaciones de final de vida tremendamente complejas y heterogéneas cuyo adecuado manejo, junto con el alivio del sufrimiento, constituye una parte importante de su atención, independientemente del pronóstico vital. Ello incluye, forzosamente, una comunicación clara y oportuna con el paciente, cuando ello sea posible, y con su entorno de cuidados, que permita asegurar una rápida revaloración de los objetivos del paciente y su alineamiento con los planes de tratamiento en caso necesario. Hacer frente a la incierta evolución de la COVID-19 grave sin un adecuado abordaje de los deseos, valores y preferencias de la persona, puede suponer un enorme sufrimiento no sólo para el paciente sino también para su familia y allegados.

En este sentido, al formar parte de nuestra práctica cotidiana, los paliativistas estamos habituados a desempeñarnos en estas interacciones y perfectamente capacitados para manejar estas incertidumbres mediante los recursos comunicativos y de apoyo emocional necesarios para, por una parte, sensibilizar y motivar a los pacientes y su entorno a la hora de abordar estos asuntos y, por la otra, poder conducir de forma efectiva el proceso.

Resulta esencial, por tanto, asegurar el soporte de profesionales debidamente formados en atención paliativa que actúen de forma coordinada con los equipos hospitalarios de agudos, así como garantizar el mantenimiento de dicha asistencia en el entorno comunitario. Porque nunca antes la intervención paliativa había sido tan esencial.


 

martes, 13 de octubre de 2020

Morir en tiempos de pandemia: Implicaciones futuras para la atención paliativa

"La manera de afrontar la muerte y el proceso de morir revela mucho de la actitud de la sociedad en su conjunto hacia los individuos que la componen"
Cicely Saunders


La pandemia por COVID-19 ha condicionado, tanto directa como indirectamente, un aumento sin precedentes en la mortalidad en todo el mundo, y muy particularmente en algunos países como el Reino Unido o España. En todos ellos, las autoridades sanitarias han centrado su respuesta en los tratamientos preventivos y curativos, a costa de una escasa atención hacia las necesidades de cuidados, incluyendo las necesidades paliativas.

A lo largo de todo este tiempo, hemos podido comprobar cómo las personas con formas graves de la enfermedad a menudo sufren síntomas muy angustiantes, como disnea o agitación, cuando se aproximan al final de su vida. Por otra parte, la incertidumbre clínica en torno a las posibles trayectorias de la enfermedad en las personas infectadas aumenta notablemente la complejidad de la toma de decisiones clínicas, así como de la comunicación con los pacientes y sus familias. Y, peor aún, muchos de los fallecimientos durante la pandemia se han visto afectados por las necesarias medidas de prevención, que han provocado terribles situaciones de aislamiento e incomunicación al final de la vida, causando un gran sufrimiento en pacientes, familiares y personal sanitario.

Por todo ello, parece claro que los cuidados paliativos deberían desempeñar un importante papel en el manejo global de la pandemia, y así se ha venido subrayando a lo largo de estos meses, como ya se ha comentado en esta misma bitácora. Con todo, las necesidades paliativas de la población siguen sin ser convenientemente descritas de forma que, aún hoy, no conocemos con seguridad cuántas de las personas fallecidas en estos meses se habrían encontrado ya, en ausencia de la pandemia, en situación de enfermedad avanzada y terminal presentando, en consecuencia, necesidades complejas que hicieran necesario su abordaje paliativo.

Imagen: Marcus Yam (Getty Images)

A la hora de anticipar de forma fiable la cantidad de personas con enfermedad avanzada y necesidades complejas, y poder así planificar y reorganizar adecuadamente los recursos asistenciales, un método que resulta de gran utilidad es el análisis de los patrones de mortalidad mediante estudios poblacionales a gran escala. Así es como sabemos que, en nuestro medio, hasta un 82%. de los fallecimientos anuales corresponden a personas con necesidades paliativas. Sin embargo, la emergencia de la COVID-19 ha modificado los patrones de mortalidad, por lo que se hace necesario reajustar las estimaciones de dichas necesidades en quienes llegan al final de su vida con la enfermedad.

Con el objetivo de contribuir a clarificar la situación, Bone et al. han desarrollado un estudio descriptivo pionero, basado en un modelado poblacional, a partir de los datos públicos de mortalidad en Inglaterra y Gales entre marzo y mayo de 2020.

