sábado, 29 de febrero de 2020

"Doctor, por favor, no le diga nada... No lo soportaría"

En la tristeza, todo se vuelve alma
Emil Cioran

Pocas situaciones son tan paradigmáticas de nuestra labor cotidiana como la de tener que afrontar, desde el honesto compromiso para con nuestro paciente, la negativa más o menos explícita de su familia a informarle acerca del diagnóstico o de la situación y pronóstico de su enfermedad.

¿Qué se oculta tras el deseo 
de hurtar la verdad al enfermo terminal?
¿Quién de nosotros no es capaz de rememorar múltiples anécdotas acerca de todo ese mundo de señas por detrás del enfermo, abordajes por los pasillos antes de entrar a la habitación, o inmediatamente tras la visita, en un febril intento de ocultar aquello que se considera inapropiado compartir con el principal protagonista del proceso?.

Ese monstruo de la conspiración de silencio, tan familiar en nuestra cultura latina y desarrollado al amparo del ambiente de paternalismo social y profesional que ha caracterizado nuestra relación con la enfermedad y la muerte hasta bien entrada la segunda mitad del pasado siglo, choca frontalmente con la actual consideración de los valores y derechos individuales, hasta el punto de originar una verdadera colusión, un "pacto ilícito en perjuicio de terceros".

Y es que, más allá de la legislación que ampara la autonomía de todo paciente, a partir de nuestra experiencia sabemos bien que la ocultación de la verdad sobre su situación real al enfermo no sólo no evita en absoluto que ésta se conozca, sino que condiciona importantes efectos negativos en todas las partes implicadas.

El entorno socio-familiar

La experiencia del proceso de morir, qué duda cabe, es difícil de sobrellevar, tanto para el propio paciente como para la familia. El impacto al que hacen frente genera un clima con una gran carga emocional y las incertidumbres y las demandas difíciles suelen crear tensión en las relaciones y en el funcionamiento familiar. Y como bien destaca Diego Gracia, cuando las personas nos hallamos dominados por la angustia o por las emociones inconscientes, no deliberamos las decisiones que tomamos, sino que tendemos a actuar de una manera refleja, automática, pulsional.

La adecuada comunicación es esencial para la adaptación
y muy beneficiosa para enfermo y familia
Créditos: abc.es
En estas circunstancias, es muy habitual que la familia tienda a dar por sentado que la persona enferma ignora que padece una enfermedad incurable y de mal pronóstico y que debe evitarse a toda costa que se entere de ello. 

Son varios los factores que favorecen esta actitud. En primer lugar, suele actuarse así por amor, por el noble intento de proteger a su ser querido enfermo. Piensan, honestamente, que si se le oculta el diagnóstico, van a ahorrarle malestar y sufrimiento, y temen, además, su posible reacción emocional a dicha información. Es habitual que nos trasladen su convencimiento de que el paciente entrará en una profunda depresión, dejará de luchar y se dejará morir o, incluso, que podría llegar a suicidarse, de llegar a conocer su condición.

En segundo lugar, también existe un más que comprensible intento de autoprotección. A la propia familia le cuesta reconocer plenamente la situación y, si no desvelan al enfermo el tipo de padecimiento que tiene, no se verán obligados a hablar de ello, evitando una coyuntura que presuponen destructiva y difícil de afrontar y mantener, tanto con respecto a los propios sentimientos como a las preguntas del paciente. En no pocas ocasiones, tras esta actitud se oculta un prejuicio ante el miedo a una información brutal, desajustada y unidireccional, con contenido sólo de muerte y sufrimiento, desesperanzadora.

Por otra parte, dentro del contexto socio-cultural de mal manejo de la muerte, la familia se encuentra rodeada de gente que, en general, también suele opinar que es mejor mentir al enfermo.

