- La atención paliativa brinda una respuesta científica, profesional, humana, individualizada y coordinada a las necesidades, complejas y cambiantes, de las personas con enfermedad en fase avanzada y de su entorno de cuidados. La labor del equipo de Atención Primaria, por sus cualidades intrínsecas, resulta especialmente idónea para asegurar estos cuidados en su ámbito natural.
Por los caminos de Hipócrates
Bitácora de un eterno aprendiz de las cosas del curar, aliviar y consolar
miércoles, 16 de agosto de 2023
Diez razones por las que la atención paliativa "es cosa de familia"
domingo, 3 de julio de 2022
El relato importa
Narrar forma parte de nuestra naturaleza, nos permite la construcción de significados que contribuyen a un mejor entendimiento de la vida, a dar sentido a lo que sucede a nuestro alrededor. Es a través de su articulación en modo narrativo que el tiempo se hace "tiempo humano" y, a su vez, la narración resulta significativa en la medida en que describe lo rasgos de la experiencia temporal, constituyendo, desde los inicios del proceso de humanización, un elemento de intercambio colectivo que va más allá de la simple relación interpersonal.
La narrativa es la construcción que cada uno nos hacemos de la realidad que no rodea, a partir de un conjunto de valores, creencias y percepciones que nos sirven como filtro básico para la información que nos llega; realidad que, de alguna forma, es compartida por aquel entorno con el que nos sentimos identificados.
Vivimos actualmente en un contexto social, marcado por el cambio constante y la globalización económica y cultural, así como por el acceso a una cantidad ingente e indiscriminada de contenidos y estímulos inclasificables e imposible de valorar, información capaz de justificar una cosa y su contraria. Abrumada, nuestra mente tiende a reaccionar entresacando aquellas informaciones que se adecuan al modelo o visión que ya tiene establecido del mundo, es decir, a nuestra propia narrativa, lo que no hace sino reforzar la visión preconstruida que tenemos de esa realidad.
Nunca antes, por tanto, la narrativa ha sido tan importante. En el tiempo que nos ha tocado vivir, es importante tener un relato que cohesione al grupo y le permita diferenciarse de otros. Pero, además, el relato constituye una poderosa herramienta, capaz incluso de alterar el curso de los acontecimientos y crear nuevas realidades.
El paisaje de la posmodernidad: la "sociedad líquida"
A lo largo del último tercio del siglo pasado, se fue fraguando un movimiento de reacción frente al fracaso en el intento de renovación radical de las formas tradicionales del arte y la cultura, el pensamiento y la vida social al amparo de la modernidad, que dio paso a una época de desencanto en la que, tras renunciar a las utopías y a la idea de progreso de conjunto, pasó a apostarse por el progreso individual.
Esta posmodernidad, a decir de quienes saben de ello, reclama el abandono de pretensiones teóricas generales, de toda perspectiva holística, a lo que se añade una pérdida de horizontes y referencias, acentuada por la globalización. Las viejas normas culturales y éticas se disuelven y son sustituidas por señuelos que han ido haciendo nuevos deseos y necesidades en la sociedad contemporánea. Los hábitos estables, las costumbres arraigadas, los marcos cognitivos sólidos o los valores firmes se transforman en impedimentos, en una carga pesada que debe abandonarse.
Así, en palabras de Ernesto Londoño, la ética se disuelve y desdibuja en beneficio de la estética: “si me gusta y es agradable, es bueno”; lo tecnológico prima sobre lo científico, lo eficaz sobre lo valioso y el talante desplaza al talento.
Al haber perdido la solidez que antes se mantenía ante determinados conceptos, el mundo actual se caracteriza por su fluidez y volatilidad, la “sociedad líquida” de Zygmunt Baumann, en la que se impone la "cultura del ahora", la inmediatez, la instantaneidad, así como la relativización continua de todo cuanto nos rodea. No hay absolutos, todo es igualmente valioso.
Esa solidez de antaño, que permitía establecer raíces ideológicas y espirituales que generaban confianza de pertenencia a una identidad colectiva, ha dado paso, al perder los valores y puntos de referencia, a una fractura de identidades, a una inestabilidad de acontecimientos, cambios repentinos e impredecibles, a una incertidumbre existencial, ante la que las personas reaccionan aislándose, preocupándose de la propia individualidad y perdiéndose en la confusión de una vida cada vez más frenética.
En nuestro tiempo prima la flexibilidad y, a la vez, se configura la inestabilidad, el desconcierto permanente, mientras el individualismo desaforado y la permanente incertidumbre por la vertiginosa rapidez de los cambios contagia de transitoriedad y volatilidad a las relaciones, condicionando un olvido y desarraigo afectivos que han ido debilitando los vínculos humanos y condicionando una crisis de la comunidad de valores y del propio concepto de comunidad.
Imagen: iStock |
Nos movemos en un contexto en que, a pesar de la hiperconexión, la hipercomunicación, la hiperinformación, paradójicamente estamos infracomunicados, infrainformados, deficitariamente escuchados y comprendidos, sometidos a un fuego graneado que a menudo nos impide construir emociones genuinas y profundas. Nuestro día a día se va transformando en un caleidoscopio de apariencias e imágenes. En vez de vivir, de protagonizar y construir el propio relato de nuestra vida, miramos vivir, rellenamos nuestra vida con otros personajes artificiales y artificiosos. De ahí el éxito perdurable de los “realities”.
Nos hemos convertido, como señaló hace años Baumann, en seres asediados en busca de nuestra singularidad que, paradójicamente, tiene más que ver con ser como todos los del grupo, con idéntica estrategia vital y uso de señas compartidas. Condenados a una continua necesidad de elección, en tensión permanente, condicionados por la inseguridad existencial.
Este que denominó “homo eligens”, permanentemente “impermanente”, completamente “incompleto”, definidamente “indefinido”, auténticamente “inauténtico”, se sitúa en una perfecta simbiosis con el mercado de consumo, que le promete la satisfacción personal a través de la consecución de bienes materiales, aunque de forma que cada necesidad o carencia satisfecha da pie a nuevas necesidades o carencias, perpetuando una permanente insatisfacción, verdadero motor económico de la sociedad.
Se nos impone así una realidad fragmentada en subrealidades mistificadas a la que se accede por vía de otros conocimientos distintos a los de la razón, como la intuición o el “corazón”. En nuestro mundo posmoderno, la realidad no importa si no favorece el relato y la verdad es una cuestión de perspectiva o de contexto, antes que algo universal o absoluto. No tenemos acceso a la realidad como tal, a la forma en que son las cosas, sino solamente a lo que nos parece a nosotros. Estamos, pues, ante aquél “no hay hechos, sino interpretaciones” de Nietzsche, llevado a su máxima expresión.
En consecuencia, a decir de los expertos, la posverdad ha sido diseñada y construida pragmáticamente para empatizar y superar la realidad. Jean Baudrillard la definió magníficamente como "una suplantación de lo real por los signos de lo real". La posverdad no busca, por tanto, informar, sino satisfacer la necesidad de emociones en beneficio propio.
El enorme poder de la posverdad radica en que la gente interioriza la percepción que tiene de un hecho simplemente porque encaja en su narrativa personal. Lo emocional acaba por primar, de modo que la verdad no queda consignada a los hechos objetivos, sino a los sentimientos que suscita o a las adhesiones que provoca.
Así, la política de la posverdad modela la opinión pública actuando más sobre emociones y creencias personales a partir de narrativas fragmentadas, polarizantes. El punto crucial pasa a ser cómo "adaptar" el relato, el discurso, para imponer la idea. Ya lo destacó Walter D. Connor: "lo que más relevancia política tiene no es la realidad, sino lo que la gente cree que es real".
Imagen: Shutterstock |
"Siento luego existo": La importancia de no perder el control del relato
Vivimos, pues, en una sociedad de consumidores, tremendamente individualista y con escasas regulaciones al respecto, en un entorno de indeterminación y contingencia en el que nos vemos condenados a vivir en la incertidumbre permanente y cuya ambivalencia deriva de trastocar la estructura y disciplina normativa del viejo orden en procesos de reducción cuyo fin es pasar de las políticas públicas a las relaciones públicas. Un mundo donde, en palabras de Umberto Eco, lo principal no es el reconocimiento, que implica valoración, sino el conocimiento, ser conocido, que implica permanente notoriedad, publicidad.
En esta realidad "líquida", la incertidumbre, la profunda soledad y por ende la búsqueda de una mínima pertenencia, de identidad y seguridad, hace que las personas que viven de la insatisfacción anhelen cambios, pero al mismo tiempo, busquen que les produzcan la menor incertidumbre en sus vidas personales. Sólo a través de la solidaridad puede salirse de esta situación, pero siempre que se supere la apatía y desconfianza existencial que separa a las personas de todo lazo social, sin olvidar que únicamente la capacidad de análisis puede ayudar a construir los propios relatos sin engullir los que otros fabrican por nosotros.