De su meticuloso análisis obtienen los siguientes resultados:

  • En términos globales, los fallecimientos en residencias geriátricas aumentaron en un 220%, frente a un 90% en hospitales y un 77% en el domicilio. Por el contrario, se redujeron en un 20% en las unidades paliativas de media-larga estancia, representando el 3% del total.
  • La mayor parte de las muertes por COVID-19 tuvieron lugar en hospitales (65%) y residencias (28%), frente al domicilio (5%) y las unidades de media-larga estancia (1%).
  • Con respecto a las muertes adicionales, exceso de mortalidad sobre la prevista en ausencia de pandemia, la mayor parte ocurrieron en residencias (56%) y en el domicilio (43%). Por el contrario, disminuyeron en hospitales y unidades de media estancia, indicando probablemente un menor número de muertes de lo habitual por otras patologías.
  • Atendiendo a la edad, el 74% de las muertes por COVID-19 afectó a personas con 75 años o más de edad, frente a un 68% en condiciones habituales. Esta proporción resultó aún mayor al analizar las muertes adicionales, con un 83% en personas de 75 o más años y un 56% de 85 años o más.
  • En cuanto al sexo, la mayor parte de los fallecidos por COVID-19 fueron varones (56%), frente al 49% habitual y a un 50% en las muertes adicionales.
  • A partir de los datos, los autores también estimaron que un 22% (13-31%) de todas las personas fallecidas por COVID-19 se encontraban en su último año de vida, con lo que probablemente presentaran necesidad de atención paliativa, proporción que se incrementaría hasta el 33% (19-47%) en aquellos con 80 años o más de edad.

Al interpretar estos resultados, no obstante, conviene considerar las limitaciones debidas tanto al hecho de emplear los datos oficiales disponibles que, con sus lagunas e imprecisiones, pueden condicionar una infraestimación de los fallecimientos durante el período estudiado, como por las posibles variaciones temporales y territoriales. Asimismo, dado que muchos de los datos y tasas empleadas en los cálculos se basan en estudios en el ámbito hospitalario, las muertes en residencias y en el domicilio probablemente estén infrarrepresentadas.

Por otra parte, al tratarse de un análisis focalizado exclusivamente en la mortalidad, soslaya otros aspectos de gran importancia en el ámbito de la atención paliativa, como el control sintomático, el apoyo en las conversaciones difíciles, la planificación anticipada de decisiones, la complejidad en la toma de decisiones clínicas o las necesidades a largo plazo de los supervivientes. Y, en todo caso, al tratarse de un modelado poblacional, sus resultados tampoco pueden emplearse directamente en la toma de decisiones a nivel personal.

Con todo, los hallazgos sí permiten a los autores subrayar la necesidad de proceder a una rápida adaptación de los modelos de atención paliativa ante los primeros signos de nuevas olas de la pandemia, tanto a nivel hospitalario como muy especialmente en el entorno comunitario, residencias y domicilio, máxime en lo que respecta a personal y equipamiento. Asimismo, proponen una articulación más flexible entre recursos hospitalarios y comunitarios como aspecto esencial frente a futuros picos pandémicos.

No cabe duda de que los rápidos cambios acontecidos en la práctica asistencial durante la pandemia por COVID-19 brindan importantes oportunidades para la investigación, los procesos de evaluación y el aprendizaje y es necesario que los nuevos modelos de gestión clínica para afrontar ésta y sucesivas crisis similares vengan respaldados por la mayor evidencia posible.

En este sentido, los autores remarcan la necesidad de plantear nuevos estudios que intenten dar respuesta a cuestiones como las siguientes:
  • Cuáles son los mejores modelos integrados de atención paliativa en las residencias.
  • Cuál es la repercusión de la COVID-19 en las unidades paliativas de media-larga estancia y en qué forma podría mejorarse el uso de sus recursos disponibles.
  • Qué impacto tiene la COVID-19 en la aparición de duelos complejos y qué recursos serían necesarios para apoyar a quienes lo sufren.
  • De qué manera y en qué intensidad afecta la COVID-19 a los cuidadores en el entorno comunitario.

Una pandemia pone a prueba el sistema de gestión sanitaria, dado que sus efectos disruptivos trascienden el mero ámbito de la salud para afectar también a las restantes políticas públicas y, por tanto, al bienestar y a la prosperidad nacional. Hasta ahora, nuestro sistema de salud no se había enfrentado a ninguna pandemia que hubiera desbordado su capacidad de gestión, y ello probablemente va a obligar a asumir una serie de reformas estructurales que impidan en el futuro que las decisiones ante situaciones similares vengan condicionadas más por los recursos disponibles que por los protocolos de actuación.