No hace mucho, comentaba con una compañera cómo las actitudes ante el proceso de morir, la muerte y el duelo, están íntimamente relacionadas con el proceso de socialización enmarcado en una determinada cultura. Las diferencias en el proceso de morir en cada entorno cultural están condicionadas por el concepto personal de muerte que cada uno ha ido construyendo e interiorizando a través de su historia, de su biografía, así como por el contexto social que le haya acompañado a lo largo de su desarrollo.

Así pues, morir, aparte de ser un hecho individual, también lo es social.

Y ya nos advertía Elisabeth Kübler-Ross de que, por más que creamos dominar muchos niveles del proceso, la muerte sigue siendo aún un acontecimiento terrible y aterrador, ante el cual tan sólo hemos cambiado nuestra manera de hacerle frente.

De ese modo, en su opinión, la impregnación científico-técnica de nuestra cultura ha convertido a la muerte en un fenómeno extraño, en algo que les ocurre a otros y en otro momento y lugar. La muerte no se acepta de buena forma. Usamos eufemismos, alejamos a los niños, discutimos la conveniencia de revelar o no la verdad al moribundo. A pesar de no poder ignorarla, la rechazamos, la negamos, la extirpamos de nuestro pensamiento y lenguaje, la transformamos en un tabú real.

Morir, en consecuencia, tiende a convertirse en algo solitario, mecánico, deshumanizado e impersonal que, en el fondo, no responde sino a una necesidad de negar nuestra propia muerte y la angustia al vernos reflejados en la persona moribunda.

El paciente

La vida puede ser muy difícil en sus momentos finales. A los problemas propios del deterioro biológico se suman, a menudo, situaciones emocionales y espirituales de difícil manejo, dando lugar a una fragilidad y vulnerabilidad extraordinarias.

Para la persona capacitada, su enfermedad es propia, única y singular. Y que se le reconozca ésta y su evolución como una resultante de su propia biografía psicofísica y social es algo a lo que tiene todo el derecho. Sus puntos de vista, sus opiniones y, lo que es más importante, sus decisiones sobre la base de una información adecuada, deben ser escuchados y respetados. Tiene todo el derecho a saber y a decidir.

A partir de nuestra experiencia del día a día, sabemos que, en la gran mayoría de las veces, la persona moribunda es consciente de encontrarse al final de su vida. En el caso de enfermedad oncológica, esto es así hasta en 9 de cada 10 pacientes. Y es que todo enfermo intuye, de alguna forma, la gravedad de su situación. A partir de una serie de síntomas, va captando que la evolución de su proceso se hace alarmante y solo espera que otro, el médico o su familia, se lo confirmen, para así tener oportunidad de aclarar situaciones, resolver conflictos, terminar proyectos, dictar voluntades...,  de mantener el control de su vida, en suma. Hurtarle la información adecuada, socava su derecho de autonomía, anulando su capacidad de reacción, cuando más la necesita.

Pero, además, quiere y necesita compartir sus emociones, dificultades y temores con sus allegados, como forma de alcanzar un consuelo perdurable que dignifique el angustioso hecho de que la vida se acaba. Porque llegar al umbral de la muerte sin poder compartir con quienes amamos y nos aman esos momentos finales, supone una condena a vivir esos últimos momentos en soledad y aislamiento por muchos seres queridos que se encuentren presentes. Jaime Sanz Ortiz, pionero de los cuidados paliativos en España, lo expresa de modo tajante: "Un paciente engañado es entregado a la muerte como víctima y objeto".

Morir en soledad no debería ser nunca una opción
Créditos: 123RF.com
Debemos tener en cuenta que lo más terrible de la conspiración de silencio no es simplemente el hecho de ocultar la verdad al enfermo sino tener que mantener esa farsa en el día a día, vivir aparentando que todo discurre con normalidad, disimulando lo que los demás saben, porque unos y otros saben y saben que los otros saben, evitando hablar mucho para no tener que mentir continuamente, creando situaciones completamente falsas y cayendo en un trato meramente convencional, trufado de piedad e hipocresía, que priva a todos del necesario intercambio de afectos que facilita la adaptación, haciendo del proceso de morir un cruel amasijo de conflictos y resentimientos que marcarán profundamente el recuerdo de este tiempo y el posterior duelo.

