Hace unos días, en animada conversación con un buen amigo y colega, recordábamos un ya clásico artículo de Marie-Charlotte Bouësseau en el que, partiendo de la interpretación del pensamiento de Emmanuel Lévinas y de otros filósofos, se describen los fundamentos y criterios éticos que justifican el desarrollo de los cuidados paliativos.
De acuerdo con el planteamiento de Bouësseau, el cuidado de las personas en situación de final de vida surgiría como un desafío ético frente a la moderna tecnomedicina, sustentado sobre dos aspectos fundamentales. Sería, en primer lugar, la expresión de un compromiso social y profesional ante las necesidades de los más vulnerables, que exige mantener la atención, la presencia y la búsqueda de medios para mejorar la calidad de vida por más que nos hallemos ante un pronóstico de supervivencia limitado en el tiempo.
Asimismo, representaría una propuesta alternativa frente a dos planteamientos polarizados que constituyen expresiones de un mismo peligro, que no es otro que la ilusión de una medicina omnipotente con dominio pleno sobre la vida.
Se trataría, por un lado, de la actitud que Marcos Gómez Sancho denomina “activismo terapéutico
sistemático”, estrechamente
asociado a futilidad y conducente a distanasia, a obstinación terapéutica, que
se fundamenta en la defensa de la vida como un bien absoluto en sí, aún en
perjuicio de su calidad; y, por el otro, de la muerte médicamente asistida, eutanasia
y suicidio asistido, cuya base es la defensa a ultranza de la
calidad de vida, en perjuicio de la vida en sí.
Marie-Charlotte Bouëssau (Foto: José Ramón Ladra) |
Resalta Bouësseau cómo la tecnocracia imperante en nuestra sociedad ha dado pie al
progresivo desarrollo de una concepción científica fragmentaria y reduccionista
en el acercamiento a la persona enferma que tiende a relegar a un segundo plano
su autonomía y bienestar, con lo que ello supone de importante riesgo de despersonalización; y, en
consecuencia, dado que cada vez nos es posible intervenir con mayor agresividad
en los procesos de enfermedad, a concebir la ilusión de que, con el tiempo,
todos los límites podrán ser superados.
Daniel Callahan (Foto: The Hasting Center) |
Así, y en palabras del gran Daniel Callahan, la medicina ha alcanzado un punto en que prácticamente contempla la muerte como una deficiencia biológica corregible, como un accidente reparable, menospreciando todo planteamiento que suponga restringir el uso del vasto armamento tecnológico disponible, cuyo potencial a menudo se fuerza hasta el máximo para intentar prolongar la vida de los sistemas orgánicos, sin tener en cuenta el bienestar de las personas a quien pertenecen.
La muerte, en suma, se rechaza como parte de la vida y es contemplada como derrota. Y, en este contexto, no pocos médicos hacen de la lucha contra ella su razón de ser, de modo que cuanto más medios tienen a su disposición y más convencidos están del deber de utilizarlos, más difícil les resulta aceptar las limitaciones de su poder.
Ahora bien, conviene no olvidar que la responsabilidad última de todo médico tiene un carácter dual, que debe perdurar durante todo el proceso asistencial: preservar la vida, sin duda, pero también aliviar el sufrimiento. Y ello compromete a una búsqueda continua de equilibrio entre los valores de un “ethos de la curación”, que exige el no darse por vencido, la perseverancia y también un cierto componente de dureza, y los propios de un “ethos de los cuidados”, centrado en la dignidad humana y que enfatiza una actitud solidaria entre paciente y profesionales sanitarios que resulta en una “compasión efectiva”, como ya se ha comentado con anterioridad en esta bitácora.
Según se va aproximando el final de la vida, en la
medida en que la preservación de la vida se va haciendo progresivamente imposible, el alivio del sufrimiento adquiere cada vez mayor importancia. Pensemos
que, en la fase terminal de su enfermedad, la persona percibe la amenaza del
final de su vida, toma conciencia de que en breve va a abandonar para siempre a
sus seres queridos y perderá todo lo que ha conformado su experiencia vital, asociándose a menudo un profundo temor acerca de cómo será ese final, temor
que, con mucha frecuencia, hunde sus raíces en el calvario que han presenciado
en familiares o amigos antes de morir. En este punto, si no le es posible contar con recursos
adecuados para afrontar esta amenaza, continuará percibiéndola cada vez de
forma más presente e intensa, lo que le provocará un sufrimiento profundo que va mucho más allá
del propio malestar físico.
Es por ello que, como nos recuerda Jacinto Bátiz (@JBtiz), por más que seamos capaces de controlar médica y farmacológicamente la sintomatología clínica, la persona continuará sufriendo, pues la mayor parte del sufrimiento en este proceso final de la vida tiene que ver con aspectos emocionales, espirituales, existenciales, con la percepción sobre la propia enfermedad, sobre cómo interfiere en su trayecto vital, en su sentido de control y su probable significado, con su incapacidad para resolver los interrogantes más profundos de la vida. Todo aquello que conforma lo que, desde los albores de nuestra disciplina, conocemos como “dolor total”.
Concepto de "dolor total" |
Nos encontramos ante un momento trascendental de la vida caracterizado por una enorme vulnerabilidad, por una atroz soledad interior y por una más que comprensible ambivalencia, en el que poder compartir los miedos, angustias y otras preocupaciones con alguien que ofrece la promesa de intentar ayudarle en ese enfrentamiento con lo desconocido, sin prejuicios y de una forma imaginativa, tiene para el paciente un indudable efecto terapéutico.
