martes, 31 de agosto de 2021

Muerte, pérdida y duelo en los tiempos de la COVID-19: ¿Otra amenaza silenciosa?

"El hombre muere tantas veces como pierde a cada uno de los suyos".
Publio Siro

"La muerte es una amarga pirueta de la que no guardan recuerdo los muertos, sino los vivos".
Camilo José Cela


La pérdida de un ser querido es una de las experiencias más traumáticas a las que podemos enfrentarnos a lo largo de nuestra vida. Y, aunque la mayor parte de las personas son capaces de seguir un proceso adaptativo de duelo, aproximadamente en un 10% de los casos de fallecimiento por causas naturales y hasta en un 49% de las muertes violentas existe un alto riesgo de desarrollar un duelo complicado.

Los complejos y rápidos cambios obligados por la pandemia por COVID-19, especialmente en las fases más duras de la misma, han impactado de forma importante sobre el proceso de duelo, tanto alterando profundamente las experiencias habituales, ya de por sí complejas, como imponiendo nuevos aspectos en relación con las medidas de control de la enfermedad, fundamentalmente de distanciamiento social y aislamiento.

Estas medidas de seguridad han venido complicado enormemente la participación de la familia en los cuidados de final de vida y han supuesto una grave disrupción en el necesario abordaje del proceso de duelo, al impedir en la mayoría de los casos el acompañamiento y la presencia en el momento del fallecimiento de su ser querido. La idea de morir en soledad es contraria al concepto de una "buena muerte" en muchas culturas y la imposibilidad de despedirse en un factor conocido de riesgo de una mala calidad del duelo

Por otra parte, el auge exponencial en el uso de las redes sociales durante los últimos años ha facilitado que se conviertan en espacio y cauce para la expresión de emociones, en unas condiciones de espontaneidad e inmediatez que hacen de ellas un verdadero entorno de experiencias y subjetivación, más allá de un mero instrumento o medio de comunicación. 

Existe, de hecho, un "régimen emocional tecnológico", que coexiste con la vida social tradicional, y es, sobre todo, un régimen de intensidades emocionales, en el que que importa más la cantidad de emoción, mientras que el régimen tradicional es principalmente un régimen de cualidades emocionales.

No debe extrañarnos, por tanto, que las redes sociales hayan transformado también el modo en que la gente vive y expresa el duelo, minimizando la separación entre las prácticas públicas y privadas.

Fuente: @htrueta

Teniendo esto en cuenta, y con la intención de profundizar en el posible impacto de la pandemia sobre la experiencia del duelo, Lucy Selman y su equipo han realizado un curioso estudio en el que han recopilado y analizado las expresiones emocionales de personas afectadas por el fallecimiento por COVID-19 de un allegado, a través de los mensajes particulares publicados en Twitter durante el pico de la primera ola de la pandemia, en abril de 2020.

Los datos obtenidos se codificaron en 5 temas principales:

  • Restricciones: En uno de cada cuatro mensajes se hace mención a las restricciones de visitas, tanto en el hospital (especialmente en las UCI) como en el ámbito comunitario (especialmente en las residencias), así como a las debidas a la vulnerabilidad o estado de salud del doliente y las condicionadas por la limitación de desplazamientos en y entre poblaciones.
  • Final de vida: La expresión "morir sólo" aparece en la mitad de los mensajes y se remarca como un aspecto particularmente impactante, asociándose a una "muerte cruel", por más que se agradezcan los esfuerzos de los profesionales sanitarios por acompañar en lo posible al paciente en su final. En uno de cada tres, se asocia el verse privados de la posibilidad de despedirse con expresiones de profundo dolor. Asimismo, en el caso de haber podido emplear medios técnicos como las videollamadas, por más que se aprecie la oportunidad, son muchas las personas que no lo consideran un medio suficiente.
  • Impacto emocional: Las expresiones más comunes fueron tristeza (48.5% de los mensajes), ira o frustración (32%), desesperanza o desesperación (30%) y sentimiento de injusticia (28%). Las expresiones de ira se orientaron tanto hacia el propio virus como contra la inacción o ineficiencia de las medidas gubernamentales, así como hacia las instituciones sanitarias y lo profesionales por transmitir o por no diagnosticar la enfermedad, y también contra la gente en general, por no cumplir con las normas de confinamiento o control de la enfermedad. Fueron muchos para quienes la muerte de sus seres queridos tuvo un carácter súbito e inesperado, traumático e impactante. Y, en no pocos casos, se expresaron también remordimientos.
  • Disrupción del proceso de duelo: En uno de cada ocho mensajes, los dolientes refieren como fuente añadida de sufrimiento la falta de apoyo social tras el fallecimiento, por el carácter forzosamente atípico de funerales y otros rituales. Muchas personas expresaron frustración y tristeza por no haber podido brindar a su ser querido el funeral que deseaban y con la dignidad y respeto que merecían. Y, de nuevo, las adaptaciones tecnológicas vuelven a ser consideradas como un pobre sustitutivo de la asistencia en persona. Asimismo, la imposibilidad de ver el cuerpo o incluso de asistir a las honras fúnebres en los casos de autoaislamiento del doliente por ser también clínicamente vulnerable, se describe con tristeza y desesperanza, incluso como una vivencia de "tortura".
  • Función explícita del tweet: La función más habitual de los mensajes, no obstante, fue expresar apoyo a las medidas de contención y de distanciamiento social, así como transmitir condolencias y rendir tributo a la persona fallecida.