Sea como fuere, ahora que los efectos de la COVID-19 han venido a hacer aún más patente si cabe la creciente influencia que la cronicidad avanzada, la fragilidad evolutiva y la complejidad clínica tienen en el paradigma paliativo contemporáneo, los responsables políticos y administrativos no pueden seguir ignorando por más tiempo que los valores de la compasión y la atención total, eficazmente proporcionados por la atención paliativa, deben constituir un componente esencial en el abordaje estratégico de cualquier crisis sanitaria y humanitaria como la que nos ocupa . 


Imagen: Gonzalo Fuentes (Reuters)


domingo, 27 de septiembre de 2020

¿Atención paliativa?: ¡Ahora, más que nunca!


"Un doctor tiene la misión no sólo de prevenir la muerte 
sino también de mejorar la calidad de vida. 
Si tratan una enfermedad, ganan o pierden; si tratan a una persona, 
les garantizo que siempre ganarán sin importar las consecuencias".
Hunter Doherty “Patch” Adams



La actual pandemia por COVID-19 está suponiendo una grave crisis en los cuidados agudos, sin precedentes cercanos y de duración desconocida, marcada por la incertidumbre y por el lógico esfuerzo centrado en limitar su propagación y aumentar la posibilidad de curación, así como por la terrible soledad de los pacientes infectados. 

Como ante cualquier situación de enfermedad que amenaza la vida, pacientes y familiares sufren debido a la carga sintomática, a las intensas emociones, al temor y la incertidumbre que suscita y a los diversos problemas de índole sociofamiliar y espiritual que afloran al irse haciendo presente el final de la vida.

No obstante, la infección por SARS-CoV-2 presenta algunos aspectos particulares que condicionan la aparición de necesidades complejas adicionales y hacen especialmente necesario asegurar el enfoque paliativo en su abordaje:

  • En primer lugar, muchos pacientes con enfermedad grave experimentan síntomas angustiantes, en especial disnea (50-71%) y agitación (11-43%), especialmente cuanto más avanzado es su estado.
  • Por otra parte, estos enfermos pueden deteriorarse rápidamente. La velocidad de declive, incluso en personas con aparente buen estado previo de salud, puede reducir la "ventana" entre la aparición de la sintomatología grave y la muerte a tan sólo unos pocos días, obligando a un seguimiento más estrecho, con revisiones más frecuentes y una mayor intensidad terapéutica desde un inicio, algo ante lo que muchos profesionales pueden sentirse remisos o indecisos, ante la falta de evidencia de calidad que guíe el abordaje clínico.
  • Además, otros muchos pacientes pueden no tener la capacidad física suficiente para beneficiarse claramente de un abordaje de soporte intensivo, situación que se agrava en condiciones de sobrecarga de los recursos asistenciales cuando es necesario recurrir a estrictos criterios de triaje para asegurar la optimización de los mismos.
  • Asimismo, la situación de aislamiento del paciente y la consecuente restricción de visitas a familiares y allegados, no sólo puede ser causa de un notable impacto psicológico sino que puede complicar el proceso de toma de decisiones compartidas e informadas.


Se configura así una cohorte de pacientes en situación de final de vida tremendamente compleja y heterogénea cuyo adecuado manejo, junto con el alivio del sufrimiento, constituye una parte importante de su atención, con independencia del pronóstico vital.

En esta situación, es imprescindible contar con una estrategia frente a la situación de deterioro y muerte potencial, especialmente en quienes no sean subsidiarios de cuidados intensivos, que se ejecute conjuntamente con el abordaje médico agudo y propicie tanto un adecuado abordaje de los síntomas como una comunicación clara y oportuna con el paciente, cuando resulte posible, y con sus cuidadores. 

Sólo así podrá asegurarse una rápida revaloración de los objetivos del paciente y su alineamiento con los planes de tratamiento. Poder transmitir esperanza en el efecto de los tratamientos debe ir de la mano del reconocimiento, empático pero explícito, de la gravedad de la situación y posibilidad de morir. 