Si hablamos de los cuidados al final de la vida, a pesar de sus netos beneficios para pacientes, familias y el sistema sanitario en su conjunto, el acceso a la atención paliativa en España continúa siendo, más de tres décadas después, tristemente inadecuado y no equitativo; la población continúa asociándola con la muerte, los medios de comunicación prácticamente la ignoran o la asocian a conceptos negativos y, en consecuencia, nuestros gobernantes permanecen tranquilamente en su autocomplacencia, mirando para otro lado.
Frente a esta situación, se va poco a poco imponiendo el relato en favor de la muerte médicamente asistida, presentándola ante la opinión pública como la única salida "digna" al sufrimiento, una solución rápida, indolora, controlada, que "no abandona" al sufriente. En algunos medios de comunicación, alcanza incluso rasgos de epopeya, trasmitiendo un mensaje de abnegación médica al servicio de la conquista del derecho a la máxima autonomía, en busca de la emocionalidad por encima de la racionalidad, aunque rehuyendo cualquier análisis crítico y obviando importantes matices en aras de su objetivo.
No cabe duda alguna de que los estamentos y medios defensores de la eutanasia han sabido conectar con la narrativa imperante en una parte sustancial de la sociedad. Al igual que esos éxitos musicales pegadizos, su relato va calando progresivamente en la opinión pública, que lo acepta sin apenas cuestionamiento, sin reparar en otras realidades que puedan quedar disfrazadas o diluidas en el relato ofrecido.
Llegados a este punto, no parece exagerado pensar que nuestro futuro, ahora más que nunca, depende de que seamos capaces de elaborar un nuevo relato, desde el respeto empático que solemos emplear, que consiga cambiar los factores estructurales que han hecho a muchos construir una realidad indiferente o negativa frente a nuestra labor.
Como paliativistas, nuestra función social incluye la divulgación, por todos los medios a nuestro alcance, de forma coherente, significativa, comprensible y verosímil, desde el conocimiento. Ahora bien, ¿Qué podemos hacer para que la difusión de nuestro trabajo se convierta en una de las "vacunas" con las que cuente la ciudadanía para poder ejercer su análisis crítico, reivindicar sus derechos asistenciales y, llegado el caso, poder optar a una elección realmente autónoma con respecto a los cuidados al final de la vida?
Parece claro que, al igual que una emoción a menudo sólo puede cambiarse enfrentándose con otra más fuerte, un buen relato sólo lo puede enfrentar un contrarrelato de mayor calidad, sinceridad, afecto, construido desde la escucha cuidadosa de las sensibilidades colectivas. Un relato cimentado en principios y valores, inspirado en el bien común y la justicia, comprometido con la resolución de conflictos, pero que supere las viejas historias y se adapte a la realidad actual, al tiempo que estimule la capacidad de análisis.
El poder de un relato así va más allá de su función descriptiva y transmisora de información, es fuente de creación de nuevas realidades. Si es potente, puede llegar a convertirse en una profecía autovalidada y autocumplida, que los propios destinatarios harán realidad. Y, en manos de la ciudadanía, es una formidable herramienta para crear influencia, compromiso, acción, movilización, autoridad e incluso contrapoder.
Para poder conseguir nuestro objetivo, me parece esencial, en primer lugar, asegurar nuestra presencia en los medios de comunicación, tradicionales y, sobre todo, digitales, pues la presencia en redes sociales, eje actual del "ecosistema de la información", es hoy día absolutamente imprescindible. Se trata de conseguir que hablen más de nosotros, de nuestra labor y su valor, de la situación en que se encuentra actualmente la atención paliativa, de colarnos, en suma, en la mente de los periodistas que escriben sobre áreas y temas concretos para que, a su través, nuestro mensaje llegue mejor adaptado a la opinión pública.
Tengamos en cuenta que no es lo mismo hacer alguna declaración pagada en un medio o en nuestros propios canales a que el propio medio decida hacerlo, teniendo en cuenta que, al estar también presentes en redes, el efecto repetidor en las mismas puede conseguir que nuestros contenidos se viralicen mucho más.
Conseguir este objetivo exige por su parte, mantener una creación de contenidos de calidad, adaptados a cada contexto, que sirvan para que los medios se hagan eco, así como para publicar en nuestros propios canales. Y ello nos lleva también a la necesidad de cuidar exquisitamente nuestras comunidades corporativas online, dinamizándolas, como medio de mejorar la visibilidad de nuestra "marca digital".
Y, además de nuestra presencia corporativa, todos los paliativistas estamos llamados a colaborar con los medios de comunicación, a difundir la filosofía de la Medicina Paliativa, a participar en debates, y, en definitiva, a cuantas acciones contribuyan a facilitar el reconocimiento y la difusión que nuestra labor profesional y social merece. En este sentido, os invito a seguir activamente, en Twitter y Linkedin, las campañas #DíaDeReivindicaciónDeLosCuidadosPaliativos y #CadaPaliativistaUnActivista.
En la situación actual, debemos plantar cara y luchar por no perder el control del relato. Aunque para ello seguramente debamos aprender a caminar en arenas movedizas. Por compromiso hacia nuestros pacientes, hacia nosotros mismos y hacia la sociedad en su conjunto. Por coherencia con nuestra filosofía y principios fundacionales.
Imagen: Andrew Wyeth |
jueves, 16 de junio de 2022
Alquimistas del tiempo sin tiempo
El vigente Código Deontológico médico, en su artículo 21,
deja claro que: “El tiempo necesario para cada acto médico debe ser fijado por
el criterio profesional del médico, teniendo en cuenta las necesidades
individuales de cada paciente y la obligación de procurar la mayor eficacia y
eficiencia en su trabajo”.
Se entiende por eficacia, en términos
sanitarios, “aquella virtud o cualidad de una intervención que la hace capaz de
producir el efecto deseado cuando se aplica en condiciones ideales”. De
ahí que, por más que suelan emplearse frecuentemente como sinónimos, quizá
fuera más correcto hablar en este caso de efectividad, término que alude
a la capacidad de una intervención de producir el efecto deseado en
condiciones reales o habituales.
Por lo que se refiere al concepto de eficiencia, alude a la consecución de los objetivos buscados con el mínimo empleo
de recursos posible. Es así que, desde la óptica de la gestión
clínico-financiera, las reglas de decisión se basan necesariamente en
evaluaciones económicas que permitan distribuir óptimamente los recursos
disponibles a fin de equilibrar costes y resultados, siendo con ese propósito
que se calculan las ratios de personal a partir de las cargas de trabajo
estimadas.
En la enfermedad avanzada, la atención médica se desarrolla,
como ocurre en cualquier otra relación clínica, en un tiempo y espacio
determinados, que sin duda comparten algunas características con los períodos
asignados habitualmente a nuestras tareas profesionales, como el horario de la
sesión, el tiempo de consulta o de avisos domiciliarios o el pase de visita en
planta, entre otros.
Ahora bien, ¿cuánto tiempo se necesita para explorar y
abordar las necesidades de información de un paciente que se encamina hacia su
último destino?; ¿y para ajustar las expectativas de unos familiares que se
sienten impotentes para aceptar la situación de final de vida de su ser
querido?; ¿acaso puede ser el mismo tiempo para todos por igual?.
En busca del tiempo oportuno
Los antiguos griegos distinguían entre un “Chronos” y un “Kairós”, entre un tiempo lineal, medible, programado y exacto, a veces inoportuno; y otro interior, interno, circular, histórico y biográfico, que no se puede medir, cronometrar ni programar: el tiempo oportuno. El Kairós es único e irrepetible. Si se aprovecha el instante, se eterniza; cuando se duda, como todo lo efímero, se esfuma.
Representación de los dioses Chronos y Kairós |
Nuestra práctica profesional cuenta también tanto con su Chronos
como con su Kairós. No cabe duda de que el tiempo cronométrico ha sido
imprescindible para elaborar la compleja organización del mundo actual,
incluida la del mundo sanitario, así como para alcanzar los extraordinarios avances
tecnológicos que caracterizan a nuestra sociedad.
Pero también juegan un importante papel en nuestra labor espacios de tiempo, o tiempos y lugares específicos, difícilmente cuantificables y programables, que no concuerdan demasiado con la “medicina basada en la eficiencia” que tanto entusiasma a los gestores. Ese Kairós que Eric Charles White define como el instante fugaz en el que aparece, metafóricamente hablando, una abertura, un lugar preciso, que debe atravesarse necesariamente para poder alcanzar el objetivo propuesto.