En mi opinión, este estudio debería suponer una seria llamada de atención, tanto de los profesionales sanitarios como de los gestores y responsables administrativos, pues muestra cómo las muertes por COVID-19 entran realmente en conflicto con las concepciones culturales de lo que supone una "buena muerte" y acerca de las prácticas tras la misma, así como permite comprobar el intenso impacto que parece tener sobre los procesos de duelo de muchas personas, con el riesgo más que probable de que se multipliquen los casos de duelo complicado.

A esto debemos añadir el gigantesco desafío que la pandemia ha venido suponiendo para el proceso de apoyo formal al duelo, con suspensión de los servicios profesionales específicos durante un largo período de tiempo, además de las limitaciones al apoyo del voluntariado en hospitales, que aún persisten en numerosos casos, lo que ha propiciado una tremenda bolsa de personas sin oportunidad de acceder a dichos servicios, a pesar del empleo de métodos remotos, en línea o telefónicos, que, si bien permiten aumentar las oportunidades de apoyo y suelen ser bien recibidos en especial por niños y jóvenes, añaden una sobrecarga difícil de asumir sobre los profesionales, a menudo con acceso limitado al equipo necesario y una capacitación limitada en su uso.

A la vista del tremendo número de víctimas y si consideramos que, en promedio, por cada fallecimiento se estima que hay 9 personas directamente afectadas por la pérdida, no debe extrañarnos que sean ya numerosos los expertos que alertan de un posible "tsunami" de sufrimiento y duelo patológico en caso de no abordarse adecuadamente esta situación, que podría llevar a un importante incremento de la morbilidad física y mental con serias repercusiones sobre los servicios asistenciales, ya que muy probablemente vendría a sumarse a otras consecuencias de la pandemia como el impacto a medio-largo plazo sobre las personas con enfermedades crónicas, por ejemplo.

Una de las principales enseñanzas que nos está dejando la pandemia es que la atención al duelo ha de dejar de ser, de una vez por todas, un asunto de escasa prioridad en las políticas de salud y pasar a ser considerada una parte integral de la provisión de cuidados sociales y sanitarios. El tiempo dirá hasta qué punto seremos capaces de adaptar nuestra asistencia para hacer frente con garantías a la situación y evitar otra grave amenaza sobre nuestro sistema sanitario.


domingo, 15 de agosto de 2021

Medicina Paliativa: medicina de frontera, en la esencia de la profesión

 "La muerte no es más que un punto en el horizonte, irreductible al poder de nuestro dominio, inaccesible a la ambición conquistadora de nuestra curiosidad"
Emmanuel Lévinas

"Nuestro objetivo final, después de todo, no es una buena muerte, 
sino una buena vida hasta el final"
Atul Gawande


Hace unos días, en animada conversación con un buen amigo y colega, recordábamos un ya clásico artículo de Marie-Charlotte Bouësseau en el que, partiendo de la interpretación del pensamiento de Emmanuel Lévinas y de otros filósofos, se describen los fundamentos y criterios éticos que justifican el desarrollo de los cuidados paliativos.

De acuerdo con el planteamiento de Bouësseau, el cuidado de las personas en situación de final de vida surgiría como un desafío ético frente a la moderna tecnomedicina, sustentado sobre dos aspectos fundamentales. Sería, en primer lugar, la expresión de un compromiso social y profesional ante las necesidades de los más vulnerables, que exige mantener la atención, la presencia y la búsqueda de medios para mejorar la calidad de vida por más que nos hallemos ante un pronóstico de supervivencia limitado en el tiempo.

Asimismo, representaría una propuesta alternativa frente a dos planteamientos polarizados que constituyen expresiones de un mismo peligro, que no es otro que la ilusión de una medicina omnipotente con dominio pleno sobre la vida. 

Se trataría, por un lado, de la actitud que Marcos Gómez Sancho denomina “activismo terapéutico sistemático”, estrechamente asociado a futilidad y conducente a distanasia, a obstinación terapéutica, que se fundamenta en la defensa de la vida como un bien absoluto en sí, aún en perjuicio de su calidad; y, por el otro, de la muerte médicamente asistida, eutanasia y suicidio asistido, cuya base es la defensa a ultranza de la calidad de vida, en perjuicio de la vida en sí.

Marie-Charlotte Bouëssau (Foto: José Ramón Ladra)

Resalta Bouësseau cómo la tecnocracia imperante en nuestra sociedad ha dado pie al progresivo desarrollo de una concepción científica fragmentaria y reduccionista en el acercamiento a la persona enferma que tiende a relegar a un segundo plano su autonomía y bienestar, con lo que ello supone de importante riesgo de despersonalización; y, en consecuencia, dado que cada vez nos es posible intervenir con mayor agresividad en los procesos de enfermedad, a concebir la ilusión de que, con el tiempo, todos los límites podrán ser superados.

Daniel Callahan (Foto: The Hasting Center)
Daniel Callahan
(Foto: The Hasting Center)

Así, y en palabras del gran Daniel Callahan, la medicina ha alcanzado un punto en que prácticamente contempla la muerte como una deficiencia biológica corregible, como un accidente reparable, menospreciando todo planteamiento que suponga restringir el uso del vasto armamento tecnológico disponible, cuyo potencial a menudo se fuerza hasta el máximo para intentar prolongar la vida de los sistemas orgánicos, sin tener en cuenta el bienestar de las personas a quien pertenecen.

