Atención paliativa, con pasión y compasión

Sólo se muere una vez. Y, aunque a algunas personas pueda parecerles poca cosa, acompañar, consolar y confortar en el importante proceso de abandonar esta vida, además de algo de tremenda trascendencia para el paciente, lo considero una de las misiones más sublimes a la que un médico puede dedicarse, un auténtico privilegio.

La muerte, como nos recuerda Marcos Gómez Sancho, es algo estrictamente personal. Y para poder responder a los temores y a las condiciones humanas de quienes luchan por avenirse con su propia mortalidad es necesaria una confrontación previa con la nuestra propia, pues de la actitud y capacidad para encararla va a depender en gran medida que podamos ayudar a nuestros pacientes a afrontar ese trance con tranquilidad, a aceptar la muerte con naturalidad.

Dr. Marcos Gómez Sancho
Acompañar en el final de la vida, nos dice, exige un acercamiento al enfermo y a la familia para establecer una adecuada sintonía afectiva, con el compromiso de darse y recibir, de ser capaz de contener el caos del paciente sin dejarse arrastrar por él, de asumir su sufrimiento con respeto y darle un sentido, de encontrarle un significado a la experiencia de la muerte de acuerdo con lo que nos muestre necesitar, de ponernos en su lugar para comprender cómo podemos prestarle ayuda de una manera eficaz, escuchándole, transmitiéndole esperanza y confianza desde la sensibilidad, nunca de la sensiblería.

Esta capacidad de sintonizar en emociones y afectos con el otro, pero con intención de ayudarle, es lo que define la compasión que, junto con la actitud, el comportamiento y el diálogo, constituye la base del modelo de cuidados conservando la dignidad definido por Harvey Chochinov, que entronca con la esencia de la Medicina.

Dr. Harvey Max Chochinov
En contraste con la empatía, con la capacidad de compartir los sentimientos de la otra persona sean positivos o negativos, la compasión no supone compartir el sufrimiento, sino que se caracteriza por sentimientos positivos de calidez y cordialidad, así como preocupación y firme motivación por mejorar el bienestar del otro. En palabras de Singer y Klimecki, la compasión es “sentir para” y no “sentir con” el otro.

Una y otra se sabe que activan redes neuronales diferentes y generan también diferentes respuestas emocionales. De hecho, el distress por empatía experimentado de forma crónica suele conducir a conductas evitativas y a consecuencias adversas para la propia salud, mientras que el sentimiento compasivo puede entrenarse y no sólo promueve una conducta prosocial sino que aumenta los afectos positivos y la resiliencia, permitiendo un mejor manejo de las situaciones estresantes.

La atención de calidad al final de la vida es un derecho fundamental socialmente reconocido, independientemente de la enfermedad de base, estadio evolutivo y pronóstico. Más aún, yo diría que quienes nos dedicamos a ello estamos éticamente obligados a proporcionar la mejor atención posible en cada momento, pues de lo contrario, caeríamos en la desatención, que puede entenderse como una forma de abandono. Perseguir la calidad asistencial en el camino de la excelencia, por tanto, me parece un auténtico e inexcusable imperativo ético. Nuestros pacientes no merecen menos.

Esta labor requiere de nosotros no sólo unos conocimientos técnicos óptimos, sino también ser capaces de tolerar el sufrimiento, la incertidumbre y la impotencia, desde la conciencia de nuestras propias limitaciones y manteniendo una perspectiva realista. Y hay que tener en cuenta que el ambiente a menudo no ayuda. El impacto al que hacen frente enfermo y familia genera un clima con una gran carga emocional en la que hay que saber manejarse para poder ayudar eficazmente.

Todo ello supone un enorme reto, tanto a nivel profesional como personal. No es de extrañar, por tanto, que nuestro trabajo muchas veces resulte agotador, desde el punto de vista no sólo físico sino también emocional.

Pues bien, creo que la única manera de poder mantener nuestro inexcusable compromiso con la excelencia, que lo es necesariamente con la calidad y seguridad de nuestra atención, es ser capaces de asegurar nuestra motivación por intentar mejorar cada día. Como bien dice Virginio Gallardo (@virginiog), el compromiso con el propósito se gana en lo cotidiano.

Y mantener esa motivación, esa perseverancia en seguir nuestro camino, necesita de combustible, que no es otro que aquel que da alas a nuestros sueños, que nos conecta con nuestro niño interior, que nos empuja a ser la mejor versión de nosotros mismos, la verdadera energía vital: la pasión.

La pasión nos produce satisfacción hacia lo que estamos haciendo, nos permite disfrutar del camino, convierte lo pequeño en extraordinario, genera creatividad y nos brinda el apoyo y energía necesarios para innovar y para seguir firmes en nuestro compromiso cuando estamos agotados o las cosas no van bien. 

Es por eso que las personas apasionadas superan los obstáculos, se niegan a rendirse. Y, más aún, es algo que tiende a transmitirse, a contagiar el entorno, y que, por más que pueda generar rechazo y reticencias en entornos mediocres, que haberlos, haylos, siempre acaba por marcar la diferencia. No olvidemos que no es lo que hacemos, sino el sentido que le damos, lo que al final importa.

Pero resulta que, por si esto no fuera suficiente, ser capaces de hacer un acompañamiento cercano y sincero a pie de cama nos brinda un conocimiento mucho más significativo del que podemos encontrar en los libros, nos permite aprender mucho del proceso de morir y, por tanto, de la vida; nos regala la posibilidad de reordenar nuestra escala de valores y de apreciar más intensamente lo que tenemos.

Ser paliativista, pues, requiere poner cada día pasión y compasión en lo que hacemos. Si no somos capaces, será mejor que nos dediquemos a otra cosa. Para todos.



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