Para quienes nos dedicamos a la atención paliativa, Kairós es ese tiempo y momento que precisamos para
ir construyendo vínculo y ganarnos la confianza de un paciente y las personas de su entorno más cercano, para comunicar compasivamente malas noticias o para ayudar a alcanzar la aceptación de lo inevitable como
forma de dejar de sufrir, por poner algunos ejemplos.
Es esa "ventana óptima" de tiempo, que tiene también que ver con una dimensión de "temporalidad subjetiva", un "tiempo de la conciencia", que no se ajusta a las leyes físicas y que, como dice Ramón Bayés, es el que realmente cuenta para el individuo en su vida personal, y cuya duración es percibida como sumamente variable en función de la propia biografía, de sus expectativas y de los acontecimientos a los que, en cada momento, se halla expuesto. Bien sabemos cómo los momentos de felicidad se nos hacen cortos y se escapan sin que podamos retenerlos, mientras que los tiempos de dolor y malestar parece que nunca acaban.
La atención al final de la vida exige, por tanto, desplegar una extraordinaria sensibilidad hacia la temporalidad subjetiva de nuestros pacientes. Y, de hecho, al sentarnos al lado de su cama, no podemos sino intentar sincronizarnos con su tiempo percibido y adaptar el ritmo de nuestra actividad profesional a su ritmo vivencial, estableciendo una escucha activa en función de sus necesidades temporales.
Tengamos en cuenta que, al afrontar el dolor, la enfermedad y la muerte, los considerados por la filosofía límites de la existencia humana, el tiempo adquiere un valor intangible aún más especial, por su manifiesta escasez y su caducidad. El tiempo adecuado para una intervención compasiva pasa y se desvanece de forma mucho más abrupta, sin que sea posible conservarlo ni siquiera recuperarlo en otro momento, e interrumpir la presencia, por más que se retome posteriormente, casi siempre compromete la efectividad de nuestra actuación.
Ilustración: Ana Yael |
Y es que el cuidado al final de la vida se nutre de elementos intangibles, inmateriales, invisibles, no medibles ni cuantificables, aunque presentes y de importancia vital. Como nos recuerda Carmina Puig, la palabra, el contacto, la presencia, la atención plena, en un proceso de reflexión y anticipación proactiva que respeta los silencios y la dimensión temporal subjetiva de nuestros pacientes, constituyendo una labor atenta, a menudo inadvertible, cuya mayor eficacia reside, precisamente, en su imperceptibilidad.
Es este un trabajo que, desde el reconocimiento y aceptación incondicional de la vulnerabilidad y el sufrimiento de la otra persona, permite la construcción de conexiones compartidas de significados, a través de las cuales se mejora y fortalece la experiencia de ser cuidado y acompañado. Gracias a él, se mitiga la percepción de alejamiento, de aislamiento y soledad, facilitando que pueda aprovechar cuanto tiene a su alcance hasta el último momento, desde el respeto a sus valores, deseos y preferencias; permitiendo, en suma, ensanchar la vida, dotando de sentido y dignidad al proceso de morir.
Valorar la trascendencia del tiempo sin tiempo
Kairós y Chronos se complementan, como cerradura y llave que diría Rafael Domingo, pero son autónomos, tienen sus ritmos, sus secuencias y espacios. Y, diría más, su propio valor intrínseco, traducible en coste-oportunidad.
En la atención paliativa, infravalorar el Kairós e intentar restringirlo a mayor gloria de indicadores cuantitativos de calidad puede no sólo resultar inconveniente, sino generar daño, incluso irreparable. Vayamos, pues, más allá del proverbio machadiano y no caigamos en la necedad de confundir valor y precio.
"Serenity", Amanda Moore |
domingo, 5 de junio de 2022
Cada paliativista, un activista
No hace mucho, participé en un animado diálogo en Twitter en
el que Neil Pender (@DrNeilPender) comentaba lo que le apenaba el hecho de que,
después de tantos años, a menudo se siguieran asociando los cuidados paliativos
con recibir “menos cuidados” y se
preguntaba cómo podría modificarse esa percepción.
En efecto, la falsa dicotomía entre tratamiento curativo y paliativo,
heredada del enfoque exclusivo en personas con cáncer en los albores de la
disciplina, parece haber quedado grabada a fuego en la opinión pública,
contribuyendo al mantenimiento de una percepción de los cuidados paliativos como vinculados a la
muerte, a la desesperanza y a la dependencia, y a que se identifiquen casi estrictamente
con cuidados de final de vida, en particular entre quienes no han tenido
experiencia personal directa con dichos servicios o bien vieron sufrir a algún ser
querido por una atención incorrecta en sus últimos momentos.
Y, más aún, no es raro encontrar quien, de alguna manera,
sigue asociando esos cuidados con "rendirse" ante la enfermedad,
siendo así que muchos pacientes, y no pocos profesionales, evocan sentimientos
de culpa y vergüenza ante la percepción de "abandonar" o “ser
abandonados”, así como temor a una pérdida de cuidados.
Este inadecuado conocimiento y repertorio de ideas erróneas constituye uno de los principales obstáculos para el adecuado desarrollo de una atención paliativa universal y equitativa, dificultando las derivaciones en tiempo y forma, limitando el proceso de toma de decisiones compartidas basado en una comunicación sólida y socavando la perspectiva de unos cuidados realmente centrados en la persona. Provocando, en suma, que mucho sufrimiento evitable quede sin aliviar.
Imagen: Shutterstock |
Sobre “rebranding”, neolenguaje, “wokeísmo” y otras hierbas
Como ya se ha comentado en esta bitácora, la
estigmatización del término "cuidados paliativos" entre pacientes,
profesionales y la sociedad en su conjunto continúa contrarrestando en buena parte
los mensajes positivos acerca de sus innegables beneficios. Ante esto, se va
abriendo camino la opción de acometer un cambio de denominación como, por
ejemplo, al menos incómodo "cuidados de soporte", algo que parece
mejorar la derivación temprana en pacientes oncológicos, como defiende nada
menos que Eduardo Bruera (@edubru) y su equipo.
Basta con hacer una búsqueda básica en internet para comprobar
que esta actitud está teniendo cada vez mayor predicamento en el ámbito
anglosajón, en especial estadounidense, por más que no esté del todo claro si
es netamente beneficioso o, por el contrario, confuso para los pacientes, en
especial fuera del ámbito oncológico, cada vez más mayoritario.
Ahora bien, no debemos olvidar que vivimos tiempos de una
inusitada “corrección política”, a menudo exagerada, progresivamente embebida
de ese verdadero colonialismo cultural en que se está convirtiendo el
redescubierto “wokeísmo”, un debate más propio del contexto cultural estadounidense,
por cierto, pero que parece hemos ido adoptando, junto con su deleznable “cultura de la cancelación”, sin pensarlo demasiado.
Imagen: ComBankimage |
No cabe duda de que el uso del lenguaje es importante y, en el contexto paliativo, un lenguaje consistentemente positivo es mejor para todos, tanto en el día a día del trabajo en equipo, como a la hora de acometer la planificación anticipada de objetivos y en el momento de ofrecer nuestra atención. Esta comunicación positiva exige averiguar qué valores y prioridades tienen los pacientes y sus familias antes de empezar a discutir los beneficios, realidades y limitaciones de todas las opciones asistenciales disponibles, y todo ello de modo que permita mantener la esperanza, que es la verdadera herramienta terapéutica.
Dicho esto, los cambios lingüísticos léxico-semánticos
pueden tener una cierta relevancia a la hora de denotar una nueva realidad.
Pero, por más que el modelo “cultural” de evolución del lenguaje, en
contraposición al “biológico”, defienda la atractiva teoría de que son los cambios
lingüísticos la fuerza creadora del lenguaje, la mayor parte de los filólogos
consideran que ambos procesos son independientes.
En consecuencia, el uso creativo del lenguaje, por más que
resulte mucho más asequible que la modificación de ideas, no necesariamente
implica un cambio lingüistico y, en consecuencia, no parece tampoco una
herramienta eficiente para modificar la realidad. No estamos ante un simple
producto de consumo que pueda mejorar sus ventas con un cambio de marca.
Dicho esto, Ambereen Mehta (@AMehtaMD) y Thomas Smith,
paliativistas de Johns Hopkins, introducen otra importante variable al
respecto. Defienden que la falta de éxito a la hora de convencer a los
gestores de alto rango de la indudable valía de nuestros cuidados, y la
subsiguiente limitación en la asignación de recursos, sería responsable de una
cierta postergación de la medicina paliativa con respecto a otras
especialidades médicas. Esto, a su vez, se reflejaría en una falta de confianza,
de empoderamiento, de los paliativistas y de nuestros programas, que nos llevaría
a adoptar, de forma más o menos inadvertida, una “actitud de disculpa”, que tendría
su punto de partida en el propio lenguaje que empleamos en nuestro día a día.