La muerte, en suma, se rechaza como parte de la vida y es contemplada como derrota. Y, en este contexto, no pocos médicos hacen de la lucha contra ella su razón de ser, de modo que cuanto más medios tienen a su disposición y más convencidos están del deber de utilizarlos, más difícil les resulta aceptar las limitaciones de su poder.

Ahora bien, conviene no olvidar que la responsabilidad última de todo médico tiene un carácter dual, que debe perdurar durante todo el proceso asistencial: preservar la vida, sin duda, pero también aliviar el sufrimiento. Y ello compromete a una búsqueda continua de equilibrio entre los valores de un “ethos de la curación”, que exige el no darse por vencido, la perseverancia y también un cierto componente de dureza, y los propios de un “ethos de los cuidados”, centrado en la dignidad humana y que enfatiza una actitud solidaria entre paciente y profesionales sanitarios que resulta en una “compasión efectiva”, como ya se ha comentado con anterioridad en esta bitácora.

Según se va aproximando el final de la vida, en la medida en que la preservación de la vida se va haciendo progresivamente imposible, el alivio del sufrimiento adquiere cada vez mayor importancia. Pensemos que, en la fase terminal de su enfermedad, la persona percibe la amenaza del final de su vida, toma conciencia de que en breve va a abandonar para siempre a sus seres queridos y perderá todo lo que ha conformado su experiencia vital, asociándose a menudo un profundo temor acerca de cómo será ese final, temor que, con mucha frecuencia, hunde sus raíces en el calvario que han presenciado en familiares o amigos antes de morir. En este punto, si no le es posible contar con recursos adecuados para afrontar esta amenaza, continuará percibiéndola cada vez de forma más presente e intensa, lo que le provocará un sufrimiento profundo que va mucho más allá del propio malestar físico.

Es por ello que, como nos recuerda Jacinto Bátiz (@JBtiz), por más que seamos capaces de controlar médica y farmacológicamente la sintomatología clínica, la persona continuará sufriendo, pues la mayor parte del sufrimiento en este proceso final de la vida tiene que ver con aspectos emocionales, espirituales, existenciales, con la percepción sobre la propia enfermedad, sobre cómo interfiere en su trayecto vital, en su sentido de control y su probable significado, con su incapacidad para resolver los interrogantes más profundos de la vida. Todo aquello que conforma lo que, desde los albores de nuestra disciplina, conocemos como “dolor total”.

Concepto de "dolor total"

Nos encontramos ante un momento trascendental de la vida caracterizado por una enorme vulnerabilidad, por una atroz soledad interior y por una más que comprensible ambivalencia, en el que poder compartir los miedos, angustias y otras preocupaciones con alguien que ofrece la promesa de intentar ayudarle en ese enfrentamiento con lo desconocido, sin prejuicios y de una forma imaginativa, tiene para el paciente un indudable efecto terapéutico.

Muy al contrario, obcecarse en el vano intento de domesticar el morir y la muerte, puede convertir la agonía en una situación cruel, desproporcionada, injusta e inútil, tanto para el paciente como para su familia, de igual manera que, en el otro extremo, la falta de atención adecuada a las necesidades del enfermo y de su familia o el abandono sin más a la libre evolución del proceso; aspectos ambos de esa injustificable “incompetencia terapéutica del sufrimiento”, como la denomina Jacinto Bátiz, que atenta contra los más elementales principios de la praxis médica y que, de ninguna manera, puede tener cabida en una medicina verdaderamente humana.

Jacinto Bátiz

Así pues, la esencia de los cuidados paliativos no es sino una preocupación permanente por la calidad de vida de la persona, entendida como un valor hasta el final de sus días que está vinculado tanto con la condición de vida individual, a menudo malherida por la propia enfermedad y su abordaje terapéutico, como con la expresión de su dignidad, con la posibilidad de afirmarla a pesar de su dependencia y debilidad y sin renunciar a su derecho a la autonomía, todo lo cual hace posible construir un sentido para su historia vital, allí donde en apariencia no hay tal. 

Nos recuerda Bouësseau que, por su carácter de “frontera” por excelencia en nuestro camino como humanos, la muerte cumple la función esencial de ayudarnos a dar sentido a todo lo que nos mueve internamente, a nuestra vida y expectativas; ser conscientes de nuestra finitud, de hecho, nos ayuda a vivir una existencia más auténtica. 

Ahora bien, para las personas, en general y más aún cuanto más próximo se percibe su final, la vida tiene sentido en tanto es una historia, en términos de un todo, cuya amplitud, como puntualiza Atul Gawande (@Atul_Gawande), viene determinada por los momentos significativos, aquellos en los que algo sucede. En consecuencia, asumir la responsabilidad de cuidar a quien se está acercando a la muerte, y a su familia, supone también buscar maneras de engranar esta última etapa con el continuo del proceso vital y la historia personal, de modo que ayudemos a que esa construcción de sentido sea realidad.

Y es llegado este punto donde se revela de una forma definitiva la condición eminentemente cualitativa de nuestra disciplina, mucho más preocupada por el “cómo” que por el “cuánto”, explícitamente orientada la persona y centrada en dar respuesta a la complejidad de sus necesidades y aspiraciones, que no lucha en contra del tiempo, sino que lo respeta y trata de dotarle de mayor densidad, y que, por su enfoque integral, permite modificar la relación con el cuerpo, que deja de contemplarse como algo fragmentado y reducido casi a objeto.

