domingo, 7 de febrero de 2021

La "campana del superviviente", una moda a erradicar

"Pero querer el bien no es lo mismo que hacer el bien; por eso, aunque a veces se confundan, benevolencia no es lo mismo que beneficencia”
Salvador Centeno

"Campanas -qué metáfora-
o cantos de sirena
o cuentos de hadas
cuentos del tío -vamos.
Simplemente no quiero
no quiero oír más campanas".
Idea Vilariño

"Hay sonrisas que hieren como puñales"
William Shakespeare


Corría el año 1996 cuando Irve Charles Le Moyne, contraalmirante de la Marina estadounidense, al terminar el tratamiento radioterápico para el cáncer cervical que padecía, decidió donar al centro sanitario en donde había sido atendido la campana de bronce de su barco junto con un poema, dando origen al ritual de tocarla tres veces, en compañía de familiares, personal médico y otros pacientes, para celebrar el haber llegado al final de la terapia.

Desde entonces, esta práctica se ha propagado por todo el mundo, como un ritual compartido de alegría y esperanza ante la posibilidad de vencer al cáncer, a modo de cierre simbólico del arduo proceso del tratamiento específico, ya superado, para dar paso a una nueva etapa vital más positiva y plena.


Suele considerarse que este pequeño gesto ayudaría a los pacientes a centrar su atención, a contextualizar y organizar esa impactante experiencia vital, permitiéndoles dotar de nuevos significados al proceso de enfermedad y a su propio proyecto vital, mitigando el dolor de quienes participan en él y restaurando los sentimientos de control.

Al tiempo, también se cree que, por el hecho de hacer partícipes a otros pacientes, compañeros de camino y sufrimiento, representaría una fuente de esperanza, al trasmitirles que un día ellos también podrán encontrarse en ese mismo lugar, aliviando la ansiedad que conlleva el tratamiento y animándoles a perseverar en su esfuerzo. Y, de igual manera, fortalecería la unión entre pacientes, acompañantes y personal sanitario, además de contribuir a cambiar la percepción que la sociedad tiene sobre la enfermedad.


El momento en que una persona llega al final del tratamiento oncológico activo marca, sin duda, un hito relevante en el curso de la vivencia de la enfermedad y conlleva una enorme carga emocional asociada. En parte por ello, supone también una ventana de oportunidad para asegurar una transición ventajosa en términos de calidad de vida a quienes llegan hasta allí. Para los oncólogos, suele ser habitual referirse a ese momento en términos positivos como "graduación", mientras que, por el contrario, los pacientes a menudo describen sentimientos de temor o abandono, al vivirlo como una transición desde los cuidados activos a una fase más pasiva en el abordaje de la enfermedad.

Más aún, se sabe que quienes superan el período de tratamiento activo, los denominados "supervivientes", han de afrontar importantes desafíos a largo plazo en términos psicosociales, presentando una peor funcionalidad social y un mayor deterioro de su salud psicoemocional, que les lleva a consumir medicación psicotrópica más frecuentemente que la población general.

En este contexto, debemos tener también en cuenta que la ceremonia del toque de campana contiene todos los ingredientes necesarios para convertirse en un recuerdo permanente para los pacientes, pues incluye su participación activa en un hecho de carácter único y de enorme importancia personal.


Se trata, no obstante, de un rito sometido a controversia, siendo cada vez más las voces de pacientes y expertos que se alzan en su contra, al considerarla inadecuada. Ciertamente, el fin de la terapia activa puede constituir un momento biográfico importante, pero no supone necesariamente el final del tratamiento ni de los efectos adversos para muchos. En cada sala de infusión también hay otras personas cuyo cáncer se ha extendido, que nunca finalizarán su tratamiento, que no podrán "vencer" a la enfermedad, que simplemente tratan de prolongar su vida a expensas de tremendos efectos secundarios, y para quienes este ritual puede tener un impacto emocional demoledor, al recordarles lo desafortunados que son, ahondando su sufrimiento.

Más aún, parece que tampoco los pretendidos efectos beneficiosos sobre los principales protagonistas serían tan universales como pretenden sus defensores. Así, en un estudio realizado sobre más de 200 pacientes, Williams et al. han analizado el impacto psicológico que provoca dicha ceremonia, observando que los pacientes que celebraron de esa forma el fin de su tratamiento evocaron el mismo con un significativamente mayor nivel promedio de angustia y sufrimiento, y que dicho recuerdo empeoraba más aún con el paso del tiempo, en comparación con aquellos que no la realizaron, y ello con independencia del tipo de tumor y esquema de tratamiento seguido o de la analgesia pautada para el control sintomático, entre otros posibles factores de confusión.

Los autores sugieren que la ceremonia de la campana crearía un "recuerdo destello", un tipo de recuerdo muy nítido y duradero, en el que las conexiones entre memoria y emoción anclarían este hecho más con el sentimiento negativo de "haber sido tratado de cáncer" que con el positivo de "haber superado el tratamiento".

Debe tenerse presente que el distrés psicológico asociado al cáncer a menudo es el resultado de una compleja interacción entre los múltiples estresores que se han de ir enfrentado durante la trayectoria de la enfermedad y los mecanismos de regulación emocional implicados, con la intervención de factores tanto individuales como contextuales, como pueden ser:

  • Tipo de tumor, siendo mayor en los cánceres de pulmón, ginecológicos o hematológicos, y estadio, mayor en la enfermedad avanzada.
  • Género femenino, situación personal (no vivir en pareja) y edad inferior a 50 años.
  • Estar siguiendo tratamiento activo, en especial quimioterapia, o presentar mayor carga sintomática.
Y se trata de un una condición nada despreciable, pues pueden observarse niveles elevados de distrés en más de la mitad de los pacientes, y hasta en uno de cada tres "supervivientes" pueden mantenerse crónicamente incluso durante años, aumentando significativamente el riesgo de depresión y afectando en gran medida tanto a los resultados clínicos como a la calidad de vida.

En mi opinión, y al igual que sucede con el empleo del lenguaje bélico-heroico, estamos ante un claro ejemplo de mala práctica, por más que se plantee con buenas intenciones, que puede tener un considerable impacto negativo, tanto sobre los participantes activos como, muy especialmente, sobre los testigos involuntarios del acto.

Existen algunas alternativas  propuestas, como trasladar la ceremonia al inicio del tratamiento, a modo de símbolo del comienzo del camino, un momento de alta tensión emocional y en el que, ahí sí, podría contribuir a restituir el sentimiento de control perdido tras el diagnóstico de cáncer, proporcionando un recuerdo positivo y duradero.

Aunque, desde luego, siempre podría recurrirse a ceremonias más tranquilas y discretas, como la entrega de un pequeño obsequio o certificado de recuerdo, sensibles y respetuosas hacia el proceso de afrontamiento y las emociones de los demás pacientes.

Estoy convencido de que es esta una moda innecesaria, perfectamente prescindible, que aún estamos a tiempo de erradicar. Seamos activistas, sí, pero de la compasión. No nos limitemos a adoptar sin más cualquier iniciativa, sino analicemos previamente cada una desde el esfuerzo por imaginar y respetar aquello por lo que los otros están pasando, por asegurar que cuanto hagamos contribuya a mejorar su situación y, desde luego, que no estemos agravando inadvertidamente su sufrimiento.

Jamás olvidemos que, como escribió Judy Blume, nuestras huellas no desaparecen de las vidas que tocamos.