La actual pandemia, de hecho presenta numerosos paralelismos con las experiencias de los pioneros en la instauración de los cuidados paliativos en entornos de recursos limitados, como resaltan Daniel Knights et al. en este artículo, en el que exploran el modo en que se puede contribuir a la mejora de la calidad asistencial en dichas condiciones, proponiendo tres áreas clave de respuesta:

  • Integrar el enfoque paliativo en la práctica cotidiana, de manera que se asegure como objetivo de cuidados la reducción del sufrimiento y no únicamente la supervivencia y se mejore la comprensión y la provisión de los planes de decisiones anticipadas, además de considerar algunos métodos innovadores de comunicación y apoyo de los familiares.
  • Simplificar el manejo biomédico y el trabajo en equipo multidisciplinario, asegurando la disponibilidad y fácil acceso a herramientas de ayuda a la decisión clínica y planes de contingencia ante situaciones de escasez de material o medicación, así como facilitar el perfeccionamiento de las habilidades de exploración integral de necesidades, valoración de síntomas y estrategias de comunicación en el personal asistencial. Asimismo, valorando en qué ubicaciones podría mejorarse la atención reasignando tareas o adoptando modelos de gestión enfermera
  • Incorporar de forma eficiente al voluntariado, que se sabe puede mejorar la satisfacción del entorno familiar, proporcionar acompañamiento y soporte psicosocial y establecer enlaces a cuidados más formales.

Morir de COVID-19 sin el apoyo de una adecuada atención paliativa puede significar un angustioso final, no sólo para el paciente, sino también para su familia y allegados. Por ello, y muy especialmente frente a una potencial situación de escasez de recursos, el alivio del sufrimiento por medio de la atención paliativa debe mantenerse como el imperativo ético que es.

En consecuencia, resulta esencial asegurar el soporte de profesionales expertos en Atención Paliativa que actúen de forma coordinada con los equipos médicos de agudos y de cuidados intensivos, así como asegurar el mantenimiento de la asistencia en el entorno comunitario. En estos tiempos de pandemia, como bien dice Jennifer M. Ballentine, los cuidados paliativos son tan necesarios como los fluidos, los antitérmicos o los ventiladores. 

Nunca antes la intervención paliativa ha sido tan esencial. Nunca antes se ha podido sentir más intensamente la necesidad de una atención cercana, individualizada y compasiva que haga posible abordar todo el sufrimiento asociado, en sus distintos niveles. Y, a pesar de ello, el papel de los cuidados paliativos durante el primer zarpazo de la pandemia se ha visto eclipsado por el particular contexto social y asistencial en que se ha ido afrontando la emergencia.

De cara a sucesivas oleadas, no podemos volver a caer en el error de desplazar por completo el centro de la atención hacia el virus a costa de marginar de los objetivos asistenciales el abordaje del sufrimiento. Más allá del adecuado enfoque terapéutico y de control sintomático, aspectos como la comunicación, la soledad, la despedida o los rituales deben estar incluidos en los protocolos de atención y ser abordados de forma efectiva. 

Debemos aprovechar la terrible experiencia vivida para aprender y ser capaces de adoptar una actitud innovadora y dinámica que permita superar los actuales enfoques y asegurar la adecuada atención a las necesidades de quienes se encuentran en situación de final de vida o críticamente enfermos. Sólo así, manteniendo el compromiso con la compasión y la atención centrada en la persona, podremos aspirar a limitar el enorme impacto del sufrimiento asociado a esta pandemia, y sus efectos a medio y largo plazo, cuya magnitud está aún por comprobar.



lunes, 14 de septiembre de 2020

Mórfico, mórfico, mórfico...; y ustedes ya saben lo que es ésto...: Dos, tres días, y éxitus

"Ningún enfermo debe desear la muerte porque su médico 
no le administra una dosis suficiente de analgésico"
Alfredo Lanari

"Todos tenemos que morir. Pero mi mayor y constante privilegio es poder ahorrar días de tortura. El dolor es el más terrible azote de la Humanidad; peor incluso que la misma muerte"
Albert Schweitzer

"Los mitos que se creen tienden a convertirse en realidad"
George Orwell



A primeros del pasado mes de junio, durante una intervención ante el Grupo de Trabajo de Sanidad y Salud Pública del Congreso de los Diputados, se escuchó a la representante de una de las patronales del sector residencial proferir, con tono afectado, la salvajada que da título a esta entrada, dando a entender de forma nada velada una intervención de los profesionales sanitarios, a modo de "eutanasia encubierta", en la terrible ola de fallecimientos ocurrida en dichos centros durante la primera ola de la pandemia por SARS-CoV-2.