Emmanuel Lévinas

En este verdadero tránsito desde un conocimiento centrado en el intento de dominio de la vida, de la muerte y del cuerpo a otro orientado a la búsqueda de sentido de la persona, el elemento fundamental para Bouësseau es una “deferencia respetuosa”, una actitud de acompañamiento fundamentada en la paciencia y en la compasión, entendida ésta como la capacidad de compartir el sufrimiento del otro con una intención proactiva de ayuda (compassio, de cum más patior, “padecer con”), desde el reconocimiento y reivindicación de la dignidad de la persona precisamente en su máxima vulnerabilidad y no sólo en su fuerza, en el convencimiento de que la vulnerabilidad humana nunca es indigna mientras alguien sea capaz de acogerla, de aceptarla sin condiciones en su singularidad.

Este conocimiento orientado a la creación de sentido y, por tanto, a la afirmación de la dignidad humana como principio absoluto, se fundamenta en la preeminencia de la alteridad, concepto que Lévinas define como la capacidad de alternar o cambiar la propia perspectiva, de ponerse en el lugar del otro, haciendo posible establecer relaciones basadas en el diálogo, el respeto, la tolerancia y en la valoración y aceptación de las diferencias existentes, y no sólo de la semejanza. No debe sorprender, por tanto, que esta alteridad pueda ser considerada la base de nuestra identidad humana y la expresión máxima de una libertad responsable.

Desde esta perspectiva, el proceso de morir puede ser un espacio en el que la trascendencia de la persona se nos haga patente precisamente a partir de su vulnerabilidad, dependiendo de nosotros contribuir a que sea un tiempo de intercambio y reconciliación en el que se elabore el duelo, se entretejan los recuerdos compartidos por el paciente y sus seres queridos, se haga memoria y se abra la posibilidad de perdón.

Coincido plenamente con la opinión de Bouësseau de que necesitamos seguir luchando para transformar la cultura médica de modo que se reconozca naturalmente en la enfermedad avanzada y terminal un sentido de límite, sin que ello conlleve connotación alguna de pasividad, resignación prematura ni derrotismo ante la enfermedad, sino tan sólo desde la aceptación de nuestra finitud y de que llega un momento en que los profesionales debemos dejar de lado la fantasía de milagro médico y centrarnos en el trascendental asunto de ayudar a vivir, y a morir, con una enfermedad incurable.

Toda actuación profesional en medicina requiere siempre un compromiso con nuestros valores esenciales, con la ciencia médica y con los enfermos, cuyos intereses deben situarse siempre por encima de los nuestros. Y ello exige tratar a cada paciente como único e irrepetible, hacer todo lo posible para asegurar que reciba una atención adecuada a sus necesidades y a las de su entorno familiar, reales y potenciales, procurando su bienestar, ayudándoles a mejorar su calidad de vida, previniendo y abordando su sufrimiento, acompañándoles durante todo el proceso, cuidándoles y consolándoles cuando la curación no es posible, brindándoles los cuidados físicos, psicológicos, sociales y espirituales que les permitan llevar hasta el final una vida lo más cercana posible a la normalidad, con la máxima independencia y libertad, y vivir con sentido de dignidad su proceso de final de vida hasta morir en paz.

Porque, desde los albores de nuestra profesión, el buen cuidado tiene que ver con confortar, explicar y escuchar, con estar presente cuando se es necesario, compartiendo con quien sufre su humanidad, con todas sus debilidades, máxime cuando afronta el viaje más solitario de su vida. Principios ancestrales, mantenidos en la filosofía de la atención paliativa, incluso más allá de las presiones sociales, políticas o económicas propias del complejo y cambiante entorno en que nos ha tocado vivir; principios que constituyen la esencia más preciada de nuestro quehacer.

(Foto: gettyimages.com)

domingo, 18 de abril de 2021

El deseo de vivir, como indicador a considerar en la valoración del sufrimiento espiritual-existencial


"Pensé que me estaba muriendo. Y esa idea me llenó de una extraña y oscura esperanza"
Gabriel García Márquez


El bienestar de las personas frágiles y vulnerables que se ven sometidas a los demoledores efectos de una enfermedad avanzada y terminal depende del acceso a unos cuidados multidimensionales, coordinados, sostenibles y orientados a la autonomía relacional, que hagan posible la prevención y alivio del sufrimiento desde el reconocimiento y respeto al valor intrínseco de cada persona como individuo único.

En este sentido, la identificación de los factores que pueden causar sufrimiento espiritual-existencial y la activación de los recursos psicosociales con potencial para mejorar la calidad de vida de estas personas y sus familias va ganando progresivamente importancia tanto en la práctica clínica como en la investigación en cuidados paliativos. El establecimiento de una comunicación abierta sobre las condiciones emocionales, la vivencia de enfermedad y su afrontamiento o el sentido de la vida, entre otros aspectos, así como el estudio de indicadores relacionados con la percepción subjetiva de bienestar o sufrimiento, constituyen aspectos importantes del abordaje paliativo, necesariamente centrado en la persona y orientado a recursos.

Uno de estos indicadores, el deseo de morir, asociado o no a intención de adelantar la muerte, ha despertado el interés de clínicos e investigadores en las últimas décadas, en buena parte debido a la dificultad para abordarlo. Por el contrario, el estudio del deseo de vivir se ha visto dificultado por una cierta falta de coherencia conceptual que le ha condenado a un segundo plano hasta hace relativamente poco tiempo, y ello a pesar de que, ya en los años 80 del pasado siglo, Sol Levine promulgó su "paradoja de la discapacidad", al comprobar que personas con enfermedades graves y limitaciones funcionales significativas pueden continuar refiriendo una alta calidad de vida.