Entre otros, citan como ejemplo paradigmático el presentarse
en una reunión interdisciplinaria con otros especialistas con la frase “sólo estoy
aquí como una capa extra de apoyo”, remarcando cómo esa expresión minimizaría
nuestro papel e implicaría una necesidad de justificar nuestra presencia cuando
lo cierto es que, gracias a nuestras habilidades comunicativas y pronósticas,
lo más probable es que el curso del tratamiento del paciente en cuestión se
modificara para adaptarse mejor a sus necesidades y valores, mejorando así notablemente
su calidad de vida.
Con respecto al cambio de denominación a “cuidados de
soporte”, opinan que, si bien podría servir para limitar el estigma de los
cuidados paliativos a corto plazo, transmitiría la idea de una necesidad de
disculpa por el nombre y, en consecuencia, por los propósitos que representa.
Imagen: THINKSTOCK |
Para Mehta y Smith, este lenguaje “disculpatorio” podría llegar
a calar más de lo debido en la opinión de la gente, influyendo en cómo ve el
resto de la sociedad a los cuidados paliativos, pero también en el modo en que nos
vemos nosotros mismos en tanto paliativistas.
Así, podría contribuir a la idea de que la atención
paliativa es un lujo cuando, de hecho, es lo contrario, desviando además la
atención del mensaje de que la integración de los cuidados paliativos de
calidad en los servicios de salud no sólo es algo deseable sino esencial para
el cuidado integral de las personas. Y, añadiría, un derecho humano básico, internacionalmente
reconocido.
Otro grande, como es Ira Byock (@IraByock), carga también contra los eufemismos que, en su opinión y por muy bienintencionado que
sea su uso, transmitirían que estaríamos actuando más desde el miedo que desde
un sentido de confianza, compasión y amor. En tono irónico, defiende que no
conoce ningún centro oncológico que haya cambiado su denominación por más que,
si hay un ejemplo de palabra que asusta, esa sea “cáncer”.
Más activismo reivindicativo y menos disculpas
Sin duda, como bien acostumbra a señalar Darren Cargill (@reasonablewlvrn),
los cuidados paliativos necesitan de una mejor política de relaciones públicas.
Pero, más allá de intentar contribuir activamente en las actuaciones que pongan
en marcha en ese sentido nuestras organizaciones profesionales, creo
sinceramente que quienes nos dedicamos a esta labor tenemos la responsabilidad
de actuar como comprometidos "embajadores de marca", tanto a través
de la calidad en nuestra actividad profesional diaria como aprovechando el
maravilloso altavoz que nos facilitan las redes sociales para compartir
conocimiento y reivindicar la importancia social de nuestro quehacer, como
medio de intentar cambiar las cosas desde abajo.
En este sentido, Ira Byock nos recuerda que ya tenemos una
marca propia por defecto, nuestra identidad, que no es otra que la de dar lo mejor de nosotros mismos para proporcionar
el mejor cuidado posible hasta el final a cada persona y en cada situación
concreta. Y, desde una visión antropológica de la completitud de la vida
humana, nos llama a movilizarnos para reivindicar nuestra “propiedad” sobre la
misma, de forma que podamos liberarnos de las asunciones de los demás y de sus
expectativas proyectadas sobre lo que somos.
Imagen: Shutterstock |
Así, si queremos atacar de raíz las grandes discrepancias
tradicionalmente existentes con respecto a lo que la gente, incluyendo muchos
colegas, perciben sobre nuestra labor y su significado, y modificar sus
actitudes hasta conseguir una postura universalmente positiva hacia ella, debemos ser capaces de transmitir correctamente nuestra esencia y valor,
nuestra implicación con la vida, que no considera la muerte sino como parte de
ella, nuestro compromiso con el bienestar y la dignidad en la vulnerabilidad hasta el final.
Ante el escaso compromiso al respecto por parte de las
diferentes y sucesivas administraciones, estoy convencido de que sólo una suficiente presión
social puede conseguir que se pongan en marcha por fin las inertes estrategias
territoriales. Ello supone trabajar para aumentar la capacidad de la gente para interesarse
por ellos, desde la mejora de la sensibilización, el conocimiento y la
participación con respecto al significado y los beneficios de
los cuidados paliativos. Y para lograrlo, nuestro mensaje debe surgir de la aceptación, la compasión y la vida, no desde el miedo, la ocultación ni la evitación.
Teniendo esto en mente, cada uno de nosotros, como paliativistas, deberíamos pasar a
ser verdaderos activistas, firmemente comprometidos con la reivindicación y
transmisión de nuestra íntima razón de ser, con sembrar y diseminar el por qué, sin
descuidar ningún esfuerzo por concretar el cómo.
Y, por supuesto, ¡nada de disculpas gratuitas!. Defendamos con orgullo nuestro buen hacer en todo momento, actuando en concordancia con lo que somos, como punto de partida para que se nos vea como queremos ser vistos.
Imagen:Shutterstock |
lunes, 30 de mayo de 2022
Atención paliativa: atención compleja
El desconocimiento, bastante generalizado, de lo que significa y aporta el enfoque paliativo a la hora de abordar el sufrimiento relacionado con la enfermedad avanzada, supone un importante obstáculo para su implantación equitativa en nuestro sistema sanitario, como el derecho esencial reconocido que es.
La estigmatización de nuestra disciplina no es algo ajeno a
nuestros representantes políticos. De hecho, España es el único país de nuestro
entorno socioeconómico que aún no reconoce oficialmente la formación específica
en medicina paliativa como especialidad o subespecialidad y, a diferencia de la
fervorosa diligencia con que se han tramitado otras leyes, se mantiene sin una
legislación nacional y con las diferentes estrategias territoriales enfangadas
en palabrería vacua desde hace más de una década.
Mapa de los países con algún tipo de reconocimiento oficial a la medicina paliativa |
También, por desgracia, siguen siendo muchos los propios
compañeros de profesión que minusvaloran y desdeñan nuestra actividad, de forma
más o menos explícita, condenando a muchos de sus pacientes a un sufrimiento
evitable.
Sin embargo, quienes conocemos la disciplina y la vivimos en
primera persona, sabemos bien de la enorme complejidad que conlleva aliviar y
acompañar a quien transita por el último tramo de su existencia para intentar
que viva tan plenamente como sea posible hasta el último instante.
Por más que se haya descrito como una disciplina “de baja tecnología y alto contacto”, como si eso fuera en sí mismo algo rechazable, la medicina paliativa de ninguna manera da la espalda a la tecnología, pero sí la supedita a la compasión, a la empatía proactiva, a la hora de orientar la atención, de forma que se adapte lo más posible a las necesidades integrales y a los deseos y valores del paciente y de su entorno familiar.
Hablemos de complejidad
Más allá del uso común que identifica lo complejo con lo complicado, lo enmarañado, lo difícil de entender, la complejidad abarca ciertos enfoques de la realidad que conciben el mundo como una entidad en la que todo se encuentra entrelazado. En un sistema complejo, sus múltiples componentes no sólo interaccionan entre sí, sino también con su entorno, generando como consecuencia adaptaciones en sus estados particulares
El paradigma de la complejidad se configuró en los
años sesenta del pasado siglo como una nueva manera de hacer ciencia, con un
carácter transdisciplinario, y considera que lo que convierte en complejo un
fenómeno son las relaciones y las interdependencias entre sus elementos.
Tal y como indican Manel Esteban y su equipo en su extraordinario, y ya clásico, artículo, los sistemas complejos se caracterizan en general por:
- La no linealidad de los fenómenos, lo que se conoce como efecto mariposa, que implica que, si en un sistema se produce una pequeña perturbación inicial, mediante un proceso de amplificación, podrá generarse un efecto considerablemente grande a corto o medio plazo.
- La emergencia de procesos, que condiciona que el todo no sea igual a la suma de las partes.
- El alejamiento del equilibrio, al tratarse de situaciones multicambiantes, con equilibrio inestable.
- La incertidumbre, toda vez que lo imprevisto lo cambia todo.
- Las dinámicas caóticas, en las cuales las condiciones iniciales pueden determinarlo todo.
- Las estructuras fractales, en el sentido de la proporcionalidad existente entre la complejidad del sistema atendido y la de la atención.
- La indefinición, condicionada por la imprecisión de límites y el subjetivismo.
- Los cambios catastróficos, es decir, cambiar para seguir igual, y también, al contrario.
Si lo pensamos bien, la enfermedad y su curso clínico no
poseen más linealidad que la que le asignamos caprichosamente, en nuestro afán
de fragmentar el todo en partes para poder conocer sus componentes e intentar
predecir su comportamiento dinámico. Bien sabemos quienes nos dedicamos a esta
noble profesión que la forma en que los pacientes enferman muy a menudo no
sigue lo que nos dicen los libros de medicina: los cuadros clínicos de las
enfermedades no resisten el más ligero análisis desde el prisma de la
individualidad.