No tengo intención de entrar a valorar, en este momento, la opinión que me merece semejante barbaridad, pero sí me parece muy necesario resaltar que si se ha escogido tan abyecto modo de defensa ante los representantes de la ciudadanía no es sino porque aún persiste en nuestra sociedad un clima de estigmatización, miedo y rechazo bastante generalizado ante el uso de opioides, y en concreto de morfina, que facilita la transmisión y calado de mensajes de ese tipo.


Esta opiofobia hunde sus raíces en un serie de mitos, alimentados por un complejo abanico de experiencias que tienen que ver tanto con la propia atención sanitaria como con el modo en que se ha venido tratando el asunto en el cine, en la literatura y en los medios de comunicación, y que se ve influido por creencias históricas, de carácter cultural o religioso, profundamente arraigadas en el imaginario colectivo; situación esta a la que no es en absoluto ajena la habitual "asimetría de la información" existente entre los profesionales sanitarios y el resto de la población.

El uso de opioides en la enfermedad crónica y en los procesos de final de vida se ha considerado desde hace mucho tiempo un tema tabú y continúa despertando recelos en muchas personas, incluso en el propio ámbito sanitario. Así, la gente lo ha venido asociando con desagradables efectos secundarios, riesgo de adicción e incluso con el adelanto de la muerte, a pesar de la enorme cantidad de estudios que contradicen esas percepciones.

No cabe duda de que, al igual que cualquier otro fármaco o intervención médica, los opioides pueden presentar efectos indeseables, aunque en su inmensa mayoría suelen ser pasajeros, no graves y fáciles de controlar, y existe una abundante evidencia científica que avala la seguridad de su empleo si la pauta de tratamiento se ajusta enfermo por enfermo, de manera individualizada y adecuada al tipo e intensidad del síntoma a tratar, y se mantiene un seguimiento apropiado. Son, de hecho, fármacos muy eficaces, que raramente están contraindicados y se emplean habitualmente desde hace décadas para el control sintomático en medicina paliativa (fundamentalmente para el alivio del dolor, de la disnea y otros síntomas relacionados), por lo que son considerados de carácter esencial por la OMS/WHO.

Los mitos acerca de los opioides han sido frecuentemente abordados en la literatura médica, aunque no se ha podido llegar a clarificar por completo hasta qué punto transmiten de manera fidedigna las creencias de la sociedad en general o si tienen más que ver con las actitudes y experiencias de cuidados de los propios profesionales de la salud que, a menudo, tampoco son más que un reflejo de aquéllas. Sea como fuere, las percepciones, miedos y actitudes al respecto pueden condicionar de forma importante el manejo efectivo y satisfactorio de los síntomas, afectando de forma muy negativa a la calidad de vida y siendo causa de un enorme sufrimiento psicoemocional, tanto propio como de sus cuidadores, con importantes repercusiones sobre la relación entre el núcleo familiar y los profesionales sanitarios, especialmente al final de la vida.

Imagen: Hayri Er/Getty Images

A este respecto, De Sola et al. han estudiado el punto de vista de la población española acerca del uso de opioides, destacando los siguientes resultados:
  • En prácticamente 6 de cada 10 personas, la prescripción de un tratamiento con morfina se asocia con la idea de que indica que la enfermedad subyacente es grave.
  • Una proporción similar percibe el tratamiento opioide como una "última opción" y 1 de cada 3 lo contemplan como un tratamiento "sólo para terminales".
  • Aproximadamente la mitad refieren miedo a los efectos secundarios, principalmente somnolencia y/o sedación.
  • En similar medida, se expresa el temor a "tener que aumentar progresivamente la dosis", a "no alcanzar el efecto esperado" a pesar de ello, y a "volverse adicto".

En similar línea, Ho et al., han analizado las opiniones y creencias de pacientes con enfermedad oncológica avanzada, previamente a comenzar por primera vez un tratamiento opioide, y de sus cuidadores. De nuevo, el temor a la dependencia farmacológica y la asociación del tratamiento con enfermedad progresiva y muerte cercana figuran entre las opiniones más repetidas en ambos grupos. Los autores remarcan que esta percepción negativa puede contribuir a las reservas de los pacientes a emplear opioides, al considerar que su condición aún no es terminal o suficientemente grave como para requerirlos.

No obstante, una mayoría de los pacientes entrevistados se mostraron dispuestos a su empleo futuro, al considerar prioritario tanto un adecuado control sintomático como una reducción del sufrimiento. En este sentido, refirieron confiar en las recomendaciones y profesionalismo de sus médicos, lo que pone de manifiesto la importancia del papel de los profesionales sanitarios a la hora de mejorar la aceptación de los pacientes.