El deseo o voluntad de vivir constituye una dimensión compleja y multifactorial de la experiencia de final de vida y un importante indicador de bienestar subjetivo. Se ha definido como la expresión psicológica de la motivación existencial, del compromiso personal, por vivir y el deseo de continuar viviendo, que incluye componentes tanto innatos o instintivos como cognitivos. Su autoconciencia surge al percibir la proximidad del final de la propia vida y, a diferencia de la simple motivación por la longevidad personal, que tiene que ver con la expectativa de vida preferida y explora cómo nos proyectamos hacia el futuro, se focaliza más en el presente. 

También es diferente del simple gusto por disfrutar de la vida, por vivir bien y, en contra de lo que podría pensarse y aunque se encuentren relacionados, no es simplemente lo opuesto al "deseo de morir" y, de hecho, ambos pueden coexistir en la misma persona. Estamos, por tanto, ante un fenómeno complejo y dinámico, que puede fluctuar y cambiar a lo largo del tiempo, incluso en la cercanía de la muerte.

Al igual que la calidad de vida, el deseo o voluntad de vivir se incardina en la profundidad del ser individual y viene conformado por la suma de las más íntimas dimensiones biopsicosociales y espirituales de la persona. No debe extrañar, por tanto, que se vea sólo parcialmente influido por condicionantes internos y externos y que, mientras que factores relativos al estatus socioeconómico o educacional no parecen tener un efecto importante sobre él, no ocurre lo mismo con variables psicológicas como la resiliencia o la satisfacción con la vida.

Para intentar evaluar la prevalencia y factores asociados con el deseo de vivir en personas con enfermedad avanzada, Julião et al. han analizado retrospectivamente los datos de 112 pacientes oncológicos adscritos a una unidad especializada de cuidados paliativos.

De acuerdo con sus resultados, coincidentes con la evidencia previa disponible, la mayor parte (60.7%) mantenía un fuerte deseo de vivir, lo que parece indicar que es algo que tiende a sustentarse por sí mismo incluso ante la inminencia de la muerte. Se trataría, en general, de personas que reciben cuidados de confort que alivian su sufrimiento mientras se esfuerzan por mantener el sentido vital desde una conexión genuina y reconciliación con lo que se es, con su proyecto de vida, y valoran el momento presente como un trance único de ser y vivirse desde una expresión plena y auténtica en relación con los demás.

Por el contrario, prácticamente una de cada tres personas referían un débil deseo de vivir, y son éstas las que podrían considerarse más vulnerables ante la alternativa de poder adelantar su muerte. No en vano, se sabe que el deseo de vivir se asocia inversa y significativamente con el "deseo de morir", así como con tentativas de suicidio y síntomas depresivos, todos ellos mediadores importantes a la hora de solicitar adelantar la muerte.

Analizando más en profundidad los resultados, en relación a factores sociodemográficos y clínicos, un deseo de vivir débil se asocia significativamente con:

  • Una menor probabilidad de mostrar una adecuada adaptación a su enfermedad (35.5%)
  • Una mayor probabilidad de sentirse una carga para los demás (96.8%)
  • Un mayor respaldo al deseo de morir (59.4%)

Es remarcable que no se observaron diferencias significativas entre los diferentes grados de deseo de vivir y variables como: edad, sexo, estado civil, número de hijos, religión, apoyo social, vivir solo o acompañado, tipo de cuidador principal, seguimiento previo paliativo y psicológico y duración del mismo, tipo de diagnóstico y tiempo transcurrido desde el mismo, lugar preferido de fallecimiento, conocimiento del pronóstico, presencia de conspiración de silencio, existencia de directivas anticipadas, visitas a urgencias, hospitalizaciones y número de visitas domiciliarias del equipo paliativo. 

Por lo que respecta a los factores psicosociales, las personas con un deseo de vivir menos robusto refirieron con mayor probabilidad sentimientos de depresión (86,7%) y ansiedad (75%), observándose diferencias estadísticamente significativas en la puntuación de la subescala de ansiedad de la Hospital Anxiety and Depression Scale (HADS), pero no así en la de depresión.

En relación con los factores físicos, quienes refirieron un inferior deseo de vivir mostraron una asociación significativa con mayor intensidad de dolor y peor bienestar autoevaluado. 

A pesar de las limitaciones debidas a las características de diseño del estudio, estos hallazgos sugieren la utilidad de la valoración del deseo de vivir como parte del abordaje práctico del sufrimiento espiritual-existencial. No en vano, existe actualmente un suficiente cuerpo de evidencia que nos permite su inclusión en nuestra rutina clínica para promover una atención paliativa de mayor calidad. 

Así, ante la debilitación del deseo de vivir al aproximarse la muerte, los autores llaman la atención sobre la necesidad de implementar una estrategia amplia que asegure que todos los pacientes en esta situación tengan acceso a unos cuidados de final de vida adecuados, que no pasen por alto esta faceta del sufrimiento.