Por tanto, el modelo etiológico, en la que a cada causa sucede un efecto proporcional a la misma, debemos considerarlo más como un deseo que como una realidad. En medicina, las manifestaciones de enfermedad provienen más de las interacciones entre variables que de las variables mismas. La respuesta a un agente etiológico varía mucho de persona a persona, al igual que sucede con los fármacos. Es decir, todas las enfermedades son, por naturaleza, complejas; y a menudo la relación entre causa y efecto no se repite, es incierta y resulta impredecible, condicionando que el resultado final sea mayor que la suma de sus partes.
Por otra parte, cuando hablamos de enfermedad, y por más que el diagnóstico se tenga que basar en datos objetivos, no todo es medible. Más aún, en este contexto, todo fenómeno biológico se ve influido y modificado por la subjetividad, por diversos sentimientos, prejuicios, creencias, valores y afectos, no sólo por parte del paciente sino también de quienes prestamos la asistencia.
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En este mismo sentido, Munday, nos llama la atención
sobre que, si bien a una mayor concurrencia de procesos, como sucede en la
comorbilidad, coexistencia de varias enfermedades o condiciones, correspondería
una mayor dificultad de manejo, en realidad la complejidad tiene más que ver
con la naturaleza y potencialidad dinámica de ciertos procesos emergentes y su
resultado en determinadas condiciones o asociaciones específicas, como ocurre
en el caso de la refractariedad de síntomas y el sufrimiento. De igual forma,
aunque la etapa final de algunas enfermedades se reconozca como habitualmente
compleja, como sucede con la dependencia avanzada o la situación de últimos
días, también puede serlo en estadios previos o iniciales, como es habitual en
la demencia.
Así pues, y de acuerdo también con Nùria Codorniu y Albert
Tuca, la complejidad de una situación clínica se definiría como el conjunto de
características emergentes del caso, evaluadas desde una situación
multidimensional, que en su particular interacción confieren una especial
dificultad en la toma de decisiones, una incertidumbre en el resultado
de la intervención terapéutica y una consiguiente necesidad de intensificar
la intervención sanitaria especializada. En consecuencia, dicha complejidad
depende tanto de las condiciones médicas del proceso como del escenario
de la intervención, ya sea comunitario u hospitalario, haciéndose precisa no
sólo una evaluación multidimensional, sino también multirreferencial a la hora
de abordarla.
Cuando nos encontramos ante una situación de enfermedad
avanzada y terminal, a estas circunstancias se añaden el carácter incurable y
progresivo de la misma, con posibilidades limitadas de respuesta al tratamiento
específico; la presencia de síntomas, múltiples, intensos y cambiantes en el
tiempo; el impacto emocional sobre enfermo, familia y equipo; y el pronóstico
limitado de vida asociado. Esta difícil realidad condiciona múltiples
necesidades y enormes demandas de atención por parte de enfermos y familias, en
buena parte vinculadas a la experiencia de la persona acerca de su vida social,
su actividad cotidiana y su propia situación de enfermedad.
Como suele resaltar Xavier Gómez-Batiste, uno de nuestros
paliativistas más representativos, en este caso, los objetivos terapéuticos
están orientados a la mejora de la calidad de vida, a la promoción de la
autonomía y a la adaptación emocional a la situación, desde una concepción
activa de la terapéutica y un abordaje interdisciplinar. Y, para alcanzarlos,
es esencial asegurar tanto el control de síntomas como el apoyo emocional y una
adecuada comunicación, siendo necesario el concurso de los dos últimos para
lograr la máxima efectividad en el alivio sintomático.
Conviene, por tanto, tener muy presente el concepto clásico
de “Dolor Total”, que relaciona el grado de percepción y las dimensiones
del dolor, además de con la propia enfermedad, con elementos como la presencia
de otros síntomas, la incertidumbre, la soledad, las dificultades de soporte
familiar, la incomunicación, la percepción de abandono, el grado de ajuste
emocional y de adaptación a la enfermedad y la dimensión trascendente.
Todos estos elementos tienen una gran relevancia causal y
terapéutica, de la que depende estrechamente la efectividad del tratamiento y
que deben ser tenidas en cuenta cuando atendemos a pacientes en esta situación.
Por lo tanto, a la hora de evaluar de las causas y la intensidad de cualquier
síntoma, necesariamente deberemos tener en cuenta los factores concurrentes; y
para la elaboración de un plan terapéutico es imprescindible incluir tanto
medidas generales como de apoyo emocional, asegurar una información apropiada y
un compromiso de soporte, así como facilitar la accesibilidad y asumir una
reevaluación frecuente.
La situación de enfermedad avanzada y terminal se
caracteriza por una gran fragilidad y una probabilidad elevada de cambios
bruscos en la evolución, que descompensan la situación de enfermo y familia y,
con frecuencia, su grado de ajuste emocional, generando una alta demanda de
atención. La actitud terapéutica, la información a enfermos y familiares y
nuestra organización practica deben adaptarse lo máximo posible a esta
evolución, lo que exige de nosotros una actitud preventiva y flexible
Por todo ello, no parece exagerado decir que, si hay una
disciplina médica en la que el clásico modelo reduccionista, lineal,
determinista y causal, basado en un esquema predecible de causa-efecto, resulta
claramente ineficaz, esa es la medicina paliativa. Y entender mejor esa
complejidad inherente, que va más allá de factores como la comorbilidad, la
dependencia, el pronóstico vital corto o la intensidad sintomática, es esencial
para asegurar un cuidado más integral y efectivo, que permita atender de forma
óptima las necesidades del paciente y de su familia.
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Surcando el mar de la incertidumbre en busca de la esperanza
Una adecuada atención paliativa implica necesariamente el
abordaje de múltiples aspectos en diversas áreas de necesidades que se tratan a
continuación:
En la esfera física, las necesidades hacen referencia
a los síntomas, a su intensidad y número y a la respuesta y tolerancia a las
pautas terapéuticas habituales, a la actividad funcional, el sueño y el reposo,
entre otros aspectos
Las características fundamentales de los síntomas en esta
condición de enfermedad avanzada son su carácter multidimensional, su alta
prevalencia, su aparición frecuentemente combinada o múltiple, sus causas
multifactoriales y su evolución altamente cambiante y, en general, con aumento
de la intensidad a medida que la enfermedad avanza.
Otros aspectos importantes a tener en cuenta incluyen la
estimación del pronóstico vital y las posibilidades de respuesta al
tratamiento. En la enfermedad crónica avanzada, y especialmente en los casos de
patologías no oncológicas, la estimación pronóstica puede ser bastante incierta.
Por su parte, la probabilidad de respuesta al tratamiento depende estrechamente
del tipo de síntoma, de la situación global y pronóstica y de características
causales, y puede variar notablemente a largo de la trayectoria de la enfermedad.
Todo ello obliga a definir unos objetivos terapéuticos
realistas, razonables, incluidos en una estrategia gradual de mejora que
promueva la adaptación emocional, y con una actitud preventiva, una monitorización
regular y plazos rápidos de revisión en caso de no obtener la respuesta
esperada. La información adecuada al paciente y a su familia y asegurar la
accesibilidad y disponibilidad son asimismo elementos esenciales, como ya ha
sido comentado con anterioridad.
En el ámbito psicoemocional, las necesidades se
vinculan con el grado de sufrimiento, que depende del potencial
estresante de los acontecimientos, del nivel de impacto o amenaza que
representa la enfermedad para la integridad personal y de los recursos de
afrontamiento personales y psicosociales con que cuenta el paciente.
De acuerdo con autores como Chapman, Gravin y Turk, este
sufrimiento se acompaña de sentimientos de pérdida de control, desesperanza e
intolerancia, con predominio de la percepción de incertidumbre sobre la
duración de dicha amenaza, y puede prolongarse en el tiempo, interfiriendo
progresivamente en todos los hábitos de la vida de la persona, lo que resulta
identificable por la incorporación de respuestas de afrontamiento emocional
desadaptativas y por la autopercepción de lentitud del paso del tiempo,
pudiendo conducir a un estado permanente de desesperanza, tremendamente
perturbador.
El bienestar sociofamiliar tiene que ver esencialmente
con las funciones y relaciones, con los afectos y la intimidad, con la apariencia
física, la posibilidad de entretenimiento, el grado de aislamiento, la
situación económica y el sufrimiento familiar, así como con aspectos
relacionados con la vulneración de la tarea de cuidar, ya sea en lo
concerniente a la salud global del cuidador como a la cobertura de necesidades
del paciente.
