Reflexiones en la cabecera

"El hombre es un ser destinado a enfermar 
en su cuerpo, en su tiempo y en su historia"
Marcel Sendrail


La aparición, repentina o insidiosa, de una enfermedad provoca una inesperada y honda fractura en la vida, una crisis biográfica, la “crisis ontológica” a la que hacía referencia Pellegrino, que afecta al individuo como un todo y que separa un antes y un después, un proyecto y una dolorosa realidad.

"Janus" - Fiona Francois
La enfermedad altera profundamente la condición de la persona, su papel en la familia, en la sociedad, su modo de ser y estar en el mundo, separa y fomenta una forma distorsionada y fragmentada de la identidad, especialmente al final de la vida, alterando sus valores y prioridades y poniendo a prueba el sentido de la propia existencia.

Ese “modo anómalo de vivir”, en palabras de Laín, provoca en el paciente una vivencia inmediata y compleja, en cuya trama se mezclan sentimientos de aflicción, amenaza, soledad y recurso o refugio, con mayor o menor preeminencia. 

Esa quiebra en la armonía corporal origina una falla por donde afloran todas las necesidades físicas, psíquicas y espirituales. Y, por más que la intimidad más propia de la persona se mantenga, cambia radicalmente su modo de comprender la vida.

Toda enfermedad, en sentido estricto, es una amalgama, multidimensional y dinámica, de diversos elementos, entre lo propio y lo ajeno, lo íntimo y lo universal. Tiene, por una parte, una dimensión objetiva, la dimensión biológica propiamente dicha, la patología reconocible con sus signos, síntomas y curso temporal; la pérdida, consciente o inconsciente de la integridad corporal, la enfermedad “en tercera persona”, para la que tanto se nos prepara durante nuestra formación médica.

Tiene también una dimensión subjetiva, el enfermar, la sensación asumida de no estar sano, la enfermedad “en primera persona”, el padecimiento. Y tiene, asimismo, una dimensión simbólico-social, el malestar, que enlaza con las construcciones sociales elaboradas en torno a la enfermedad, el significado que la sociedad proyecta sobre la persona enferma.

Entre estas dimensiones se establece un nexo particular en cada enfermo, que lo personaliza, a partir del cual se desprende el significado real de la misma. Porque el sentimiento de la enfermedad, como el de la propia vida, se hace experiencia vital, adquiere sentido biográfico e histórico, a través de una interpretación personal.

Y es que el proceso de padecer tiene connotaciones biológicas, pero también trascendentes, espirituales, algo más allá del conocimiento, sobrenaturales en cierto modo, el quid sacrum al que se refiere Laín, que lleva a la persona a preguntarse sobre su propia existencia, sus orígenes y su destino.

Foto: iStock
Esta dimensión transpersonal, directamente relacionada con la propia interioridad, se hace más patente ante la amenaza de una situación límite, ante la percepción próxima de la muerte, pues, al adquirir conciencia de la propia vulnerabilidad, se vuelve necesario encontrar sentido a la enfermedad, al sufrimiento y a la muerte, más allá del campo de lo material. Es por todo esto que el enfermar constituye una experiencia personal y única, un determinante vital de primera magnitud y con trascendencia siempre, no solo para el enfermo sino también para su entorno.

Es decir, además de reconocida y experimentada, la enfermedad es interpretada, tanto por quien la sufre como por su entorno cercano y por quien se acerca a ayudar. Por tanto, la vivencia de la enfermedad afecta también, y de manera estrecha, a la red familiar. Aparece un proceso colectivo de padecimiento en el que se comparte la ambigüedad de los sentimientos, el miedo, la incertidumbre y la percepción ante el problema, generando a su vez necesidades propias que deben ser tenidas en cuenta y abordadas convenientemente.

Quien está por morir se encuentra en una situación extremadamente vulnerable. Pero, en su interior, coexisten la salud y la enfermedad; la esperanza y la decisión con que afrontamos cualquier crisis en la vida, con la conciencia de caducidad, de labilidad, de la condición de necesitado.

Washington en su lecho de muerte
J. B. Stearns (1851)
La cabecera del paciente es un lugar mágico, casi místico, algo así como el sancta sanctorum de una biografía, al que se nos concede la gracia de acceder. En ningún otro lugar puede percibirse eso que de sano y enfermo compartimos todos, advertir qué rescoldo queda para la esperanza de manera que, a través de nuestra relación con la persona enferma y de esa intimidad peculiar que nos permite, aportemos el bienestar y la dignidad que compensen esa quiebra identitaria que la enfermedad causa.

Coincido con Sassall, magistralmente recopilado por Berger, en que esa implicación, que nos fuerza a pasar hacia el lado de quien recibe el golpe, es la que, al volver, nos regala la capacidad de reconocer funciones diferentes, sustancias distintas en la mente y cuerpo humanos.

Ayudar a ensanchar, a mejorar la calidad de ese remanente de existencia, resulta transformador no sólo para quien recibe los cuidados, sino también para quien los proporciona; y nos concede un privilegio de valor inestimable, el de la sutileza, ese que distingue a los afortunados.


3 comentarios:

  1. Fantástica reflexión.
    Gracias

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    1. Muchas gracias a ti, por tus palabras y por tu actividad.

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  2. Muy muy bueno me quede con ganas de mas!!!

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