En un momento como el actual, ante la inminente irrupción de la muerte médicamente asistida como alternativa asistencial, no cabe duda de que nuestro compromiso con la búsqueda de la excelencia en los cuidados paliativos debe ser aún más fuerte. Y el abordaje del sufrimiento espiritual-existencial en absoluto puede quedar en un segundo plano.


domingo, 7 de febrero de 2021

La "campana del superviviente", una moda a erradicar

"Pero querer el bien no es lo mismo que hacer el bien; por eso, aunque a veces se confundan, benevolencia no es lo mismo que beneficencia”
Salvador Centeno

"Campanas -qué metáfora-
o cantos de sirena
o cuentos de hadas
cuentos del tío -vamos.
Simplemente no quiero
no quiero oír más campanas".
Idea Vilariño

"Hay sonrisas que hieren como puñales"
William Shakespeare


Corría el año 1996 cuando Irve Charles Le Moyne, contraalmirante de la Marina estadounidense, al terminar el tratamiento radioterápico para el cáncer cervical que padecía, decidió donar al centro sanitario en donde había sido atendido la campana de bronce de su barco junto con un poema, dando origen al ritual de tocarla tres veces, en compañía de familiares, personal médico y otros pacientes, para celebrar el haber llegado al final de la terapia.

Desde entonces, esta práctica se ha propagado por todo el mundo, como un ritual compartido de alegría y esperanza ante la posibilidad de vencer al cáncer, a modo de cierre simbólico del arduo proceso del tratamiento específico, ya superado, para dar paso a una nueva etapa vital más positiva y plena.


Suele considerarse que este pequeño gesto ayudaría a los pacientes a centrar su atención, a contextualizar y organizar esa impactante experiencia vital, permitiéndoles dotar de nuevos significados al proceso de enfermedad y a su propio proyecto vital, mitigando el dolor de quienes participan en él y restaurando los sentimientos de control.

Al tiempo, también se cree que, por el hecho de hacer partícipes a otros pacientes, compañeros de camino y sufrimiento, representaría una fuente de esperanza, al trasmitirles que un día ellos también podrán encontrarse en ese mismo lugar, aliviando la ansiedad que conlleva el tratamiento y animándoles a perseverar en su esfuerzo. Y, de igual manera, fortalecería la unión entre pacientes, acompañantes y personal sanitario, además de contribuir a cambiar la percepción que la sociedad tiene sobre la enfermedad.


El momento en que una persona llega al final del tratamiento oncológico activo marca, sin duda, un hito relevante en el curso de la vivencia de la enfermedad y conlleva una enorme carga emocional asociada. En parte por ello, supone también una ventana de oportunidad para asegurar una transición ventajosa en términos de calidad de vida a quienes llegan hasta allí. Para los oncólogos, suele ser habitual referirse a ese momento en términos positivos como "graduación", mientras que, por el contrario, los pacientes a menudo describen sentimientos de temor o abandono, al vivirlo como una transición desde los cuidados activos a una fase más pasiva en el abordaje de la enfermedad.

Más aún, se sabe que quienes superan el período de tratamiento activo, los denominados "supervivientes", han de afrontar importantes desafíos a largo plazo en términos psicosociales, presentando una peor funcionalidad social y un mayor deterioro de su salud psicoemocional, que les lleva a consumir medicación psicotrópica más frecuentemente que la población general.

En este contexto, debemos tener también en cuenta que la ceremonia del toque de campana contiene todos los ingredientes necesarios para convertirse en un recuerdo permanente para los pacientes, pues incluye su participación activa en un hecho de carácter único y de enorme importancia personal.


Se trata, no obstante, de un rito sometido a controversia, siendo cada vez más las voces de pacientes y expertos que se alzan en su contra, al considerarla inadecuada. Ciertamente, el fin de la terapia activa puede constituir un momento biográfico importante, pero no supone necesariamente el final del tratamiento ni de los efectos adversos para muchos. En cada sala de infusión también hay otras personas cuyo cáncer se ha extendido, que nunca finalizarán su tratamiento, que no podrán "vencer" a la enfermedad, que simplemente tratan de prolongar su vida a expensas de tremendos efectos secundarios, y para quienes este ritual puede tener un impacto emocional demoledor, al recordarles lo desafortunados que son, ahondando su sufrimiento.

Más aún, parece que tampoco los pretendidos efectos beneficiosos sobre los principales protagonistas serían tan universales como pretenden sus defensores. Así, en un estudio realizado sobre más de 200 pacientes, Williams et al. han analizado el impacto psicológico que provoca dicha ceremonia, observando que los pacientes que celebraron de esa forma el fin de su tratamiento evocaron el mismo con un significativamente mayor nivel promedio de angustia y sufrimiento, y que dicho recuerdo empeoraba más aún con el paso del tiempo, en comparación con aquellos que no la realizaron, y ello con independencia del tipo de tumor y esquema de tratamiento seguido o de la analgesia pautada para el control sintomático, entre otros posibles factores de confusión.

Los autores sugieren que la ceremonia de la campana crearía un "recuerdo destello", un tipo de recuerdo muy nítido y duradero, en el que las conexiones entre memoria y emoción anclarían este hecho más con el sentimiento negativo de "haber sido tratado de cáncer" que con el positivo de "haber superado el tratamiento".

Debe tenerse presente que el distrés psicológico asociado al cáncer a menudo es el resultado de una compleja interacción entre los múltiples estresores que se han de ir enfrentado durante la trayectoria de la enfermedad y los mecanismos de regulación emocional implicados, con la intervención de factores tanto individuales como contextuales, como pueden ser:

  • Tipo de tumor, siendo mayor en los cánceres de pulmón, ginecológicos o hematológicos, y estadio, mayor en la enfermedad avanzada.
  • Género femenino, situación personal (no vivir en pareja) y edad inferior a 50 años.
  • Estar siguiendo tratamiento activo, en especial quimioterapia, o presentar mayor carga sintomática.
Y se trata de un una condición nada despreciable, pues pueden observarse niveles elevados de distrés en más de la mitad de los pacientes, y hasta en uno de cada tres "supervivientes" pueden mantenerse crónicamente incluso durante años, aumentando significativamente el riesgo de depresión y afectando en gran medida tanto a los resultados clínicos como a la calidad de vida.