Llegados a este punto, conviene recordar que el acceso a una valoración y tratamiento apropiados del dolor y de otros síntomas graves por profesionales adecuadamente formados es considerado hoy en día un derecho humano básico y un elemento esencial de la dignidad humana. En consecuencia, todo abordaje sintomático inadecuado, en un contexto de acceso a medios suficientes, supone una flagrante negligencia terapéutica que incluso podría dar lugar a ser considerada como una falta ética grave del profesional responsable.

Por otra parte, tanto la opiofobia propiamente dicha (temor a los efectos indeseables) como la opioignorancia (falta de conocimiento sobre el uso y eficacia de los opioides) no sólo son responsables del mal tratamiento del dolor crónico en diversas etapas de la vida sino que a menudo, al final de la misma, impide hallar el bienestar adecuado para los pacientes y sus familias.

Como profesionales sanitarios, tenemos un contrato con la sociedad que se basa en la profesionalidad y en la confianza, esencial para una relación clínica efectiva, que parte del compromiso de anteponer los intereses y bienestar del paciente y el respeto a sus decisiones informadas, en la medida que concuerden con la práctica ética. A este respecto, el papel del médico clínico debe ser el de intermediador, acercando a paciente y familia el mejor conocimiento aplicable de acuerdo a sus necesidades y preferencias y en consonancia con el contexto concreto en que el proceso tiene lugar.

El problema principal no estriba tanto en la existencia o no de la citada asimetría en la información, sino en la forma en que ésta se pueda manejar adecuadamente, y para ello, es esencial mantener y acrecentar el capital de confianza sobre la base de una comunicación fluida y honesta, que exige no sólo un buen conocimiento técnico, sino también inteligencia práctica, sensibilidad, diálogo y mucho ingenio, dado que cada paciente es único, de modo que existe una cierta variabilidad que no sólo es inevitable, sino necesaria.

Asimismo, supone reconocer y combatir los propios impedimentos que, por nuestra propia parte, pueden dificultar este proceso y que, partiendo del esquema sugerido por Maltoni, tendrían que ver con los siguientes elementos:

  • Empleo de un modelo de cuidados centrado en la enfermedad más que en los síntomas que supone una falta de priorización en el control sintomático en favor del pronóstico, dadno lugar a importantes lagunas en los cuidados.
  • Formación inadecuada sobre farmacología de los opioides y su empleo (pautas, dosis equianalgésicas, rotación, etc.) en los diferentes contextos clínicos, lo que favorece la persistencia de ideas erróneas (miedo desmesurado e infundado a los efectos secundarios y/o al desarrollo de tolerancia y adicción, entre otras) que condicionan una reticencia a prescribirlos (o bien a aplicar las dosis prescritas, en el caso de enfermería), un uso inapropiado en tiempo y forma (pautas terapéuticas insuficientes o erróneas, como dosis o intervalos incorrectos o pautas exclusivamente a demanda)
  • Praxis inadecuada: escasa preocupación por abordar de forma compartida los efectos secundarios y/o comunicación inadecuada con paciente y familia, falta de seguimiento en el tiempo, registros deficientes (fármaco, dosis, pauta, etc.).

En este sentido, y como implicaciones prácticas de cara a intentar desestigmatizar el uso de los fármacos opioides y mejorar su aceptación y, en consecuencia, el control sintomático, Ho et al. sugieren:

  • Dirigir la conversación hacia las dudas, preocupaciones y concepciones erróneas acerca de la morfina y su empleo en nuestras intervenciones con pacientes y cuidadores.
  • Reforzar los programas formativos específicos dirigidos a los profesionales sanitarios.
  • Aumentar el conocimiento de la población en general mediante el desarrollo de  actividades divulgativas que faciliten corregir progresivamente los mitos e interpretaciones erróneas acerca de los opioides.

La grandeza de nuestra profesión, como remarca Marcos Gómez Sancho, no radica en los medios que utilizamos, sino en su objeto, que no es sino el ser humano, el hombre sufriente, el respeto a sus valores y derechos. Y, dado que un adecuado control del dolor y de otros síntomas es un derecho humano y un imperativo ético que ayuda a la Medicina a retornar a sus raíces humanísticas, y que tanto la opiofobia como la opioignorancia se interponen en dicho proceso, tenemos la responsabilidad de combatirlas en nuestro día a día con todos los instrumentos a nuestro alcance.