Muy al contrario, obcecarse en el vano intento de domesticar el morir y la muerte, puede convertir la agonía en una situación cruel, desproporcionada, injusta e inútil, tanto para el paciente como para su familia, de igual manera que, en el otro extremo, la falta de atención adecuada a las necesidades del enfermo y de su familia o el abandono sin más a la libre evolución del proceso; aspectos ambos de esa injustificable “incompetencia terapéutica del sufrimiento”, como la denomina Jacinto Bátiz, que atenta contra los más elementales principios de la praxis médica y que, de ninguna manera, puede tener cabida en una medicina verdaderamente humana.
Jacinto Bátiz |
Así pues, la esencia de los cuidados paliativos no es sino una preocupación permanente por la calidad de vida de la persona, entendida como un valor hasta el final de sus días que está vinculado tanto con la condición de vida individual, a menudo malherida por la propia enfermedad y su abordaje terapéutico, como con la expresión de su dignidad, con la posibilidad de afirmarla a pesar de su dependencia y debilidad y sin renunciar a su derecho a la autonomía, todo lo cual hace posible construir un sentido para su historia vital, allí donde en apariencia no hay tal.
Nos recuerda Bouësseau que, por su carácter de “frontera” por excelencia en nuestro camino como humanos, la muerte cumple la función esencial de ayudarnos a dar sentido a todo lo que nos mueve internamente, a nuestra vida y expectativas; ser conscientes de nuestra finitud, de hecho, nos ayuda a vivir una existencia más auténtica.
Ahora bien, para las personas, en general y más aún cuanto más próximo se percibe su final, la vida tiene sentido en tanto es una historia, en términos de un todo, cuya amplitud, como puntualiza Atul Gawande (@Atul_Gawande), viene determinada por los momentos significativos, aquellos en los que algo sucede. En consecuencia, asumir la responsabilidad de cuidar a quien se está acercando a la muerte, y a su familia, supone también buscar maneras de engranar esta última etapa con el continuo del proceso vital y la historia personal, de modo que ayudemos a que esa construcción de sentido sea realidad.
Y es llegado este punto donde se revela de una forma definitiva la condición eminentemente cualitativa de nuestra disciplina, mucho más preocupada por el “cómo” que por el “cuánto”, explícitamente orientada la persona y centrada en dar respuesta a la complejidad de sus necesidades y aspiraciones, que no lucha en contra del tiempo, sino que lo respeta y trata de dotarle de mayor densidad, y que, por su enfoque integral, permite modificar la relación con el cuerpo, que deja de contemplarse como algo fragmentado y reducido casi a objeto.
Emmanuel Lévinas |
Este conocimiento orientado a la creación de sentido y, por tanto, a la afirmación de la dignidad humana como principio absoluto, se fundamenta en la preeminencia de la alteridad, concepto que Lévinas define como la capacidad de alternar o cambiar la propia perspectiva, de ponerse en el lugar del otro, haciendo posible establecer relaciones basadas en el diálogo, el respeto, la tolerancia y en la valoración y aceptación de las diferencias existentes, y no sólo de la semejanza. No debe sorprender, por tanto, que esta alteridad pueda ser considerada la base de nuestra identidad humana y la expresión máxima de una libertad responsable.
Desde esta perspectiva, el proceso de morir puede ser un espacio en el que la trascendencia de la persona se nos haga patente precisamente a partir de su vulnerabilidad, dependiendo de nosotros contribuir a que sea un tiempo de intercambio y reconciliación en el que se elabore el duelo, se entretejan los recuerdos compartidos por el paciente y sus seres queridos, se haga memoria y se abra la posibilidad de perdón.
Coincido plenamente con la opinión de Bouësseau de que necesitamos seguir luchando para transformar la cultura médica de modo que se reconozca naturalmente en la enfermedad avanzada y terminal un sentido de límite, sin que ello conlleve connotación alguna de pasividad, resignación prematura ni derrotismo ante la enfermedad, sino tan sólo desde la aceptación de nuestra finitud y de que llega un momento en que los profesionales debemos dejar de lado la fantasía de milagro médico y centrarnos en el trascendental asunto de ayudar a vivir, y a morir, con una enfermedad incurable.
Toda actuación profesional en medicina requiere siempre un compromiso con nuestros valores esenciales, con la ciencia médica y con los enfermos, cuyos intereses deben situarse siempre por encima de los nuestros. Y ello exige tratar a cada paciente como único e irrepetible, hacer todo lo posible para asegurar que reciba una atención adecuada a sus necesidades y a las de su entorno familiar, reales y potenciales, procurando su bienestar, ayudándoles a mejorar su calidad de vida, previniendo y abordando su sufrimiento, acompañándoles durante todo el proceso, cuidándoles y consolándoles cuando la curación no es posible, brindándoles los cuidados físicos, psicológicos, sociales y espirituales que les permitan llevar hasta el final una vida lo más cercana posible a la normalidad, con la máxima independencia y libertad, y vivir con sentido de dignidad su proceso de final de vida hasta morir en paz.
Porque, desde los albores de nuestra profesión, el buen cuidado tiene que ver con confortar, explicar y escuchar, con estar presente cuando se es necesario, compartiendo con quien sufre su humanidad, con todas sus debilidades, máxime cuando afronta el viaje más solitario de su vida. Principios ancestrales, mantenidos en la filosofía de la atención paliativa, incluso más allá de las presiones sociales, políticas o económicas propias del complejo y cambiante entorno en que nos ha tocado vivir; principios que constituyen la esencia más preciada de nuestro quehacer.
(Foto: gettyimages.com) |
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