En mi opinión, y al igual que sucede con el empleo del lenguaje bélico-heroico, estamos ante un claro ejemplo de mala práctica, por más que se plantee con buenas intenciones, que puede tener un considerable impacto negativo, tanto sobre los participantes activos como, muy especialmente, sobre los testigos involuntarios del acto.

Existen algunas alternativas  propuestas, como trasladar la ceremonia al inicio del tratamiento, a modo de símbolo del comienzo del camino, un momento de alta tensión emocional y en el que, ahí sí, podría contribuir a restituir el sentimiento de control perdido tras el diagnóstico de cáncer, proporcionando un recuerdo positivo y duradero.

Aunque, desde luego, siempre podría recurrirse a ceremonias más tranquilas y discretas, como la entrega de un pequeño obsequio o certificado de recuerdo, sensibles y respetuosas hacia el proceso de afrontamiento y las emociones de los demás pacientes.

Estoy convencido de que es esta una moda innecesaria, perfectamente prescindible, que aún estamos a tiempo de erradicar. Seamos activistas, sí, pero de la compasión. No nos limitemos a adoptar sin más cualquier iniciativa, sino analicemos previamente cada una desde el esfuerzo por imaginar y respetar aquello por lo que los otros están pasando, por asegurar que cuanto hagamos contribuya a mejorar su situación y, desde luego, que no estemos agravando inadvertidamente su sufrimiento.

Jamás olvidemos que, como escribió Judy Blume, nuestras huellas no desaparecen de las vidas que tocamos.

jueves, 7 de enero de 2021

La mirada paliativa: ¿con ojos infantiles?


"Saber asombrarse es lo que hace al hombre""
Jeanne Hersch

"Sabio es aquel que constantemente se maravilla"
André Gide

"A los ojos de un niño, no hay siete maravillas en el mundo; hay siete millones"
Walter E. Streightiff

¿Cuándo fue la última vez que nos paramos extasiados a contemplar lo que nos rodea?, ¿con qué frecuencia algo súbito e inesperado nos sorprende, conmueve y maravilla hasta el punto de hacernos sentir como si resonara en nuestro interior?; ¿quizá al observar una obra de arte, o al escuchar una composición musical, al visitar un enclave monumental, o al percibir la majestuosidad de un paisaje?. Pero, ¿y qué sucede en nuestro quehacer cotidiano?; ¿acaso no estamos expuestos continuamente a nuevas y desconocidas vivencias?, ¿de verdad no hacemos, vivmos, algo nuevo cada día?.

No es difícil evocar un tiempo, más o menos remoto, en el que prácticamente a cada instante algo esencial, delicado y mágico nos fascinaba, en el que nuestro mundo era una continua aventura, llena de oportunidades singulares para descubrir y compartir. Esa casi ilimitada capacidad de asombrarse de los niños es la chispa que enciende la curiosidad, la necesidad inherente a nuestra naturaleza humana de seguir descubriendo el mundo que nos rodea pues, desde que nacemos, somos buscadores y exploradores activos, y lo somos por pura y simple supervivencia, porque estamos evolutivamente programados para sobrevivir en un entorno social, volátil y cambiante.

La curiosidad es, por tanto, un impulso motivador natural e interno, aunque se ve muy influido por algunas características de los estímulos externos, como la novedad, la imprevisibilidad o la complejidad que, al modificar nuestras expectativas, hacen necesaria una adaptación. El asombro refleja la respuesta emocional a ese estímulo y pone en marcha la capacidad de acercarse con impulso despierto y vivo, en palabras de José Carlos Ruiz, a la reflexión, al cuestionamiento, llevándonos al deseo de profundizar en aquello que nos ha fascinado. 

Asombro, curiosidad y cuestionamiento son los tres elementos esenciales del pensamiento crítico, la esencia de un impulso que es una puerta abierta al aprendizaje y al conocimiento, uno de los recursos fundamentales con que contamos para crecer y desarrollarnos como personas y que, en suma, es lo que nos ha traído al lugar que ocupamos en el planeta como especie.

Más aún, el asombro genera múltiples efectos fisiológicos, relacionales, anímicos y afectivos que condicionan un sentido aumentado de la conexión con otros y estimula la coordinación y cohesividad grupal, al tiempo que disminuye la estimación de la importancia individual. Es, pues, una emoción prosocial que, adicionalmente, promueve la generosidad y el deseo de ayudar a los demás, valores todos ellos cruciales en un profesional sanitario.

La capacidad de apreciar la belleza y la excelencia, de asombrarnos ante lo ordinario, nos conecta también con la trascendencia, con la sensación de estar unidos a algo más grande que nosotros en cuanto a propósito y significado, la virtud que nos recuerda nuestra pequeñez pero que, al mismo tiempo, también nos eleva por encima de la insignificancia. Al reconocernos humildemente en una posición de inferioridad ante el conocimiento, pues nadie tiene el saber absoluto, podemos optar por ignorarlo o bien por intentar entender aquello que se nos escapa y aprender. Y no olvidemos que, en nuestra labor diaria, cada uno de nuestros pacientes es experto en su vivencia única de enfermedad y una fuente de lecciones sobre cómo ver y afrontar la vida.