En todo ello influyen factores como las condiciones
estructurales del entorno, ya sea por situación de marginalidad, rotación o
carencia de domicilio; el rol, las relaciones y la composición y dinámica
familiar, como son los casos de desafección, familia monoparental o caótica; la
vida de relación, los valores, creencias y prácticas, con gran impacto del aislamiento
sociogeográfico o situaciones de desarraigo o inmigración; los recursos y
organización del cuidado, en especial el cuidador frágil, la existencia de múltiples
cargas familiares, o la insuficiencia de recursos económicos.
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El final de la vida se asocia a necesidades espirituales
específicas que afloran más o menos explícitamente según va progresando la
enfermedad. Entre ellas, destacan el sentido de valor de la propia vida, de la
esperanza y la trascendencia, la necesidad de amar y ser amado, de comprender
el significado de la enfermedad y el sufrimiento, el sentimiento de identidad y
fortaleza interior, el sentirse escuchado y acompañado.
Sin un sistema estructurado de valores y creencias que haga
posible la elaboración del sentido de la vida, de la muerte y su proceso y del
sufrimiento, así como la posibilidad de apoyo externo por personas con
idénticos valores y creencias, la potencialidad no desarrollada o las
expectativas no satisfechas al respecto, la falta de sensación de “vida
completada”, se traducirán en sufrimiento espiritual, tan perturbador como el
físico y, a veces, menos tolerable.
Este sufrimiento espiritual puede llevar a vivir la
enfermedad desde la culpa y, en tanto castigo merecido, con sentimientos de
indignidad, vergüenza y alienación. También puede generar sentimientos de
injusticia con proyección de dicha culpa, dando lugar a una actitud de cólera, con
exigencias o maltrato contra quienes le rodean, así como a una desesperación
permanente asociada a presencia permanente de la muerte, con una actitud
ambivalente, de búsqueda mágica del milagro y petición de eutanasia al mismo
tiempo. Y, por último, a una falta de sentido vital, asociada a la
incertidumbre e impotencia, y a una muerte en soledad por vivencia de rechazo y
fractura familiar.
Por el contrario, progresar en el proceso de aceptación abre
la puerta a nuevas esperanzas, a veces en forma de pequeñas metas renovadas día
a día, que, a su vez, permiten hacer frente a los miedos e incertidumbres que
van surgiendo.
Por lo que respecta a la atención a los últimos días,
esta fase viene caracterizada por el deterioro y la disminución gradual de las
funciones físicas y relacionales asociada a los últimos días de vida, y en la
que predominan el deterioro físico y funcional, con encamamiento y dificultades
de movilización, el incremento del síndrome sistémico, con debilidad y reducción
drástica de la ingesta; y la presencia progresiva de alteraciones del nivel de conciencia, de la capacidad de
relación y comunicación con el entorno, y trastornos neuropsicológicos, como el
delirium, con o sin persistencia de la sintomatología previa, en un contexto de
pronóstico vital de tan sólo algunos días.
En este escenario, se impone aún más la necesidad de optimizar
el control de los síntomas en tiempo y forma, incluyendo en su caso la sedación
y su manejo, así como gestionar impecablemente elementos de logística o
disponibilidad, asegurando una respuesta ajustada a las necesidades de cuidados
y emocionales del paciente y de su familia.
Ello requiere reorientar y adaptar las medidas diagnósticas
y terapéuticas a la situación, basándose en estos objetivos y en criterios de
sentido común, con una actitud preventiva de las situaciones de mayor impacto,
como son la disminución de consciencia, la incapacidad total de ingesta y el
estado confusional, así como asegurando una toma de decisiones ético-clínicas
compartida.
Asimismo, en el caso en que sea necesario, debe realizarse
una atención especializada al proceso de duelo desde antes del fallecimiento,
con un carácter preventivo y adaptativo, así como prolongarse tras el mismo.
Imagen: Regina Koepp |
Por último, deben prevenirse y abordarse también los
posibles problemas de índole ética que, al final de la vida suelen
corresponderse con discrepancias o conflictos en los ámbitos de la información
y comunicación, la toma de decisiones y las denominadas opciones de último
recurso. Entre estas últimas, las más habituales son el abordaje de la
adecuación del esfuerzo terapéutico, el no inicio o retirada de medidas de
soporte vital y asegurar una intensidad de tratamiento proporcional a la magnitud
del sufrimiento, así como la interrupción voluntaria y definitiva de la ingesta,
la sedación en la situación de agonía y la solicitud de eutanasia o suicidio
asistido.
Mucho más que "abrazos y morfina"
Como advierten Carles Blay y cols., en condiciones
de incertidumbre y complejidad, la evidencia científica no sólo muestra
importantes limitaciones importantes para acompañar las buenas prácticas y la
toma de decisiones, sino que incluso podría comportarse como un facilitador de
iatrogenia. En consecuencia, cuanto más compleja e incierta es la situación del
paciente, menor es la opción de los clínicos para encontrar un marco decisional
adecuado en la ciencia publicada y más debe buscarse en una aproximación
integral, basada en la identificación de sus necesidades, valores y
preferencias sobre la que aplicar enfoques de gestión de caso.
Por otra parte, la valoración de la calidad de vida conlleva una respuesta cognoscitiva de la persona que va seguida por una reacción emocional, elementos ambos que reflejan el grado de satisfacción con la situación personal concreta en función del nivel de consecución de las expectativas iniciales. Esta valoración, por más que se vea influida y moderada por otras personas, es un proceso esencialmente individual, que el paciente lleva a cabo sobre un amplio conjunto de factores circunstanciales, analizados de acuerdo con su propia jerarquía de valores.
La consideración de todos estos elementos y su intrínseca subjetividad supone un duro desafío para los profesionales a la hora de medir la efectividad de nuestras intervenciones; cada situación supone inquietudes únicas. La percepción de la enfermedad incluye mucho más que la discapacidad meramente física y no son pocas las personas que no son capaces de expresar sus valores o definir su bienestar o calidad de vida sin un poco de ayuda experta en el proceso de clarificación de los mismos.
La atención paliativa es ciencia al servicio de una
“compasión efectiva”, desde la honesta y comprometida aceptación de nuestra
finitud. Va más allá del control de los síntomas físicos y se centra en ayudar
a vivir, y a morir, desde el reconocimiento y reivindicación de la dignidad en
la vulnerabilidad. Contempla a la persona, por tanto, más allá de la
enfermedad, para ayudar a que pueda aprovechar, si lo desea, cuanto tiene a su
alcance hasta el último momento, con respeto a sus valores, deseos y
preferencias.
Es por ello que sobrepasa lo meramente científico y
constituye quizá la disciplina en que el carácter central del paciente adquiere
más sentido, por más que no sea fácil cuantificar beneficios o progresos netos
en la salud de aquellos a quienes cuidamos.
Y, desde luego, nuestra filosofía no tiene nada que ver con
pasividad, resignación prematura ni derrotismo ante la enfermedad, sino con la
aceptación de que, llegado el momento, los profesionales debemos saber ser
capaces de dejar de lado la fantasía del milagro médico que nos inculcaron en
la facultad y volver la vista hacia nuestros orígenes, de modo que la atención
y el cariño faciliten el mayor bienestar emocional y espiritual posible, en que
el confort, en todo su sentido, se erija en el principal objetivo. Intentar, en
suma, ensanchar la vida, dotando de sentido y máxima dignidad al proceso de
morir.
En consecuencia, los paliativistas no sólo encontramos un
profundo sentido a lo que hacemos, sino que nos sentimos privilegiados por el
hecho de que las personas nos permitan acompañarlas en su singladura final y
poder emplear nuestros conocimientos para contribuir a que doten de sentido a
su existencia y vivan cada momento con la mayor dignidad. Nada más. Y nada
menos.
Si te sigue pareciendo que nuestra labor es algo sencillo,
al alcance de cualquiera, créeme, no lo es. Abordar adecuadamente las complejas
necesidades de las personas en el final de su vida, y de su entorno, exige una
amplia formación específica, mucho esfuerzo y mucha, mucha práctica; no estamos,
como acostumbra a decir un buen amigo, ante un vehículo apto para cualquier
conductor.
En este sentido, el trabajo de Hanna-Leena Melender y su equipo me parece bastante ilustrativo de los conocimientos,
habilidades, valores y actitudes que se requieren para un adecuado rendimiento
en esta disciplina.
Y, en fin, por lo que respecta a los descreídos impenitentes, están formalmente invitados a compartir una semana de trabajo con cualquiera de nosotros.
¡Dicho queda!
domingo, 24 de abril de 2022
No es país para vulnerables
Aporotanasia y eremotanasia: La cara oculta del edadismo
De forma similar a lo sucedido en los demás países de nuestro entorno socioeconómico, aunque con mayor rapidez, el declive en la tasa de fertilidad y el aumento de la expectativa de vida están condicionando un progresivo envejecimiento de nuestra sociedad.