El Equipo Asistencial

Tanto una actitud paternalista y pseudohumantaria de ocultación de la información como informar de forma inadecuada, sin el conocimiento y respeto a sus preferencias, necesidades y prioridades, socavan la necesaria confianza en nuestra relación con el enfermo y su familia, les condenan a la imposibilidad de afrontar debidamente su situación y son contrarias a la Ley y a la ética de nuestra práctica profesional.

Dicho ésto, creo que hay dos aspectos fundamentales que deben contemplarse al abordar la nada fácil tarea de manejar la información al final de la vida. En primer lugar, que la comunicación no puede nunca ser un acto puntual, sino un proceso. Y, en segundo lugar, que, para que sea adecuada y cumpla con su cometido de permitir la participación del enfermo en la toma de decisiones, debe basarse en lo que González Barón define como "verdad soportable".

El conocimiento de la verdad debe producirse a través de un proceso continuo de adaptación, respetando el ritmo y la individualidad de cada persona. Esto implica informar de manera franca, con tranquilidad y escrupuloso respeto, siempre de acuerdo con la disposición del enfermo a ser informado, de forma individualizada y gradual, en pequeñas dosis, adaptándonos a lo que sabe y lo que necesita y quiere saber y a su capacidad y recursos para afrontar ese conocimiento. Implica, por tanto, saber escuchar, pues es el propio enfermo quien marcará el ritmo adecuado.

El paciente al final de su vida necesita poder replantearse qué es lo verdaderamente importante para él en ese momento. Informar facilita su adaptación y percepción de control, ayuda a reducir la incertidumbre, aumenta su satisfacción con los cuidados y mejora la comprensión de las explicaciones dadas; fomenta su  sentido de dignidad, al sentirse respetado, tenido en cuenta. Pero, por encima de todo, favorece la posibilidad de que se planifique con objetivos reales y realizables y asuma un rol activo en la toma de decisiones. Informar es un acto no sólo humano, sino ético, médico y legal. Sin verdad, no hay libertad.

Y, en contra a lo que suele pensarse, la evidencia científica muestra que, si bien puede dar lugar a una crisis de adaptación inicial, leve y pasajera,  ni conlleva un mayor riesgo de depresión, ni acelera la progresión de la enfermedad, ni aumenta el sufrimiento emocional y el riesgo de suicidio. Más bien al contrario, reduce la sensación de amenaza en el paciente y evita la sensación de aislamiento y desesperanza que provoca el desconocimiento de su situación.

La información facilitada debe siempre conllevar un mensaje esperanzador y de confianza, ofreciendo objetivos alentadores y alcanzables día a día, dirigidos a mantener el bienestar desde el acompañamiento mantenido pues, como indica Gómez Sancho, manifestar la verdad supone un compromiso y un proceso previo de ayudar a asimilarla, de compartir las preocupaciones que surgen, de acompañar en la soledad interior y de caminar juntos hasta el final. Es por ello que comunicar adecuadamente no es sinónimo de pérdida de esperanza. La esperanza se origina en el interior y se evoca desde el exterior, por lo que la continuidad de cuidados la genera; es el abandono, real o sentido, lo que la destruye.

El manejo adecuado de la información es esencial para asegurar el confort y la dignidad hasta el último momento de la vida del enfermo. Y en este empeño, el Equipo Asistencial y los familiares estamos en el mismo barco, pero debemos también hablar un mismo idioma, desde una reflexión y participación conjunta, por el bienestar del paciente.

Al final de la vida, nos dice Sanz Ortiz, la angustia vencida se llama paz.

Créditos: iStock



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