No hace mucho tiempo, tuve la fortuna de leer una deliciosa reflexión, en la que tres paliativistas, Miguel Julião, Matías Najún y Ana Bragança, reivindicaban, desde su experiencia personal, la importancia de recuperar la capacidad de asombro como parte fundamental del currículo del paliativista que, nos dicen, es en buena parte una colección perpetua de lugares, palabras, silencios, instantes, impresiones e historias de vida; en suma, un cofre repleto de asombros.

Y es que, ciertamente, los valores de los cuidados paliativos se anclan en el encuentro, sincero y abierto, con los aspectos profundos y latentes de las vidas de los pacientes, más allá de su estado, de sus propias condiciones de enfermedad; valores intangibles que, como dice Twycross, se expresan en acciones concretas que transmiten la aceptación incondicional y la afirmación como persona, en su globalidad y complejidad, de nuestros pacientes.

Esta intangibilidad, conjunto inmaterial de ideas, consideraciones e ideales que nos impulsan a ser mejores, a buscar la excelencia en nuestra atención, a ver el valor máximo en cada historia de vida a la que tenemos el privilegio de asomarnos, tiene también su reflejo en la importancia que el paciente otorga a sentirse cuidado, a poder recuperar la individualidad a partir de las sombras de la vulnerabilidad y desaparición social asociadas a su condición de enfermo, estableciéndose una conexión bidireccional que impronta, de vuelta, su huella en nosotros.

Imagen: Mark Tamer

Capacidad de asombro, conexión con la trascendencia y puerta abierta a la intangibilidad. Probablemente, aquí resida el secreto de la verdadera atención centrada en la persona, de una relación auténtica y basada en la confianza que asegure la armonización de las intervenciones con las creencias, valores, deseos y expectativas de pacientes y familiares. Es por ello que la medicina en su conjunto, y los paliativistas en especial, haríamos bien en reclamar y reaprender la importancia de la admiración, de la sorpresa, y esforzarnos por ser diligentes en la práctica del asombro en cada encuentro clínico.

En el ejercicio de nuestra actividad como paliativistas, la capacidad de asombro nos ayuda a percibir el profundo respeto por cada vida, basada en su dignidad y en su carácter único e irrepetible. Nuestros pacientes tienen derecho a transmitirnos sus relatos vitales más allá de su situación y condición clínica, y el asombro nos regala la oportunidad de captar momentos singulares y contribuir a la construcción de su legado de vida.

Ahora bien, en un entorno que tiende a ser cortoplacista y resultadista y que muchas veces se nos revela como gris y escasamente inspirador, la saturación y sobreestimulación, la falta de tiempo, la sobrecarga de trabajo y las preocupaciones, el hábito y la costumbre de lo cotidiano, han ido haciendo mella progresivamente en nuestra capacidad de asombrarnos, anestesiándonos emocionalmente. El asombro lo relacionamos con algo muy excepcional, con lo que dejamos de buscarlo en lo cotidiano y miramos a la realidad como si ya lo hubiéramos visto, experimentado y conocido prácticamente todo, protegidos por lo que creemos es una distancia segura.

Esta falta de sensibilidad al asombro nos aparta del estado de curiosidad hacia aquello que queda más allá de nuestros ojos, convirtiéndonos en meros testigos aletargados, como si viviéramos con una especie de piloto automático permanentemente conectado, de una visión meramente fugaz de cuanto nos rodea. Y la práctica de la medicina no es en absoluto ajena a esta situación.

La mirada paliativa requiere asombro y entusiasmo, pasión y compasión, volver a aprender a mirar con el corazón, para poder ver lo esencial. Es tiempo, por tanto, de intentar retornar a la emoción de los primeros encuentros con la primordial e intangible realidad de la vida, de recuperar de nuevo la amplitud de miras y el estado de alerta ante los matices de lo cotidiano, de mantener la curiosidad por un mundo en el que siempre hay cosas por las que maravillarse, asombrarse y preguntarse los porqués, de contribuir con nuestro empeño a desarrollar una nueva cultura médica que haga aflorar uno de sus más preciados objetivos como es cuidar genuinamente de los demás.

Despertar nuestra capacidad de asombro exige, sin duda, una buena dosis de predisposición y aprendizaje para desarrollar una actitud mantenida de conciencia receptiva hacia cualquier disrupción de nuestra rutina que nos invite a descubrir la singularidad de momentos, personas y relatos. En este sentido, practicar la conciencia del momento, con apertura y curiosidad intelectual, en cualquier instante y lugar; aprender de nuestros pacientes a centrarnos más en nuestro "modo de ser" más que en nuestro "modo de hacer", a ser capaces de sentir alegría en nuestra labor cotidiana y consuelo en los momentos más adversos; y aprender a identificar y sentir nuestras emociones, sin autojuicios ni culpabilización, evitando el efecto deshumanizador de pensar que la expresión emocional es poco profesional, son algunos métodos propuestos por los expertos que pueden resultar de utilidad.

Sea como fuere, y parafraseando a Julião, Najún y Bragança, si conseguimos viajar a través de las vidas de nuestros pacientes, pintar ese último retrato de las mismas, asombrarnos ante las cosas sencillas de la vida como cuando éramos unos críos, si nos esforzamos en cultivar nuestra capacidad de asombro, podremos humanizar mucho más nuestra rutina y, de esta forma, retornar a la esencia de la medicina, de los cuidados paliativos, y al corazón de nuestras propias vidas.

¿Aceptamos el desafío?