Así, las previsiones del Instituto Nacional de Estadística contemplan que, para el año 2035, un 26,5% de la población española tendrá 65 o más años de edad y el "sobreenvejecimiento", personas de 80 o más años, alcanzará el 8,1%, lo que podría conllevar un progresivo incremento de la dependencia, soledad y pobreza en dicho subgrupo.
Y es que, pese a todos los esfuerzos, la vejez a menudo se asocia a un aumento de problemas físicos y mentales que influyen de manera notable sobre el bienestar percibido, amenazando el significado y propósito vitales, de modo que las personas mayores pueden sentirse desplazadas desde el "beneficio de vivir más" hacia el "sufrimiento de vivir demasiado", dando sentido a la célebre sentencia de Norberto Bobbio: "Los avances de la medicina no tanto te hacen vivir más cuanto te impiden morir".
Además, las estructuras de apoyo familiar han ido cambiando y desintegrándose en nuestro país durante las últimas décadas, sin que ni la sociedad ni las diferentes Administraciones hayan sabido responder a esa situación. De hecho, los "ajustes" en la financiación y un farragoso entramado burocrático, lejos de garantizar el ejercicio de los derechos de los ciudadanos, se convierte en una “trampa mortal” para el acceso a prestaciones y servicios sociales.
En un entorno social con un hondo imaginario colectivo negativo acerca de la vejez y una manifiesta incapacidad de atender adecuadamente las necesidades de las personas más vulnerables, no debe sorprendernos que muchas personas mayores puedan percibir su vida como indigna y busquen en una muerte autodirigida la salida a su sufrimiento, como ya ha sido comentado en esta bitácora, concretamente en esta entrada y en esta otra. No parece aventurado temer que, si no se acometen con urgencia ambiciosas medidas al respecto, la "aporotanasia", término que une las raíces griegas “á-poros” -sin recursos, pobre- y “thánatos” -muerte-, podría convertirse en un efecto indeseable de la prestación de la ayuda a morir.
Por otra parte, y según datos oficiales referidos a 2018, casi la mitad de los 4,7 millones de hogares unipersonales en España corresponden a mayores de 65 años, 112.000 más que en 2013. De ellos, más de 850.000 son personas de 80 o más años, 1 de cada 3 del total de ese rango de edad, y en su gran mayoría mujeres. Además, hay en torno a 100.000 personas con problemas de movilidad que no salen nunca de sus casas, muchas de las cuales malviven en condiciones infrahumanas, y cada vez son más los ancianos que fallecen solos en su domicilio sin recibir la atención adecuada. Un grave problema invisibilizado, como la misma vejez.
Dado que nuestra evolución como especie se ha visto conformada por presiones selectivas hacia una potenciación de la cooperación individual, convirtiéndonos en el "animal ultrasocial" que somos, la falta de una suficiente interacción social puede ser causa de importantes costes, físicos y psicológicos, hasta el punto de llegar a afectar a nuestro estado de salud, e incluso reflejarse en nuestra estructura cerebral, así como hacer de la "eremotanasia", término acuñado también a partir de raíces griegas éremos -solitario, apartado- y thánatos -muerte-, que empleo para referirme a esta búsqueda de la muerte como escapatoria desesperada al insoportable sufrimiento por soledad, otro posible efecto indeseable de la irrupción de la muerte médicamente asistida como prestación sanitaria.
Prof. Els van Wijngaarden |
En este sentido, Els van Wijngaarden y su equipo han desarrollado una detallada reflexión crítica ética sobre los complejos desafíos socio-políticos asociados a este deseo de adelantar la muerte por parte de las personas que expresan su convicción de haber completado su vida y que, por tanto, están convencidos de que no merece la pena seguir viviendo.
Al haberse realizado en población holandesa, en cuyo modelo parece haberse inspirado nuestra prestación de ayuda a morir, quizá pueda servirnos de cierta orientación acerca de lo que podríamos esperar en un futuro no muy lejano, con todas las debidas salvedades, tanto por las notables diferencias culturales como en términos socioeconómicos y sanitarios entre ambos países.
Los autores describen las causas sociales que estarían detrás del deseo de morir a partir de cuatro dimensiones interrelacionadas:
- En primer lugar, tendría que ver, al menos parcialmente, con sentimientos de exclusión y marginación social. De hecho, son muchos los testimonios que hablan de experiencias de soledad, de falta de reciprocidad, y de sentimientos de carecer de importancia, de ser ignorados.
- En segundo lugar, el sentimiento de que la vida ya no merece la pena ser vivida, no sólo a sus propios ojos, sino a los ojos de los demás y de la sociedad en su conjunto, también estaría condicionado por la idea de que la dependencia progresiva asociada al envejecimiento supone un grave compromiso de la autonomía y dignidad personal. Esta consideración supondría una clara internalización de los estereotipos culturales negativos en las propias autoevaluaciones, llegando a pensar y a expresarse acerca de la vejez en términos de invalidez, subhumanización o infantilización, entre otros.
- Estas personas también expresan dudas acerca de la disposición de sus allegados a cuidar de ellos en caso de volverse completamente dependientes, de que se respeten sus deseos y su integridad física. En definitiva, miedo a que otros tomen el control de sus vidas, decidiendo qué es lo mejor para ellos sin tener en cuenta sus deseos, con lo que adelantar la muerte sería algo así como una forma de salvaguarda de su capacidad de control.
- Por último, existiría un importante sentimiento de desconfianza hacia el modelo de atención sociosanitaria como consecuencia de carencias, temidas o experimentadas, ya sea de índole material como de tiempo, capacidades y otros recursos y de la patente inequidad e insuficiencia de los procedimientos de soporte social.
Vemos, por tanto, que los deseos de morir guardarían una estrecha relación con los sentimientos de pérdida, bien sea de autonomía, de dignidad o de independencia. En un contexto social que, a pesar de su fugacidad, prima por encima de todo la juventud, el vigor y la belleza, repudiando y discriminando, de forma sutil y escasamente valorada, el proceso de envejecer, resulta bastante lógica la asociación entre la experiencia de dependencia y vulnerabilidad y la percepción de amenaza a la dignidad personal. Ser y sentirse excluidos de la participación en la vida social cotidiana puede llevar a la consideración de estar "muertos socialmente" antes de estarlo biológicamente.
Autonomía frente a dependencia: ¿un falso dilema?
No cabe duda de que, como nos indica van Wijngaarden en la segunda parte de su artículo, el concepto de autonomía constituye una importante idea normativa de nuestro orden social que proporciona las condiciones necesarias para el autorrespeto y la voluntad personal, el sentimiento de control sobre nuestras acciones y la protección a las personas del paternalismo.
Sin embargo, también estoy convencido de que la autonomía puede, y debe, entenderse en un sentido relacional, aceptando las redes de interdependencia en que estamos incluidos no como una amenaza a nuestra capacidad de elección, sino como una manera de que se den las condiciones que la hagan posible.
De hecho, nuestro “yo”, nuestra propia esencia personal, sólo puede desarrollarse en interacción con otros, siendo dependiente en reciprocidad y reconocimiento y se constituye y se ve mediada por la intersubjetividad. Las personas somos fundamentalmente seres interrelacionados y, por tanto, con una naturaleza interdependiente. Y, en tanto seres sociales, tenemos una necesidad básica de relacionarnos con personas significativas y pertenecer a una comunidad.
Más aún, resulta que también somos intrínsecamente dependientes, pues nacemos dependientes y, en mayor o menor medida, así nos mantenemos a lo largo de nuestra vida, en aspectos tan habituales y esenciales como la alimentación, los suministros, la vivienda, la educación o la asistencia sanitaria, entre otros. La dependencia, por tanto, no emerge cuando ya no somos capaces de llevar nuestra propia vida, sino que, más que una merma, es una condición inherente a nuestra misma existencia humana.
Esta evolución desde el dilema entre autonomía y dependencia hacia una noción más refinada, y real, de "interdependencia humana", nos llevaría a una primacía del abordaje de las necesidades humanas, vistas como un asunto de interés social crucial.
Dignidad en la vulnerabilidad: hacia una ética del cuidado
Resulta curioso cómo asumimos con total naturalidad la falta de autosuficiencia de las "dependencias permitidas", a pesar de implicar la necesidad de relaciones de cuidado, generalmente asimétricas, pues nos permite gozar de un innegable nivel de bienestar, cuando al mismo tiempo, existen otras formas "estigmatizadas", rechazadas de forma unidireccional, que configuran un discurso discriminatorio, socialmente aceptado y que las personas mayores perciben y hacen suyo, de que los déficits y limitaciones asociados al envejecimiento condicionan, irremediablemente, un "sufrimiento indigno".
En este sentido, Van Wijngaarden y su equipo nos llaman la atención sobre cómo, a pesar de que vivimos en una continua relación de cuidados, en nuestra sociedad cada vez se echa más en falta un sentido de mutualidad y reciprocidad, de manera que la vulnerabilidad y la dependencia se contemplan como una amenaza al estatus y valor humano. La condición de dependencia, de hecho, supone rechazar toda posibilidad de aportar algo importante en correspondencia, por lo que es contemplada como algo humillante, potenciando los sentimientos de pérdida de sentido, de indignidad y marginación social en las personas vulnerables.
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Dignidad y vulnerabilidad son dos aspectos éticos esenciales que adquieren significado pleno cuando los consideramos de manera conjunta, entrelazada, especialmente cuanto más nos aproximamos al final de la vida. Así, en la demanda del respeto a una dignidad idéntica para cada persona se halla implícito el reconocimiento de su vulnerabilidad, de su carácter frágil e interdependiente, con toda su carga asociada de afectación social, emocional y sensitiva y su necesidad de reconocimiento y atención, pudiendo contemplarse, de acuerdo con Muñoz Terrón, desde una doble perspectiva, con la existencia de una dignidad vulnerable, pero también de una vulnerabilidad dignificada.
Llegados a este punto, conviene resaltar que, por más que no pueda obviarse que algunas personas son más vulnerables que otras, la vulnerabilidad no debería entenderse como restringida exclusivamente a determinadas vidas o circunstancias específicas pues, dada nuestra naturaleza física, social y afectiva, sería consustancial a todos nosotros y "compartida", al menos en parte. Se trataría, por tanto, de una vulnerabilidad "inherente", que tiene una innegable influencia directa sobre la salud y el bienestar, como es el caso de la discapacidad asociada a los procesos degenerativos.
Pero, además, también existiría una vulnerabilidad "situacional", es decir, específica de un contexto determinado, en relación con aspectos como la exclusión social, la marginación o la insuficiencia de recursos de cuidados, que resulta mucho más dependiente de políticas o instituciones y, en consecuencia, más susceptible de modificación y sustitución, que condicionaría un mayor impacto sobre la vida de las personas.
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Ante el innegable componente interpersonal implicado en el binomio vulnerabilidad-dignidad, la ética del cuidado viene a reclamar la responsabilidad de las sociedades para resistir activamente y contrabalancear el imaginario colectivo enfocado casi exclusivamente en esa persona autodisciplinada, independiente y exitosa, poniendo más el énfasis sobre la conectividad, la comunidad y la interdependencia. Se cimenta en la comprensión del mundo como una compleja red de relaciones en la que nos sentimos inmersos y de la que surge un reconocimiento de la responsabilidad hacia los demás.
Reconocer que las personas pasamos a lo largo de nuestra vida por períodos en los que no podemos cuidar de nosotros mismos conlleva reconocer nuestra vulnerabilidad intrínseca, antropológica, y esa actitud de sensibilidad ante la realidad nos induce a tomar la responsabilidad para cuidar de quien lo precisa, a través de una acción desinteresada de atención proactiva.
En consecuencia, la ética del cuidado se sustenta necesariamente en el análisis de las situaciones afectivas y en las relaciones interpersonales. fundamentando su sistema moral más en las virtudes que en los principios y ciñéndose a las situaciones y emociones suscitadas por unas circunstancias concretas, así como a las relaciones que nos vinculan con las personas implicadas. El cuidado como compromiso moral deriva de la certeza de que el bienestar, e incluso la supervivencia, requieren de algo más que autonomía y justicia, exigiendo un reconocimiento de derechos y deberes. Ante la fragilidad del otro, no se trata tanto de preguntarse qué es lo justo, sino más bien de intentar responder a las necesidades de esa persona en esa situación, desde una perspectiva individual más que global.
El modo de responder a las necesidades de la persona es cuidando de ella, entendiéndose el cuidado como una acción en forma de ayuda desde la responsabilidad social por las personas y por el mundo, que conlleva buscar su mayor beneficio sin dañarle, lo que obliga a observar respeto a sus valores y preferencias, una base técnica suficiente y no quedarse sólo en los sentimientos que se desprenden de la relación, pues nunca olvidemos el clásico aforismo de que la benevolencia no siempre conduce a la beneficencia.
Prof. Estelle Ferrarese |
Como refiere Estelle Ferrarese, mejor quizá sea aceptar que la incapacidad compartida para tener el control absoluto de nuestra vida es una situación común para todos, así como que la dependencia no excluye automáticamente la autonomía, sino que puede ésta aflorar y fortalecerse en un contexto de relaciones sociales capaz de proporcionar el sentido de ser capaz y estar legitimado para actuar.
Se trataría, por tanto, de crear nuevas formas de solidaridad intergeneracional y de comunidad, enraizadas en la realización de que cada persona se haga responsable de otro porque existe un interés común en mantener la integridad de su contexto vital compartido. Esta reformulación de la ontología del individuo desde una perspectiva comunitaria y relacional podría influir positivamente no sólo en la manera en que las personas ancianas son vistas sino también en la que cada uno se ve a sí mismo, además de enriquecer el pensamiento político actualmente dominante, que buena falta nos hace, para, finalmente, conducir a una mayor humanización de la sociedad y de la propia política
A modo de reflexión final
En palabras del admirado Prof. Ribera Casado, el catálogo de indignidades potenciales con las que el conjunto de la sociedad castiga a las personas de edad avanzada es extraordinariamente amplio y tiene como elemento común la sorprendente evidencia de pasar muy a menudo inadvertidas, ignoradas por ciudadanos y administraciones, e incluso por los propios profesionales sanitarios. ¿Cuántas veces no habremos oído o pronunciado, por ejemplo, eso de "para la edad que tiene..." o "qué quiere, con su edad..."?
Para una persona en situación de vulnerabilidad, la experiencia de calidad de vida y de autoestima se nutre tanto de un sentido de autorrespeto como la percepción de reciprocidad y respeto mutuo. Es por ello que el moderno imaginario colectivo sobre la autonomía, la independencia y la dignidad, en el contexto de progresivo envejecimiento de la población, crea "nuevas formas de malestar" como la alienación, la pérdida de sentido, los sentimientos de exclusión social y la percepción de soledad existencial, que amenazan dolorosamente su dignidad, no sólo a nivel individual, sino también colectivo.
Así las cosas, ¿realmente puede sostenerse el mantra de que el deseo de una muerte autodirigida es un simple asunto personal?. Y, si la respuesta es negativa, ¿qué respuesta social debería ofrecerse a esta dolorosa experiencia de indignidad que resulta en un deseo de morir? ¿Puede ser tan sólo ofrecer la denominada "muerte digna" por eutanasia o suicidio médicamente asistido?.
¿No sería mejor para todos que el Estado priorizase contrarrestar los sentimientos de indignidad garantizando que las personas se sientan más respaldadas por el cuidado institucional? . Porque, si en realidad no existe una alternativa eficaz que resuelva las necesidades complejas no cubiertas, ¿hasta qué punto puede hablarse de verdadera autonomía de elección ante la muerte médicamente asistida?
En un país cada vez más envejecido, con una ineficiente política de ayudas a los cuidados en la dependencia y una sangrante inequidad en el acceso a la atención paliativa, la muerte "autodirigida" podría convertirse en la única alternativa para quienes no puedan permitirse el acceso a la atención de calidad a sus necesidades.
Ante este escenario, creo firmemente que se impone la necesidad de potenciar el debate sobre una visión moral alternativa en relación con el envejecimiento y el lugar y papel reservado a las personas mayores en la sociedad. Asimismo, tanto la sociedad en su conjunto como las Administraciones del Estado tienen la obligación moral de minimizar el impacto de las vulnerabilidades inherentes y de las dependencias situacionales en las vidas de los mayores.
Hablar de muerte digna sin duda exige pensar en la inevitable experiencia de extrema vulnerabilidad existencial y social de la persona, que se ve multiplicada por la conciencia del propio final. Encarar desde los cuidados el desafío definitivo de la fragilidad en una situación límite de las capacidades para comunicarse y actuar por uno mismo hace especialmente necesario tener en cuenta ese entrelazado de vulnerabilidad dignificada con dignidad vulnerable.
En mi opinión, si no queremos que la muerte asistida se convierta en una falsa salida nuestros gobernantes deberían fijarse urgentemente como prioridad proteger la vida y seguridad de sus ciudadanos, en particular de los más vulnerables, y constituir una sociedad inclusiva donde la gente pudiera sentirse menos innecesaria, inútil y marginalizada.
No tengo duda alguna de que, en este asunto, hacernos trampas al solitario como sociedad puede salirnos tremendamente caro a no muy largo plazo.
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